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Una monarquía protegida y suelta

Felipe VI y Juan Carlos I en una imagen de archivo.

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Cuando Bernal Díaz del Castillo, un soldado de Hernán Cortés, contó la verdadera historia de la conquista de la Nueva España, aquello que describió en primera línea no era México, ni nada parecido al México de ahora. Tampoco la España de Cortés era la España de hoy, aunque ya entonces era una monarquía cuyo rey cobraría rigurosamente, como un ávido casero, el quinto real que rentaban sus dominios mineros en oro y plata. Según sostiene el antropólogo francés Christian Duverger, Hernán Cortés sería el auténtico autor y no Bernal Díaz de la detallada y bien fundada crónica.

Hoy, México es un Estado independiente y tiene sus legítimos representantes elegidos democráticamente por los mexicanos. Y España tiene a su vez sus legítimos representantes elegidos igualmente por el pueblo. Los legítimos representantes de los mexicanos dicen que la España heredera de aquellos tiempos, orgullosa por muchos motivos, debe una disculpa, y la España democrática y constitucional parece no encontrar la manera de hacerlo. No sería original, si así ocurriese. Otras democracias ya han ofrecido algún tipo de disculpas por su pasado expansionista o colonial, incluidas ciertas monarquías, entre ellas la vaticana, implicada por la sociedad inseparable en aquellos tiempos entre la cruz y la espada. Podría cuestionarse el enfoque historicista de estas reclamaciones pero no es mi intención adentrarme en esos territorios en estas cortas letras.

Lo cierto es que España tiene una Constitución en la que se define como monarquía parlamentaria en la que las relaciones internacionales corresponden, sin embargo, al Ejecutivo, al Gobierno, mientras que el Jefe del Estado, el rey, tiene, cuando el Gobierno lo determine, que ejercer la más alta representación del Estado, en particular en las relaciones con las, sin determinar, naciones de su comunidad histórica. Algo que parece presuntuoso y no encuentra, al menos, receptividad por parte de algunos Estados que intuyo miembros de esa comunidad histórica, los cuales han centrado en el rey el punto de reclamación de esas ofensas y disculpas históricas pendientes.

Mal asunto eso de tener como intermediario, de tener por en medio al rey, en un pleito que requiere humildad, entendimiento y buena disposición. El rey, que es Borbón, parece haber dicho- no me extrañaría- “y a mí, qué”. Pero es que resulta que la misma Constitución que hizo rey a su padre y, por eso a él y luego, tal vez, haga a su hija reina, insiste en que representa el símbolo de la permanencia del Estado. Ni siquiera voy a entrar en si tendría el rey que haber respondido a los requerimientos mexicanos, nobleza obliga, o haberlas despachado al Gobierno, que es quien tiene la competencia y responsabilidad en estos asuntos. Manca finezza. 

Con este diferendo diplomático con México, el Gobierno español podía hacer poco más, excepto salir de la trampa del propio ordenamiento constitucional español sin mucho ruido y, quizá, aceptar resignado que el Jefe de Estado español no tiene muy buena acogida ultramarina

Se puede constatar que los reyes de España, los dos, no tienen el predicamento que la Constitución presupone en tanto que herederos históricos de esa monarquía que imperó en las Américas y Filipinas durante siglos. La Constitución dice lo que dice pero no ayuda lo destemplado, soberbio y desahogado del borboneo en las actuaciones regias en misión democrática, los reyes se notan incómodos, como ya pudimos comprobar en distintos actos que han jalonado las relaciones de los antiguos virreinatos con la metrópolis. Creo, barrunto, que los Borbones tienen, además, peor carácter, menos correa, que los Austrias que los precedieron.

Con este diferendo diplomático con México, el Gobierno español podía hacer poco más, excepto salir de la trampa del propio ordenamiento constitucional español sin mucho ruido y, quizá, aceptar resignado que el Jefe de Estado español no tiene muy buena acogida ultramarina. Como la historia es discontinua pero rima con mucha frecuencia, el dossier mexicano ha coincidido con el del otro rey, el honorífico; con reportaje fotográfico incluido que, entre otras cosas, debería avergonzar a un periodismo español lanar que siempre fue cortesano y súbdito. Pero el desafuero regio aflora otra vez, no por un asunto diplomático, y deja al relente cómo la democracia española tuvo y tiene que salir también al rescate de un monarca abusón que usando y malbaratando los privilegios constitucionales que el pueblo le concedió, puso en jaque a la propia monarquía y rompió las costuras de un sistema que, si bien coronado, en ningún caso se merece una institución monárquica que no demuestra ni ejemplaridad ni respeto al Estado constituido en monarquía parlamentaria sino todo lo contrario.

Es la gran contradicción de nuestra democracia -y de la Transición- que, anclada en el régimen instaurado en enero de 1977, en cuyo paquete iba el rey, se ve obligada a proteger, incluso demoscópicamente, a una monarquía, sus titulares, Casa y familia, que cada día demuestran que no lo merecen y que, con frecuencia, son un serio anacronismo inadaptado, creo que es inadaptable, a una democracia constitucional que se precie.

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