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El relámpago y la herida

Escena de 'Melodrama" /Foto: Miguel Jiménez

David Montero

Las dependientas fue un relámpago en las artes escénicas sevillanas. Consiguieron lo que todo el mundo quiere: llenar teatros y ser reconocidos por la crítica y la profesión. La pieza bebía de diversas fuentes, desde la danza a la autoficción pasando por la performance; era enérgica, estaba compuesta con un hábil sentido del ritmo y miraba a un asunto con el que hoy día es casi imposible no estar de acuerdo (opresión heteropatriarcal capitalista). Es decir, era buen teatro (o danza-teatro o arte viva, como cada cual quiera bautizar a la criatura).

Ahora, La Ejecutora estrena su segunda pieza, Melodrama, y les toca sobrevivir al éxito. Imagino el vértigo, la responsabilidad, el miedo. Rocío Jurado y Walt Disney decían que lo difícil no era llegar, sino mantenerse. Eso era antes. Ahora lo difícil es llegar y lo imposible mantenerse. Pero hay que intentarlo. Ante ese miedo, ese vértigo y esa responsabilidad no han intentado repetir fórmula ni jugar sobre seguro, sino que han apostado todo a rojo. Y yo amo el arte que apuesta todo a rojo, aunque salga negro. Pero es que, además, no ha salido negro. Melodrama me parece más ambiciosa y honda que la anterior. Probablemente, también más irregular. Y quién quiere ser regular.

“La fin der mundo”

En la escena un telón pintado, un suelo de espejo negro, una cabina, cuencos con agua y una roca. Además, los cuatro intérpretes nos reciben en escena, sus cuerpos estáticos y entrelazados en una masa gemela a la roca son un feto múltiple. Los cuerpos se van moviendo y separándose. Hay una danza ciega, los cuatro llevan los ojos tapados. La música, omnipresente en la pieza, les hace danzar como si estuvieran de fiesta, danzan muy solos y muy acompañados, como hacemos en las discotecas. La primera en mostrarse es Verónica Morales: su herida es saber que el mundo va a terminar, presentirlo en cada latido.

“La fin der mundo”, gritaban en Cádiz en agosto de 1947 cuando estalló la bomba que se llevó por delante la vida de ciento cincuenta personas. Como contaba Ortiz Nuevo que contaba Pericón de Cádiz, once días después un toro mató a Manolete y ya se terminó lo de hablar de “la fin der mundo”. Del mismo modo, hay momentos en los que nos asomamos a nuestra fugacidad, al abismo que será dejar de ser (individual o colectivamente), pero la actualidad nos hace trampas y miramos para otro lado. Melodrama obliga a los cuatro intérpretes y, por tanto a nosotros, a mirar de frente el final y tambalearnos, ser y estar en la fragilidad de las heridas.

Llamadas extrañas

El presentimiento de Verónica parece confirmarse en las extrañas llamadas a la cabina que funciona(n) como demiurgo y temblor que juguetea con los personajes y les enfrenta con lo que les duele: Celia cree haber perdido su casa bajo la roca que es meteorito y tiene un monstruo dentro, Koldo no soporta cumplir años y tiene un amor que lo consume, José Luis tiene miedo de su deseo irrefrenable. Los cuatro nos hablan, nos incluyen en sus heridas, hacen ver que son también nuestras.

La estructura va trenzando textos y acciones físicas. Sabemos desde la segunda, que van a ser cuatro llamas, sabemos que nos van a ir mostrando sus heridas sucesivamente. Esa previsibilidad no me molestó. Sí que creo que la profecía de Verónica y la primera llamada nos hacen querer conocer la historia y el final (que no cuento, claro) la resuelven con hondura, pero echo de menos algo a mitad de función que me desconcierte y me reconecte, que abra posibilidades. Es decir, y perdón por la jerga dramatúrgica, hay un maravilloso desencadenante y un bello clímax, pero la pieza necesita un buen incidente en el punto medio.

Para mi gusto hay demasiado protagonismo del espacio sonoro. A veces, me gustaría que la inquietud me viniera por otra parte, pero ya se sabe lo de los gustos. Y un último “pero”, éste ambiguo y etéreo: Melodrama habla de la vulnerabilidad, pero me parece que no se deja ser del todo vulnerable. Qué quiero decir con eso. No lo sé. No puedo explicarlo mejor. Es una sensación, un olor, una corazonada. Ahora -como te digo una cosa, te digo la otra- está muy cerca de conseguirlo. Quizá, cuando pase la tensión del estreno esa ficha caiga por sí sola. Y me encantaría ser testigo de eso porque la pieza entonces se me hará herida y cicatriz y, que me perdonen los pacatos pero estoy citando de la propia función, se me correrá en la cara.

Liturgia y sacrificio

A cambio, hay un imaginario envolvente, poético, desasosegante. Los textos son hermosos y duelen. Los personajes nos conmueven: Verónica es una mezcla de Tiresias y Casandra orando en el Monte de los Olivos (aparta de mí este cáliz); Celia, una mujer en guerra con lo que es; Koldo, un Cristo del amor y la anorexia; José Luis, un hombre traspasado por el deseo y el miedo y por el miedo al deseo. Los nombres de personajes e intérpretes coinciden, pero habría que ser muy ingenuos para identificar a unos con otros: ellos son todos y son todas porque son nuestras heridas. Hablando de los intérpretes, los cuatro se (nos) entregan a cuerpo y corazón abiertos.

Y más: la iluminación, en manos de Benito Jiménez, vuelve a ser un personaje más (o dos); la escenografía firmada por Julia Rodríguez es extraña, bella y consigue ser un interior y un exterior al mismo tiempo; el movimiento, conducido por Silvia Balvín, es desgarro y epifanía (porque todo está en el cuerpo); las músicas dan luz y oscuridad, belleza y zozobra. Todo ello, orquestado por Fran Pérez Román y Julio León, que tienen la virtud y la responsabilidad de haberse colocado en uno de los epicentros del terremoto de las artes escénicas sevillanas.

Melodrama tiene algo de liturgia sacrificial. Están Melancolía de Trier y la melancolía, están la Biblia, los programas del corazón (¿muestran o esconden los corazones?), el porno, las noches de fiesta que no terminan, el miedo, el vértigo, el deseo, la felicidad química y física, está Ensayo sobre la ceguera, está Shakespeare porque Shakespeare siempre está (un cuento contado por un idiota lleno de ruido y furia que no significa nada), están todos los intentos (¿baldíos?) de agarrar la vida: bailar, reír, tocarnos, que se nos corran en la cara, abrazar, llorar, olernos, leer y leernos. La ambición de la propuesta es mucha, por eso sus grietas y sus imperfecciones son inevitables. Yo respeto y admiro a los guerreros. Ellas y ellos lo son.

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