La semana pasada el mar se volvió a llevar nuevas vidas. Voces del sur. En esta ocasión, fueron 24 personas las que no llegaron a acabar su viaje rumbo a la vida. Sus sueños eran los de luchar para empezar de cero y encontrar nuevas oportunidades en suelo europeo. Algunos huían de guerras, de golpes de Estado, hambruna o de miserias varias que asfixiaban sus intentos por sobrevivir. No lo sabremos. Tampoco importan las razones cuando lo que buscas es salvar tu propia vida o la de los tuyos enfrentándote al mar, sabiendo que será un golpe de ola el que decidirá sobre tu destino.
Sólo hubo tres supervivientes que deberán vivir eternamente con el peso en la conciencia de lograr la suerte que no tuvieron sus compañeros de viaje. Ellos conocen las esperanzas iniciales y los miedos finales de las víctimas, tras días de viaje por el infierno azul. El resto no tendremos la oportunidad de escuchar sus historias en primera persona, de quienes podrían haber sido compañeros de oficina o de colegio de nuestros hijos, o simpáticos vecinos que te saludan cuando te ven en el portal de tu edificio.
Parten de países donde no se tienen en cuenta sus derechos, opiniones y voces. Donde pasar desapercibido puede suponer una garantía de seguir con vida. Su única oportunidad de ser escuchados ya no será posible, porque el mar ha acabado de silenciarlos en el trayecto final. Partieron del sur con la esperanza de soñar libertad, lo suficiente como para arriesgar su vida cruzando un mar abierto.
Seguiremos asistiendo a más hijos del mar en los próximos meses, vidas perdidas que irán en aumento en nuestras costas, con la llegada del buen clima. Sueños que se volverán a truncar, sin conocerse nada sobre sus portadores. Se irán sin poderse presentar. Sólo sabrán sus nombres aquellos que compartieron viaje y lograron subsistir.
Los supervivientes que logran llegar a las costas, se encuentran con una bienvenida en forma de vulneración de derechos humanos, consecuencia de las políticas migratorias de los estados miembros de la UE en materia de fronteras, así como discursos de odio que buscan minar sus identidades. Su sueño europeo no es más que un techo de cristal. Lo que ocurre tanto en Canarias como en la Frontera Sur es algo que se viene denunciando desde hace muchos años. No estamos ante una crisis ambiental o ecológica, ni tan siquiera migratoria. Hablamos de crisis humanitaria. Una frontera europea no puede suponer un infierno para los más vulnerables.
Ni siquiera son tratados como seres humanos, ante el robo de sus identidades: ‘irregulares’, ‘sin papeles’ o llegada en avalancha’. Un ruido que, además de deshumanizar, juzga a vivos y muertos por igual: obviándose su condición de personas, lo que les criminaliza como sujetos de derechos. Algunos intentarán dormir en calles o playas, si no son expulsados, donde recordarán los 24 soñadores que quedaron atrás.
Se producirán más muertes ante nuestros silencios cómplices. Algunas se producirán a escasos metros de donde habrá alguien disfrutando del sol en una tumbona. Otros se enterarán por los medios de comunicación o el boca a boca. Ese silencio delata la vergüenza de mantenerse impasible ante una injusticia.
La última vez que elevamos la voz, de forma concienciada en varios puntos del mundo, fue ante la muerte de Alan, el niño sirio de tres años cuyo retrato sin vida en una playa turca abrió portadas de todos los lugares en 2015, ahí nos arrancamos la piel y nos pusimos en el lugar de quienes huyen de sus países por miedo a morir.
El mar guardará las últimas palabras, sollozos y llantos de las 24 voces del sur. Sus vidas, que nunca fueron un problema, transportaban la denuncia de la falta de derechos en nuestro continente y la complicidad de quiénes mienten sobre sus realidades. Ellos son los hijos del mar.
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