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Machado, antídoto de las dos Españas

Plácido Diez

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Junto a un ramo de rosas rojas, Sabina, Dolores y yo dejamos en la tumba de Antonio Machado en Collioure el pasado 8 de septiembre un deseo escrito apresuradamente a bolígrafo en una hoja de papel de regreso a Zaragoza desde Berna: “Tus poemas y tus ideas están más vivos que nunca. Espero que podamos contener la ira de las dos Españas”.

Desde el lado del exilio y de la retirada, junto a la tumba del poeta “cercano, silencioso y misterioso a la vez”, como lo definió Rubén Darío, del hombre bueno, ya se percibía con escalofríos el temporal de intolerancia que se estaba desatando al otro lado de los Pirineos y que tan acertadamente ha sintetizado el catedrático de Literatura de la Universidad de Zaragoza, Jesús Rubio Jiménez, autor de “La herencia de Antonio Machado (1939-1970)”, quien a la pregunta de Antón Castro en una entrevista en el suplemento “Artes y Letras” de Heraldo de Aragón, ¿en qué le invita a pensar la muerte de Antonio Machado en el exilio?, responde: “en lo difícil que es la convivencia en nuestro país, donde la tolerancia no acaba de enraizar. Hay quienes se reservan el derecho a decidir qué es ser español y qué no. E invita a pensar en la facilidad con que están dispuestos a cambiar las palabras por pistolas”.

“Profeta ni mártir/quiso Antonio ser/y un poco de todo lo fue sin querer” escribió Joan Manuel Serrat en una antología coordinada por el profesor de la Universidad de Girona, Serge Barba, y que lleva por título “Collioure….Los días azules de Antonio Machado”. Es una buena definición del gran poeta de España que en los últimos ochenta años, muy a su pesar, se ha convertido en el símbolo del exilio y de la retirada, como denominan los franceses de los Pirineos Orientales al desgarrado éxodo de medio millón de españoles republicanos huyendo de las tropas franquistas a finales de enero de 1939.

Las circunstancias y los detalles de esos últimos días de la guerra incivil agrandan aún más la sobrecogedora resistencia y la dignidad de esos españoles que, después de haber sido derrotados, tuvieron que enfrentarse a campos de refugiados, a situaciones infrahumanas, a traumáticas separaciones familiares y afectivas, a muertes prematuras por disentería, a la Segunda Guerra Mundial, a campos de concentración nazis, a mucho dolor, en una durísima carrera de supervivencia a la búsqueda de una nueva patria en libertad.

En su visita en marzo de 1939, el fotoperiodista Robert Capa definió como “un infierno sobre la arena” el campo de refugiados de la kilométrica playa de Argèles-sur-mer.

Los hombres allí sobreviven bajo tiendas de fortuna y chozas de paja que ofrecen una miserable protección contra la arena y el viento. Para coronar todo ello, no hay agua potable, sino el agua salobre extraída de agujeros cavados en la arena (la cita es del libro “Camposanto en Collioure” del escritor asturiano Miguel Barrero).

Alrededor de cien mil personas se hacinaron en ese campo de concentración sobre el que, con el paso de los años, se verbalizó la mala conciencia sobre el maltrato que las autoridades francesas dieron a los refugiados españoles que lo habían perdido todo, algunos de los cuales pocos años después, serían los primeros en entrar, como integrantes de la compañía denominada “La Nueve”, en el París liberado de los nazis.

El cementerio español, un centro memorial y un monolito en la playa en el que se lee “su desgracia haber luchado por defender la democracia y la República contra el fascismo en España de 1936 a 1939. Hombre libre, recuérdalo”, confirman la recuperación de la memoria y la reparación que se hará más visible este jueves 22 de febrero en la conmemoración del 80 aniversario de la muerte de Antonio Machado en la que se ha volcado el departamento de los Pirineos Orientales.

Collioure, la estación, la avenida hacia el mar, el cerrado hotel Bougnol-Quintana junto al cauce del riachuelo Douy, ahora seco, en el que se alojaron los Machado, el viejo cementerio en medio del pueblo de pescadores soleado, pacífico y azul, cuya luz inspiró a Matisse y a Derain, donde descansan los restos del poeta y de su madre bajo una losa con cabecera de piedra al pie de un ciprés, son una bofetada de historia por la que deberían pasar todos los que se atreven a apropiarse estos días de lo que es España.

Estremece revivir el agónico peregrinaje de esa familia, los últimos días del poeta y de su madre, cansados y muy enfermos, que, gracias a los buenos oficios del prestigioso corresponsal de entreguerras y escritor Corpus Barga, habían conseguido salvar el tapón de exiliados en el collado de Els Balitres para subir a un tren en Cerbère, después de pasar la noche en un vagón en la estación, del que se apearían el 28 de enero a las cinco y media de la tarde en Collioure, el primer pueblo costero francés por el lado oriental de los Pirineos, a solo 30 kilómetros de suelo español, bajo una lluvia torrencial, ateridos de frío y sin recursos económicos, agotado por su débil corazón y por el asma, envejecido a sus 64 años Antonio Machado, y en brazos de Corpus Barga su madre, Ana Ruiz, 84 años, que pesaba como una niña y que no dejaba de preguntar ¿llegamos pronto a Sevilla?. José Machado, hermano del poeta, y su esposa, Matea Monedero, completaban la comitiva.

En la estación de Collioure, donde el pasado 27 de enero se descubrió una placa conmemorativa de aquel viaje, el primer contacto afectivo sería Jacques Baills, el joven jefe de estación de 27 años, que les sugirió que se alojaran en el hotel en el que el mismo tenía habitación, el Bougnol-Quintana, a diez minutos a pie por una avenida que iba hacia el mar. Cuando vio su nombre en el registro de clientes, Baills intuyó que aquel hombre derrotado, que se desvivía cuidando a su madre, era el poeta que había leído en sus clases nocturnas de español, algunos de cuyos versos como los de “Recuerdo infantil”: “una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de lluvia tras los cristales…..”, guardaba en su cuaderno:

“Le pregunté –relataría Baills años más tarde al hispanista francés Jacques Issorel, autor del libro ”Últimos días en Collioure, 1939“- si él era el poeta Antonio Machado, aquel a quien yo conocía a través de sus poemas. Y entonces él, sin darle importancia ni nada, sin ni siquiera sonreír, me dijo: ”Sí soy yo“.

A lo largo de ese mes y medio de agonía de Machado, conversaron en español y en francés, Baills le prestó libros de Pío Baroja, Máximo Gorki y un pequeño volumen acerca de la vida, la obra y la muerte de Vicente Blasco Ibáñez, y compartieron un corto paseo desde el hotel, que continúa ahí cerrado con sus escaleras exteriores, su grifo y su pila a la entrada, hasta la playa, según se desprende de sus testimonios en el estudio de Issorel y en la biografía de Ian Gibson, quien presentó el pasado martes en Collioure su nuevo libro “Los últimos caminos de Antonio Machado” reclamando que el Gobierno español compre el pequeño hotel desde cuyo balcón el poeta podía ver el mar y cree allí un centro de estudios machadianos. Desde 1977, existe la Fundación “Antonio Machado” de Collioure, ubicada en el último piso de la mediateca, abierta frente al hotel “Quintana”, en el que se recoge toda la documentación y todos los papeles que los viajeros dejan en la tumba del poeta y de su madre.

Siguiendo el recorrido hasta el hotel, el segundo contacto afectivo sería Juliette Figuères, la dueña de una mercería y sombrería, situada enfrente del hotel, al otro lado del riachuelo, que les ofrecería cafés con leche, les facilitaría posteriormente ropa, camisas y calzoncillos, algo de dinero para comprar sellos y también cosería la bandera que, el día de su muerte, el 22 de febrero, miércoles de ceniza, cubrió el cadáver de Antonio Machado.

Y al otro lado del riachuelo, el tercer contacto afectivo, Pauline Quintana, la dueña del hotel, acogedora con los exiliados españoles que, cuando falleció Antonio Machado, se preocupó de que se le velara en una habitación individual del hotel y de que sus restos ocuparan un nicho cedido por una amiga suya. También se preocuparon por él y le demostraron su afecto los doce soldados españoles, presos en el castillo de Collioure, que, turnándose de seis en seis, portaron su ataúd por las calles del pueblo pesquero hasta el cementerio.

Los restos de su madre, que falleció tres días después, se inhumaron en la zona del cementerio para personas sin recursos.

Pasaron casi veinte años, hasta que en julio de 1958 se los trasladó y se los colocó juntos en una nueva tumba, definitiva, en un suelo cedido por el ayuntamiento de Collioure en la entrada del cementerio, a la que enseguida acarician los primeros rayos de sol.

El traslado se financió a través de una colecta promovida por un comité en el que estuvo Baills junto a entre otros Albert Camus, André Malraux, René Char y Pau Casals, que semanas después tocaría el violonchelo en un vacío cementerio. Pocos meses después, en febrero de 1959, coincidiendo con el veinte aniversario de su muerte, Louis Aragón, Jean Paul Sartre, Marguerite Duras, Simone de Beauvoir, Raymond Queneau y Pablo Picasso, entre otros, organizaron un homenaje en la memoria de Antonio Machado al que invitaron a artistas, profesores, actores, creadores y escritores, entre ellos a los que se les denominaría la generación de los 50. Estuvieron José Agustín Goytisolo, José Manuel Caballero Bonald, Blas de Otero, José Ángel Valente, Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral, Alfonso Costafreda, Ángel González y el aragonés Alfredo Castellón, escritor, realizador y uno de los fundadores de TVE.

A Castellón se le hizo desaparecer de alguna de aquellas fotos, no se sabe muy bien por qué pero existen indicios de que fue porque alguien sospechó que podía ser un policía franquista infiltrado. Había miedo y desconfianza, y los asistentes a aquel homenaje, en el que se leyó el poema “Retrato” y un representante de los presos españoles ofrendó a Machado un pequeño cofre con tierra de la cárcel Modelo de Barcelona, sabían que podían estar en el punto de mira de la dictadura, la misma que había despojado de todos sus derechos como funcionario al poeta en 1941, dos años después de su muerte.

El propio Castellón, como recoge Antón Castro en su blog bajo el título “1959: una foto junto a la tumba de Antonio Machado”, explicaría que “yo no he pretendido figurar en ningún sitio, me gusta la discreción, pero tampoco era alguien que pasaba por allí y que se sumaba a una foto. Casi todos éramos escritores principiantes que apenas se conocían”.

Aquel encuentro inspiró, dentro de su obra “Grado elemental” de 1962, el poema “Camposanto en Collioure” de Ángel González del que, tras presentarse como funcionario, también se llegó a sospechar que podía ser un policía infiltrado:

Aquí paz,

y después gloria.

Aquí,

a orillas de Francia,

en donde Cataluña no muere todavía

y prolonga en carteles de “Toros à Ceret”

y de “Flamenco’s Show”

esa curiosa España de las ganaderías

de reses bravas y de juergas sórdidas,

reposa un español bajo una losa:

paz

y después gloria

Dramático destino,

triste suerte

morir aquí

-paz

y después….-

perdido,

abandonado

y liberado a un tiempo

(ya sin tiempo)

de una patria sombría e inclemente

Sí; después gloria.

Al final del verano,

por las proximidades

pasan trenes nocturnos, subrepticios,

rebosantes de humana mercancía:

manos de obra barata, ejército

vencido por el hambre

-paz…-

otra vez desbandada de españoles

cruzando la frontera, derrotados

-…sin gloria.

Se paga con la muerte

o con la vida,

pero se paga siempre una derrota.

¿Qué precio es el peor?

Me lo pregunto

Y no sé qué pensar

ante esta tumba,

ante esta paz

-“Casino

de Canet: spanish gipsy dancers“,

rumor de trenes, hojas….-,

ante la gloria ésta

-…de reseco laurel-

que yace aquí, abatida

bajo el ciprés erguido,

igual que una bandera al pie de un mástil.

Quisiera,

A veces,

que borrase el tiempo

los nombres y los hechos de esta historia

como borrará un día mis palabras

que la repiten siempre tercas, roncas

El camposanto de Collioure y la tumba de Antonio Machado son intocables a pesar de los intentos primero de las autoridades franquistas de trasladarlos a España, fue en 1966 con Fraga de ministro de Información y Turismo y la familia se negó desde Chile, y después de algún representante de la Junta de Andalucía que, con motivo del 75 aniversario, se pronunció por llevarlos a Sevilla.

Así opinan –son testimonios recogidos del reportaje de Javier Rodríguez Marcos “1939, el andén del exilio” en el suplemento “Babelia” de “El País” del pasado 16 de febrero- los que le han estudiado y han estado más cerca de él física y afectivamente como el profesor Issorel: “Esta tumba no es solo la de un gran poeta, es el símbolo del éxodo de la España republicana”.

O como la presidenta de la Fundación y profesora de español en un instituto de Perpiñán, Joëlle Santa-García: “Antonio Machado es el portavoz de esos 500.000 españoles que, como él, tuvieron que dejar su país. Desplazar su sepultura sería negársela simbólicamenrte a quienes no tienen su fama”.

O el profesor de la Universidad de Girona, Serge Barba, que en la conmemoración del 75 aniversario del fallecimiento del poeta, en 2014, aludió a la definición de patria de Diderot y D´Alambert, padres de la Ilustración: “no es el lugar donde nacimos sino donde somos libres”.

O la de Ian Gibson: “la muerte de Machado simboliza el infortunio de cientos de miles de exiliados como la de Lorca simboliza la de los fusilados y desaparecidos”.

El hispanista tiene muy claro lo que diría de la España del 2019 el poeta de Sevilla, de Soria, de Baeza, de Segovia….., de España: “Le apenaría vernos insultándonos, él soñaba una España fraterna y dialogante”.

¿Y qué le alegraría? “Era europeísta, le alegraría vernos en Europa, abiertos al mundo ¡y estudiando idiomas sin complejos!”.

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