Taramundi hizo de su debilidad fortaleza y convirtió el miedo a desaparecer en un sueño cumplido: el turismo rural

Raquel L. Murias

Taramundi —
24 de noviembre de 2025 09:46 h

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Hace casi cuarenta años, en octubre de 1986, Ana María Pulido se fue a vivir a Taramundi, y lo hizo por amor, cuando faltaba el alumbrado público y cuando para ir a Oviedo se tardaban casi cuatro horas. Regenta ella desde entonces el Comercio Nuevo, una ferretería que ya fundaron sus suegros y que ahora se ha reconvertido en una tienda en la que hay casi de todo y en donde se respira por los cuatro costados ese cambio que sufrió Taramundi en las últimas cuatro décadas. Ana María se enamoró de un taramundés y luego lo hizo del pueblo.

En este pequeño y precioso pueblín del Occidente de Asturias se ideó el turismo rural, justo cuando a Taramundi se le terminaban todos los tiempos y las oportunidades, cuando ya nadie sabía cómo afianzar a la gente. En la más absoluta desesperación surgió una idea y, como ocurre tantas veces, fue ahí donde Taramundi se unió más que nunca.

Condenado a morir del todo

Ahora, detrás de un mostrador donde hay mucha vida, la visión de aquel Taramundi que hace cuarenta años estaba condenado a morir del todo ha cambiado, y mucho; y Ana María sigue manteniendo la misma gracia con la que enamoró a su marido, un taramundés que llamaba cada semana a la oficina en la que ella trabajaba para comprarle material para su ferretería. Por aquel entonces el negocio familiar vendía telas, ropa de trabajo, edredones… Ahora las navajas, los souvenirs, la salsa de Cabrales en bote para dar sabor a las carnes, las tazas con el recuerdo de Taramundi, los llaveros de la Santina de Covadonga o los escanciadores de sidra han quitado el protagonismo al resto de artilugios propios de una ferretería. “Taramundi se vendió muy bien; sin turismo rural no existiría, y la gente fue muy valiente, porque se reinventaron del todo, dejando explotaciones ganaderas para dedicarse a un turismo que nadie sabía si iba a funcionar”, explica Ana María, sin ser consciente de que ella misma también se reinventó, aunque en su caso fuese casi sin darse cuenta.

En el año 1986 era alcalde de la localidad Eduardo Lastra, nacido en el mismo pueblo, ganadero y valiente a la hora de apostar por un futuro basado en el cambio. Eduardo Lastra (Lalo) es de esas personas tranquilas a las que cuesta adivinarles que algo les está reconcomiendo por dentro, pero lo cierto es que, por aquel entonces, con un mundo rural en decadencia, con la condena de las malas comunicaciones y la falta de oportunidades apretando el futuro más inmediato de Taramundi, Lalo buscaba alternativas a lo que parecía una sentencia de muerte para un pueblo que, además, era el suyo: doble cariño, doble responsabilidad.

La idea que sonaba a chino

“La idea nace a través de una persona, Javier López Linaje, que vino a impulsar un programa de desarrollo desde el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y que plantea por primera vez la idea del turismo rural”, explica Lalo, y reconoce, con media sonrisa, que claro que la propuesta le sonaba a chino, pero es que “era apostar por aquello o nada”.

Con una población envejecida, unos tendidos eléctricos que no permitían echar a andar ninguna empresa, unas carreteras que multiplicaban por tres los tiempos previstos, unas explotaciones ganaderas anticuadas y menos de diez artesanos dedicándose a hacer unas navajas de las que todo el mundo hablaba maravillas por su corte, pero que necesitaban de instalaciones modernas para convertirse en alternativa de futuro… Taramundi decidió apostar todo a una carta: la del turismo rural, la idea que habia propuesto Linaje desde el CSIC.

Y fue precisamente la suegra de Ana María una de esas visionarias que, alimentada por la necesidad de devolverle la vida al pueblo, veía viable que la gente viniese a su pueblo a hacer turismo. ¿Por qué no? “Catalina siempre lo vio; es que igual era necesario que cambiásemos el chip, y la gente lo hizo. El que tenía cuatro vacas las vendió, la gente comenzó a arreglarse más y todo el pueblo apostó por el pueblo”, recuerda Ana María, que aún sonríe al pensar en cómo la idea sonaba entonces tan exótica como surrealista.

La gente quería vacaciones en el pueblo

“Se había hecho una encuesta y resulta que la gente de las ciudades estaba deseando venir a desconectar a la zona rural, pero claro, una cosa era la intención y otra muy distinta el hacerlo real. Convertir la antigua rectoral en un hotel de cuatro estrellas era la única oportunidad que teníamos, y no quedaba otra que hacerlo realidad”, explica Lalo. Y, con esa filosofía que se arraiga cuando naces y creces en un pueblo y que te enseña a convertir las dificultades en oportunidades, nace este proyecto, en el que se involucró el Gobierno del Principado de Asturias y sin tener ni una sola referencia anterior. “A veces pensaba que nos estábamos metiendo en un lío”, admite Lalo, mientras observa cómo en su pueblo, un martes de noviembre por la tarde, hay gente en los bares, algún turista despistado y Ana María vende un escanciador a una pareja de románticos que han venido a reafirmar su amor con el frío. ¿Cómo sería este Taramundi sin el turismo rural, Lalo? Y responde: “No habría nadie”.

Corría el segundo mandato como alcalde de Lalo, y a él le comía por dentro la idea de hacer algo por Taramundi. No sabía cómo ni el qué, pero le pareció bien aquella idea del investigador del CSIC, que veía en Taramundi los recursos naturales y culturales necesarios para echar a andar un proyecto turístico en este lugar y que se asentaría sobre Os Teixóis, un conjunto etnográfico del siglo XVIII, donde la fuerza del agua da vida al mazo, al molino y a un montón de ingenios hidráulicos. La idea que planteó el CSIC fue la de aprovechar el patrimonio arquitectónico y poner en valor la cultura y los recursos locales para ofrecer un turismo diferente, que nada tenía que ver con la idea de sol y playa. Se propone un turismo de calidad, en contacto con la naturaleza, con el silencio y con la Asturias más auténtica.

Un hotel de cuatro estrellas

Y es así como se decide que la antigua casa del cura, la rectoral, será el centro neurálgico de ese Taramundi nuevo, que, con un pasado ganadero y forestal, ha decidido convertirse en destino vacacional. En 1986 el hotel La Rectoral de Taramundi fue inaugurado como el primer hotel rural de España, que gestionó en un primer momento una sociedad en la que estaban integrados el Principado, el ayuntamiento de Taramundi, vecinos y empresarios. Doce habitaciones de lujo en un lugar en donde hasta hace unos meses jamás nadie hubiera pensado en venir a disfrutar unas vacaciones. “Así nace el primer núcleo de turismo rural, y luego desde ahí se va generando una red de casas, apartamentos, servicios... Hoy aún me cuesta verlo hecho realidad, y es que sabemos de sobra que la zona rural del interior siempre hemos sido los grandes olvidados....”, explica Lalo con una emoción contenida.

Un emoción que contagió otros sectores

El nacimiento del turismo rural trajo consigo muchas más cosas, y no solo para Taramundi, sino para la zona rural asturiana, principalmente la del occidente interior, que empezó a valorarse de una forma que nunca había hecho antes. Verse como destino turístico insufló autoestima a una zona rural que siempre había quedado relegada al olvido, y resulta que ahora muchos la buscan en el mapa y la eligen para disfrutar de unas vacaciones soñadas.

Buscaba Melina Benítez un lugar tranquilo y que la llevase a la naturaleza más virgen para disfrutar junto a su nieta Carmen Spanto unos días mano a mano, y Taramundi en noviembre fue su destino. Acertaron de pleno. Están alojadas en La Rectoral, y conocer su historia fue lo que las animó a visitar el sitio. “Queríamos pasear y descansar; este es un lugar icónico y no se nos ocurrió ningún otro mejor para disfrutar de estar juntas”, cuentan, mientras caminan de ganchete una tarde fría, con un sol que parece asomarse para darle luz a un Taramundi que estuvo a punto de morir, pero que logró reinventarse.

El renacer de la cuchillería

Ese renacer también se siente en los talleres de cuchillería, y es que los cuchillos de Taramundi han sido siempre el sello de identidad de este concejo que tuvo que verse al límite para poder apostar fuerte por lo suyo, para que alguien tuviese la ocurrencia de idearle un futuro a Taramundi.

Uno de los cuchilleros que hoy viven de ello es Juan Carlos Quintana, de 51 años, natural de Pardiñas. «Empecé en el año 95. Primero estuve unos seis meses en una escuela de formación específica de cuchillería y después monté mi primer taller en la casa familiar», explica. Su bisabuelo hacía navajas, pero la tradición ya estaba rota cuando él decidió retomarla. «Yo tenía el taller de mi bisabuelo… lo que quedaba de él. De niño venía con mi tío a ayudar en la fragua. En realidad estudié administrativo, pero entré en aquella escuela taller… y me atrapó el oficio».

Volver siempre al lugar

Sus primeros años como autónomo fueron una mezcla de aprendizaje y supervivencia. «Hacía piezas únicas, cosas muy modestas, pero que me permitían seguir cogiendo experiencia. Visitaba a otros cuchilleros de la zona, preguntabas, aprendías, porque no teníamos internet. Este oficio es tan específico, tan manual, tan concreto… que si te vas de aquí, lo pierdes». Para él, el valor de una navaja de Taramundi va más allá de lo funcional. «Sirve para cortar, sí, pero tiene una identidad muy fuerte. Ves una navaja en una gasolinera y sabes que es de Taramundi. Te lleva directamente a este lugar».

Quintana recuerda bien lo frágil que era todo. «Yo nací en el 74 y en el 84 mi padre y dos vecinos intentaron recuperar el taller de mi bisabuelo, pero no pudieron porque no había potencia eléctrica. Si arrancaban una herramienta, se caía la luz. Veníamos de una situación muy complicada. Quedaba poca gente, muy mayor, no había relevo generacional, ahora la cuchillería y el turismo se retroalimentan: si hay turistas, nos va bien; si no, no. O tiras del carro o se acaba. Aquí la agricultura o la ganadería no eran suficientes».

Recuerda este cuchillero una anécdota que recoge muy bien de ese nacimiento turístico: “Pilar Quintana abrió la primera casa de aldea y quiso anunciarla con un folleto. Pero no tenía teléfono. Los clientes llamaban al bar del pueblo; allí apuntaban los avisos, y Pilar iba cada día al bar a recogerlos y devolver llamadas. Era eso… o marcharse”, relata, convencido de que esa red que se forma en el pueblo es una entorno ideal para vivir y para ver crecer a sus hijos. La apuesta por quedarse fue valiente y tuvo su recompensa.

Salvarse reinventádose

Taramundi se salvó reinventándose. Y hoy, gracias al empeño de vecinos como Juan Carlos y Ana María Pulido y a visitantes como Melina y Carmen, el pueblo que un día estuvo al borde del silencio tiene un futuro que viaja fuerte y regio sobre el filo de sus navajas.

La rectoral, que estaba en las ruinas, abrió el camino de la esperanza sobre un idea que parecia de locos y se hizo realidad: el turismo rural. Hace el análisis el director general de reto demográfico del Principado de Asturias Marcos Niño, natural de Santalla, a pocos kilómetros de Taramundi. “¿Qué sería del territorio rural sin el proyecto de Taramundi? Nada. Fue el espejo en el que nos miramos el resto, la gran innovación de los años 90 en el mundo rural”. Larga vida a Taramundi.