Eduardo Martínez de Pisón: “La nieve artificial no funciona, muchas estaciones invernales se han vuelto inviables”
El “profe”, como le llaman coloquialmente muchos grandes alpinistas, conoce a fondo casi todas las cordilleras del mundo. Las ha recorrido de abajo a arriba, atravesando sus canchales, neveros y hielos perpetuos, ha subido numerosas pendientes para contemplar el reino de las cumbres, ha escalado paredes, ha estudiado su formación y geología, las ha entendido desde el ámbito de la cultura, las ha descrito, las ha dibujado… y desde hace muchas décadas las ha defendido de las múltiples agresiones externas que año tras año vienen acosando a estos gigantes frágiles.
A Eduardo Martínez de Pisón (Valladolid,1937) le gusta definirse como un geógrafo andante. Es Premio Nacional de Medio Ambiente, catedrático emérito de Geografía Física de la Universidad Autónoma de Madrid, ha sido miembro de comités y patronatos en las Reservas de la Biosfera de la Unesco, en temas glaciares o en la investigación de la Antártida. Pero, sobre todo, es un sabio de las montañas. De la misma manera que la Institución Libre de Enseñanza propiciaba que los más jóvenes se instruyeran en pleno medio natural, nos reunimos con él al aire libre, en mitad de la montaña, en la Sierra de Guadarrama.
Son las 9 de la mañana y subimos hacia el Puerto de Navacerrada. Lejos va quedando la gran ciudad. El día se preveía soleado, pero se nubla y las cumbres encapotan. Atravesamos las dehesas de Villalba con sus recias encinas y sus rocas de granito, y poco a poco vamos ganando altura hasta alcanzar la cota de los 1.300 metros, cambiando de bosques en un viaje que asciende por esos encinares basales, luego por el piso vegetal de melojos o robles tojos –donde está Cercedilla, nombre que viene de Quercus, en latín, roble–, por repoblaciones de pinos laricios y, más arriba, al mismo pie de altos pinos silvestres. Atrás, en la zona del Ventorrillo, hemos vislumbrado en un saliente de la ladera una caseta blanca.
Eduardo comenta que esa era la casa donde Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, acudía con sus alumnos a principios del siglo XX: “Ahí es donde se hizo nacer el amor al Guadarrama, ofreciendo una versión de la sierra que ya no era solamente la de un obstáculo, un recurso cinegético, de madera, de piedra o de salud incluso… sino que además tenía una belleza y una naturaleza prodigiosas, desde los insectos a las aves, pasando por toda la fauna. Y fue esta corriente educativa la que vino acompañada por diversos naturalistas que también dieron esa imagen. Así, hasta la Guerra Civil, aquel fue un periodo creciente de florecimiento en ese modo de entender las cosas naturales. Se educaba a los niños no solo para hacerlos personas, sino buenas personas a través del contacto con la tierra, que es capaz de crear los mejores sentimientos del hombre y de provocar las mejores reacciones con el esfuerzo, el sudor e incluso con el peligro. Ahí cerca se les educaba en valores”.
Para Martínez de Pisón, la Sierra de Guadarrama se convirtió entonces en el eje de una mentalidad, en un ejemplo: era la sierra de la inteligencia, de la cordialidad, del talento… Y por eso hace ya muchos años que se pensó en la idea de protegerla o de que había que protegerla, como podría ser la de un Parque Nacional, la cual solo se materializó en 2013. “La idea inicial no era proteger un ojo, o un dedo, sino la totalidad de la sierra, el cuerpo entero. Se ha tardado cerca de un siglo, cien años de espera debido a la insensibilidad general de la sociedad española, pero también pienso que sin embargo eso indica que en todo este tiempo ha habido una minoría que sí ha mantenido un tesón, transmitido de generación en generación, como si fuera una especie de antorcha que reclamaba que el Guadarrama fuera protegido y conservado con la máxima distinción”.
Subimos al Puerto de Navacerrada, elevado a 1.858 metros. A un lado quedan las Guarramillas, a lo lejos entre la niebla se ve el pico Peñalara y desde aquí ya vislumbramos el pinar de Valsaín. En este paso divisorio tomamos el arranque del Camino Eduardo Schmidt, dedicado a un alpinista de origen austriaco que estuvo afincado en la zona, quien trazó este camino por la umbría de los Siete Picos hacia la Fuenfría. Se oyen muchos pájaros, es un sendero muy agradable que se dirige hacia el collado Ventoso.
Sale el asunto del deterioro y la necesidad de protección que tienen muchas montañas. Eduardo Martínez de Pisón entiende que estos ecosistemas son únicos y muy delicados. “Las montañas han sido casi siempre un recurso que ha pasado en las últimas décadas de tener un criterio de explotación a adquirir, por el contrario, uno de protección de todas esas reservas naturales, al estar en lugares apartados, fríos y difíciles. En medio de ello ha habido como una derivación del mundo del deporte que son las pistas de patinaje para el esquí que ha ido introduciendo en estos paisajes salvajes el ocio industrializado, con sus equipamientos y su ferralla de remontes, torres y otros servicios que los acompañan, lo que desfigura o perturba lo que es la naturaleza de esos lugares que realmente es espléndida”.
Eduardo ha estudiado los glaciares del mundo durante toda su vida, y ha constatado la pérdida generalizada de nieve y hielo, tanto en la Antártida y el Himalaya como en los Pirineos. “Es una realidad evidente. En las montañas estamos viviendo un proceso de aumento de la temperatura sensible junto con una pérdida de innivación manifiesta que incluso puede verla la experiencia cotidiana. La nieve artificial tampoco funciona, no cuaja. Muchas estaciones invernales se han vuelto inviables, ya que incluso en los Alpes las pistas de esquí situadas en cotas bajas han tenido que subir… y eso es un riesgo grave porque entonces irrumpen en la alta montaña”.
Pero no todas las montañas son iguales. “El problema es que aquí y allí, en San Glorio o en los Pirineos siguen obcecados en un modelo económico trasnochado. Y hace años el maná caía del cielo sin producir nada, simplemente esperando a que lloviera. Eso es algo que esperan que vuelva y que desean reactivar constantemente. Pero hay un problema de negocio, de carácter especulativo y urbanístico, frente a una cuestión de carácter cultural o de civilización que es la de devolver a las montañas esa monumentalidad que debería ser respetada”.
Eduardo recuerda que la empresa Aramón, propietaria de las estaciones de esquí de Aragón, está en un momento de pérdidas millonarias: “¿Por qué se mete ahora en estos movimientos en el valle de Castanesa? Porque la especulación lleva a la especulación. Se crean así nuevos movimientos para reactivar lo que realmente estaba dormido y que se debería de parar”. Con la mirada perdida en las en las cumbres circundantes dice: “La montaña ha sido el pastel que se ha comido esa especulación voraz que anteriormente fue la que se comió las costas españolas”.
Bajo la lluvia, las copas arbóreas del Camino Schmidt se ven amenizadas por el canto de pájaros como los carboneros garrapinos y los trepadores azules. Los troncos asalmonados de estos formidables pinos silvestres nos acompañan en un apacible recorrido que paso a paso se va adentrando en el corazón de lo que se ha considerado un bosque maduro o viejo, con una alta naturalidad. Eduardo se detiene y comenta lo bien que se siente uno en este pinar de sabiduría elegante: “Te das cuenta de que estás entrando dentro del bosque y él te acoge. Estos árboles han crecido entre las peñas, entre los derrumbaderos de los Siete Picos. Sus enormes raíces han asentado la ladera, la han cosido. Y el sendero que transcurre por él, se va adaptando. Es un tránsito. No supone una herida. Y ello te permite estar en el lugar de ellos, los pinos y sus habitantes”.
Protegido con un gorro y un chubasquero azul, el sabio profesor de geografía avanza en silencio y añade: “Sea como sea, la naturaleza siempre nos sosiega, produce un bienestar que falta ya en muchos sitios. Incluso en la sierra ese sosiego se pierde cuando entran deportes como el de las bicis eléctricas u otras modalidades que ven en estas masas forestales, praderas y laderas un velódromo o un campo de carreras por donde correr. Eso no es lo correcto. Hay que ponerse al compás de la naturaleza, ser una parte de ella, sentirte compañero de esos pinos y estas piedras”.
La visión con nieve de los Siete Picos nos trae el recuerdo de las más elevadas montañas del mundo que Eduardo Martínez de Pisón ha recorrido y ha estudiado como investigador y profesor universitario: el Himalaya, el Karakorum, las Rocosas, los Andes, y las alturas de prácticamente toda Europa, incluyendo en ellas las de aquí.
Asegura que en estas últimas está su corazón: “Mis cordilleras preferidas son el Pirineo, el Guadarrama, Gredos, el Teide... Son mis cariños mayores. Pero el mundo es muy amplio y tiene cariños sublimes”. Hablamos entonces del K2, del Cervino y de otras catedrales de la Tierra, por las que el amante de las montañas siente como una especie de adicción. Cuando se le pregunta cuál ha sido la visión de la montaña que más le ha cautivado, el profesor se toca la barba blanca y responde que sin duda es el Everest: “Me impresionó muchísimo por ser la más alta. Aunque quizá no en belleza, porque es muy maciza y es hosca al ser vista desde el Tíbet. Pero me pareció un enorme pájaro con las alas desplegadas y congeladas, un pájaro de piedra ingente, de casi 9.000 metros, un enorme buitre. Sin embargo, desde el Nepal es completamente diferente, semeja una pirámide. He estado allí varias veces a un lado y a otro, y he pasado meses a sus pies cartografiando la morfología glaciar”.
Pero acto seguido confiesa que quizá uno de los sitios que más le han impactado en sus 84 años de vida, y refiriéndonos al mundo helado, ha sido un paisaje llano: “Me refiero al Polo Norte. Me impactó de una manera extraordinaria. Para un geógrafo allí es donde se cortan todos los meridianos. Lo imaginé como un templo del mundo. Hay que decir que estuve en un día bueno, claro, y que solo hacía una temperatura de veintitantos bajo cero”.
Han pasado muchos años, pero también recuerda a la perfección que la primera gran montaña que vio en su vida fue la Peña Trevinca, en la zona del lago de Sanabria. “Fuimos con mi padre, que nos llevó de excursión. Tendría yo unos cinco años. Pero me acuerdo de que aquello me pareció un mundo distinto, con bosques enormes y con la montaña de color gris por el granito y las rocas de gneiss. Poco después vendrían las queridas montañas aragonesas, el Moncayo y el Pirineo, cuyo reconocimiento me deslumbró por completo. Yo solo había visto algo parecido en las películas, ya que provengo de Valladolid, la única provincia de España en la que no hay ni una sola montaña”.
La mañana avanza. Nos cruzamos con varios excursionistas. En un claro del bosque distinguimos las crestas y las lomas que continúan hacia los relieves de la Mujer Muerta o el collado Ventoso donde los vientos de los Montes Carpetanos adquieren velocidad canalizados por el efecto Venturi. Mientras nos orientamos, vamos hablando de la Cruz de la Gallega, de los Pinares de Valsaín, de las piedras caídas desde las “tolmeras”… de horizontes, parajes y diversos elementos paisajísticos que nos abren la oportunidad de tratar de definir qué se entiende realmente por un paisaje: “Para un geógrafo, que es lo que yo soy, es la configuración que toman los hechos geográficos, más la cultura, más su imagen. Digamos que es cómo ve uno configurada una porción de la Tierra, ya sea humanizada o espontánea. Pero, como todo en la vida, siempre hay categorías. Hay armonías y desarmonías, hay paisajes que pueden ser mejores, magníficos, o que bien pueden ser peores, atroces. Pero todos son. Y esa configuración se puede convertir en mapa, puedes escribir sobre ella, fotografiarla, dibujarla o compartirla. Sin embargo, el paisaje no será realmente completo si no se tiene la imagen, es decir, si uno no tiene la figuración del mismo. Me refiero a esa figura que se crea y que nos transmiten los elementos culturales que lo diferencian de lo que sería un simple territorio. El paisaje está lleno de signos de carácter sentimental: ahí enterraron a mi padre, allí me casé. Mientras que el territorio no es más que un solar productivo o, en todo caso, el dominio que ocupa una especie animal”.
El significado extra del paisaje le resulta muy importante, ya sea a través de los usos y los ojos. Eduardo trata de poner en valor el hecho de que la cultura y la civilización que arrastra el hombre son capaces de darle un contenido mayor, completo, a esos elementos físicos o antrópicos del paisaje: “Entonces nos dejamos llevar por la belleza de los colores, del cromatismo. Cuanto más conocemos, más nos arrastran es esa dirección, con el olfato y el oído… El olor del piorno, el sonido de las aves… todo ello va creando unas sensaciones que se elaboran espiritual e intelectualmente”. Pero a veces, además, hay toda una cultura asociada: “Estos paisajes de aquí han sido pintados y escritos por magníficos filósofos, poetas, artistas y hasta por los naturalistas que te iluminan de una forma nueva, diferenciando plantas y rocas. Y a partir de ahí todavía crece más ese conocimiento que crea cultura. Porque si Velázquez o Berruete han pintado el Guadarrama, eso a la sierra le crea un movimiento de retorno que da lugar a una calidad superior”.
Paso a paso por nuestra senda comentamos que hoy nuestra sociedad va muy deprisa: “Yo, que tengo una vida breve, he visto desaparecer paisajes más efímeros que yo. Han durado menos que yo. Llevaban ahí milenios, incluso. Pero a veces tengo la sensación de que no quiero volver a ciertos sitios por no ver cómo me los voy a encontrar. Tal es la rapidez y la fugacidad de las transformaciones, y la dureza con que se está ejerciendo sin el más mínimo criterio de patrimonio, de manera drástica, agudizado en el momento actual”.
¿Al que destruye se le premia y al que conserva –que no puede sacar un bien productivo– se le prohíbe y castiga? “No todo ha de ser productivo. En ese imperio de lo económico existen otros espacios, como podría ser el Parque del Retiro de Madrid. A nadie se le pasa por la cabeza pensar qué magnífico aparcamiento se podría hacer en el solar donde está ese parque o el Museo del Prado”.
Parece que ha parado de llover. Escuchamos el mirlo. Y ya de regreso nos cruzamos con otros senderistas. Se respira un aire sano y fresco. Reaparecen las nieves que han caído esta misma noche. La niebla es un vapor que envuelve el perfil del Montón de Trigo, y unas nubes bajas rozan lo terrenal embelleciendo aún más el cuadro de estas montañas. Nubes que magnifican ese marco natural que siempre le ha interesado tanto a nuestro protagonista, hasta el punto de que hace no muchos años escribió un libro casi enciclopédico titulado La montaña y el arte.
“España tuvo la Generación del 98, que escribió páginas gloriosas sobre nuestras montañas. Por ejemplo, Azorín con las sierras de Levante, Antonio Machado con sus poemas ambientados en los Picos de Urbión y el Guadarrama, o Miguel de Unamuno que dedicó poesías y prosa a las cumbres de Gredos. Letras llenas de fuerza, de rigor, con una profundidad y una emotividad que se transmite. Todos ellos nos han educado”. Eduardo se para y recordando al poeta Enrique de Mesa recita de memoria unos versos que le gusta compartir: “Corazón, vete a la sierra y acompasa tu sentir con el tranquilo latir del corazón de la tierra”. Y pregunta sonriendo: “Eso mismo es lo que estamos haciendo ahora mismo, ¿no?”.
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