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Artur Mas: el nacionalismo como coartada
No era ese el relato de los padres del nacionalismo catalán, como el federalista Almirall o el ultraconservador Torras y Bages, que a finales del siglo XIX identificaban como patria a Cataluña y como nación a España. Ni las afirmaciones lapidarias con que Artur Mas (…“Cataluña ha amado la libertad”, “ha resistido tenazmente las dictaduras”, “ha fomentado la economía racional y productiva”, “se ha alzado contra las injusticias de todo tipo”…) remacha casi todos los párrafos de su discurso, se tienen en pie frente a los datos de la Historia.
La imagen de una Castilla imperial es una caricatura simplificadora que confunde el acontecer histórico. La monarquía de los Habsburgo se inició con el aplastamiento de las libertades y de la “constitución” castellanas, reivindicadas por los comuneros en su propuesta de Ley Perpetua.
La represión de Carlos V tras la batalla de Villalar (1521) y la instauración prematura del absolutismo real en el reino de Castilla contrastan con la actitud de Felipe IV tras la revuelta catalana de 1640 y la alianza de sus dirigentes con el Rey de Francia. En 1652, Cataluña, después de probar una década del ricino absolutista francés, se reintegra a la Monarquía española conservando sus instituciones y sus libertades, especialmente las fiscales.
Dicen los historiadores que era tan precaria la economía catalana de entonces, que a la Corona no le merecía la pena derogar sus libertades fiscales. Ni siquiera en una época en la que la Monarquía estaba ahogada, las remesas de metales preciosos de las Américas en riesgo y Castilla extenuada tras siglo y medio de absolutismo. Porque Castilla fue a la par protagonista y víctima de la política de los Austrias que hipotecaron su desarrollo, esquilmaron su economía y causaron grandes estragos a su población.
En realidad, lo que hermana de verdad a estas Revueltas es que fueron derrotadas por la Monarquía con el apoyo de las clases nobiliarias castellana y catalana, que compartían con la Corona española la defensa del orden social en que se sustentaban sus privilegios.
El declive de la influencia catalana en el Mediterráneo durante la Edad Moderna, de “su comercio floreciente, su poderío naval, su astuta diplomacia” (según la versión de los padres del nacionalismo catalán contemporáneo, recogida por Santos Juliá, Historia de las dos Españas), es imposible no asociarlo, a pesar del relato de Mas, a la inseguridad reinante en el Mare Nostrum por la amenaza y el poder del Sultán. Ya había ocurrido en los siglos VII y VIII, como fruto de la primera expansión musulmana, a todas las economías ribereñas a las que ese Mar servía de aparato circulatorio. J. Elliot (España y su mundo, 1500-1700) y J. Lynch (Los Austrias 1516-1700) dan buena cuenta de ello, del mismo modo que H. Pirenne (Mahomet et Charlemagne) hizo lo propio en sus estudios sobre los orígenes de la Edad Media.
El nacionalismo puede consistir políticamente en el compromiso supremo de defender los derechos o los intereses de una comunidad territorial. Y ese compromiso puede llevar a reivindicar la soberanía de una comunidad a la que considera Nación, la creación de un Estado propio y hasta la independencia de ese Estado, identificando independencia y soberanía. Lo cual, en los tiempos que corren, es mucho identificar.
El nacionalismo conservador suele tener la querencia, para afianzar los sentimientos patrióticos, de inventar un relato heroico a través del que se va desplegando la personalidad de la Nación.
Pero ese nacionalismo, aunque lo intenta perseverantemente, no puede pretender decidir nuestros sentimientos de pertenencia (que a cada uno nos corresponde administrar individualmente), ni hacernos compartir casi obligatoriamente un relato sustentado en ficciones, la primera de las cuales es la personificación de la propia Nación como ser espiritual que se fragua y permanece a través de las generaciones, cuya voluntad interpretan en exclusiva los propios nacionalistas, en funciones de casta sacerdotal.
Cuando a principios del siglo XVII la Diputació catalana estaba sumida en la corrupción, ¿era corrupta la oligarquía catalana o la Nación catalana?
Cuando, en 1640, els segadors y la plebe urbana irrumpen violentamente en Barcelona exasperados por las injusticias sociales y por los privilegios de las clases altas ¿de qué lado estaba la patria catalana, la que según Mas “se ha alzado siempre contra las injusticias de todo tipo”?
Cuando en el fragor de las revueltas sociales de mediados del XVII, que afectaron a todas las monarquías europeas, las clases dirigentes catalanas, que se habían alzado frente al fortalecimiento de la Monarquía española y en defensa de “las libertades catalanas” deponen su lucha y pactan con la Monarquía española para mantener el orden social y sus privilegios ¿quién representaba a Cataluña, la oligarquía o la plebe urbana y rural?
Cuando, en 1885, al presentar a Alfonso XII el Memorial de Agravios las personalidades y entidades catalanas, entre ellas la patronal Fomento Nacional del Treball, exigen -y consiguen- convertir al resto de los territorios de la España peninsular en un mercado protegido para sus producciones y su comercio, frente al Tratado con Francia y al modus vivendi con Inglaterra, que abrían el mercado español a mercancías y bienes de equipo más competitivos de la industria de esos países, ¿dónde estaba la “falta de reciprocidad” española de la que nos habla Mas?
Cuando algunos sectores de las élites empresariales catalanas patrocinan el golpe de estado primorriverista (1923), para reprimir al combativo movimiento obrero de Cataluña, ¿quién encarnaba a Cataluña, los trabajadores catalanes o los sectores pro-golpistas?
En realidad, en todos esos episodios se desnuda la ficción: la de que, además de sentimientos y tradiciones compartidas, además del sentimiento de pertenencia, el nacionalismo como ideología ha sido utilizado en muchos sitios por los sectores conservadores para negar el pluralismo social y político, para tapar privilegios y desigualdades.
Y, en la España de las Autonomías, los sentimientos nacionalistas han sido instrumentados como coartada de la permanente huida hacia adelante de ciertas élites gobernantes periféricas -en trance de convertirse en dinastías- que no asumen la menor responsabilidad ante los ciudadanos de su largo usufructo del poder autonómico, que ejercen en nombre de la Nación, ni de la corrupción, ni del deterioro de la democracia.
A muchos canarios ninguno de los nacionalistas conservadores puede darnos lecciones de compromiso con nuestra tierra, con sus derechos, con el legado de nuestros antepasados y nuestras tradiciones, ni poner en duda nuestros más delicados y filiales sentimientos de pertenencia hacia estas Islas atlánticas.
Pero no van a enturbiar nuestras entendederas, ni vendernos quincallería ideológica como si fuera mercancía de ley. Porque mantener la lucidez intelectual es nuestro primer deber con los canarios. Porque Canarias no es ningún mito, ni ninguna entelequia: Canarias son las canarias y los canarios de todas las generaciones, con sus necesidades, sus ilusiones y sus derechos. Y su defensa, y la de la naturaleza canaria (que es, a la vez una defensa palpable del legado de nuestros antepasados y una apuesta por el futuro de esta tierra), la tenemos como obligación prioritaria muchos canarios que no somos nacionalistas.
Y es la defensa real de esos derechos y de esa tierra, el espacio idóneo para llegar a acuerdos entre los canarios progresistas, nacionalistas o no.
Algunos los suscribiremos desde nuestros valores democráticos y progresistas. Otros, desde un nacionalismo comprometido con los derechos de la mayoría de los canarios. Difícilmente podrán hacerlo, ni aquí ni en Cataluña, quienes usan el nacionalismo como coartada.
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