Mario Kempes se comportó como un caballero en el Heliodoro
El 8 de febrero de 1978 el mejor futbolista mundial del momento visitó el Heliodoro. Era Mario Alberto Kempes (Argentina, 1954), delantero del Valencia que venía de ganar su primer trofeo pichichi de máximo goleador en Primera División y que ya iba camino del segundo al sumar 16 tantos en las 20 primeras jornadas ligueras, unas cifras asombrosas para la época, antes de la irrupción de Messi y Cristiano en la liga española. Era un jugador imponente, que meses después, en el Monumental de Buenos Aires, haría enloquecer a Argentina con la conquista de su primer Campeonato del Mundo. Y Kempes también era el único argumento que explicaba una entrada próxima al lleno absoluto esa noche en el Rodríguez López en partido de vuelta de los octavos de final de la Copa del Rey.
Incertidumbre había poca después de que el Tenerife, que militaba en Segunda División, hubiera caído (3-0) en la ida disputada en Mestalla. Y la ilusión tampoco era excesiva, pues el grupo que dirigía Manolo Sanchís, y que se encaminaba hacia el descenso de categoría, había sido humillado (0-4) cuatro días antes en partido de Liga por el Deportivo de La Coruña. Los elegidos para intentar una remontada imposible fueron: Bertinat; Movilla, Aparicio, Julio Durán, Meneses; Medina (Salvador, 80’), Pepito, Melián, Román; Lolín (Illán, 57’) y Toño. Y aunque fueron recibidos con una sonora bronca, pronto se ganaron el aplauso del aficionado por su derroche. Tanto, que la ira del Heliodoro cambio de destinatario y se centró en un Valencia que se limitó a contemporizar.
Así que el partido transcurría entre interrupciones, faltas tácticas y pérdidas de tiempo, mientras el Valencia se limitaba a defender la renta obtenida en la ida y mantener el 0-0 que registró el marcador al acabar el choque. En las vísperas, el anuncio de Marcel Domingo, el técnico ché, de que Mario Kempes iba a ser titular “como gentileza del jugador hacia la afición del Tenerife” –en el que, como se verá, no fue el único gesto de deferencia de Kempes hacia los seguidores blanquiazules– provocó una aglomeración en las taquillas. Y una vez gastado el dinero, el público pedía algo más. El malestar dejó paso al enfado. Y el enfado, a la bronca. Y la bronca, al lanzamiento de objetos, una costumbre muy arraigada en la Isla: cuatro días antes, el árbitro y un juez de línea habían recibido sendos impactos.
Mal asunto lanzar objetos cuando el Heliodoro ya estaba advertido de cierre. Esta vez el agredido fue Mario Kempes. Cuando se disponía a lanzar un córner junto a la grada de San Sebastián, sobre la portería de Herradura, una botella de cristal le impactó en un brazo. Mientras alguno de sus compañeros llamaba la atención de Soriano Aladrén, el árbitro, el diez argentino apartó la botella con disimulo, le indicó al juez de línea que mirara para otro lado y ejecutó el saque de esquina. Y seguramente evitó que clausuraran el Heliodoro. Futbolistas como Kempes no son grandes sólo por lo (mucho) que hicieron con el balón. Gracias, Matador.
(*) Capítulo del libro ‘El CD Tenerife en 366 historias. Relatos de un siglo’, del que son autores los periodistas Juan Galarza y Luis Padilla, publicado por AyB Editorial.
0