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Crónica de unas muertes evitables

Rafael Inglott Domínguez

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Cuando aún queda gente que se aferra al relato de víctimas y verdugos, héroes y villanos, competentes e incompetentes, procede más que nunca ordenar el territorio de la crítica. Eso significa estudiar con mucha calma y objetividad los viejos polvos que trajeron estos lodos. Si no lo hacemos así, jamás aprenderemos nada de nada. Y eludiremos, además, la sabia recomendación de Ortega: recular lo suficiente hacia el pasado, para coger carrerilla y proyectarnos hacia el futuro.

Sería ridículo negar que a nuestros gobernantes les ha venido grande la pandemia. Las cifras están ahí y conviene tenerlas en cuenta, por muchas dudas que nos ofrezca su fiabilidad. Cierto que la tasa española de letalidad no está siendo más alta que la de Francia, Holanda, Bélgica, Suecia o Reino Unido, pero sí lo son -y mucho- las de incidencia, contagio de sanitarios y mortalidad global. Eso solo ya rebasa el umbral de dolor de las familias, del país entero, e indica que la COVID-19 se nos fue de las manos. Más allá de los factores reiteradamente invocados (la inexperiencia del gobierno, las directrices tornadizas de la OMS…) lo que ha quedado más al desnudo son las grietas de un sistema de salud con fortalezas y debilidades. Un sistema muy bien armado y resolutivo para tratar a pacientes agudos, pero no tan bueno para proteger eficazmente a los crónicos y salvaguardar por igual la salud de todos.

Por eso, cuando analicemos retrospectivamente la extensión y los efectos de la pandemia en nuestro país, llegaremos por fin -de forma tan tardía como inevitable- a admitir dos evidencias. Una: la insuficiencia de nuestro entramado estatal de salud pública. Otra: la estanqueidad de los servicios de atención a la salud, en lo que atañe a sus distintos ámbitos internos y en su relación con otras estructuras de protección social. Analizaré una y otra evidencia por separado.

El grado de complejidad alcanzado por las necesidades de salubridad de un país como el nuestro, en un contexto universal de interdependencia, desequilibrio y sostenibilidad amenazada, demanda una ambiciosa planificación interdisciplinar donde concurran no solo la microbiología o la epidemiología, sino también la economía, la bioestadística, la ingeniería de sistemas, la demografía, la urbanística, la sociología… Por desgracia, nuestra evolución institucional no se compadece del todo con ese tipo de exigencias.

La descentralización de las políticas sanitarias, por la vía de un traspaso casi exhaustivo a las comunidades autónomas, ha tenido un contrapunto sombrío en el vaciamiento y la atonía del ministerio de Sanidad, muy banalizado en su sometimiento a las carteras “grandullonas” que cortan el bacalao. El corolario no puede haber sido más dramático, por la ineficacia de esa estructura en la protección integral de la salud colectiva. La escasa relevancia de la salud pública en el conjunto del Estado -agravada en su día por la pasividad de la ministra de turno ante los recortes- ha sido materia de consternación para muchos expertos. Y se ha vuelto ahora flagrante, por la ausencia de reservas estratégicas y protocolos preestablecidos de control frente a esta pandemia.

De entre los trece titulares del ministerio de Sanidad desde 2001 (año en que culminaron las transferencias sanitarias), solo Bernat Soria llegó al cargo con cierto rodaje en gestión sanitaria. En más de un caso, la propia designación del titular ya revelaba la degradación funcional del ministerio y su papel residual: un escaque de tránsito en el tablero de la política con minúsculas. Pero no caigamos en falsas disyuntivas. Reclamar perfiles tecnocráticos como alternativa sería otro gran error. Y obviaría además el verdadero núcleo de la cuestión: ¿qué hubiera podido hacer frente al virus cualquier ministro o ministra, con la ridícula dotación presupuestaria que se ha venido asignando a la salud pública? Para los desmemoriados, Antonio Morales ha recordado la cifra estos días: el 1% de un gasto sanitario simplemente exiguo, torpemente recortado e inferior a la media europea.

Toda esa preterición ha de ser superada, aunque sea demasiado tarde como de costumbre. Y solo existe una vía: financiar de forma estable, consistente y racional la salud pública, extremando la austeridad en capítulos menos prioritarios del gasto público.

Hasta aquí el primer envite. El segundo viene siendo planteado desde hace tiempo por una mayoría de expertos internacionales. Uno de ellos, Rafael Bengoa, lo resume con ejemplar pulcritud en su artículo Una oportunidad para mejorar el sistema de salud (El País, 22 de abril pasado).

El coronavirus, en mayor medida que otros agentes patógenos, está matando a personas con una o varias enfermedades crónicas. La mortalidad de ese sector (mayoritaria, como es de suponer) se incrementa con la COVID-19 en proporción inversa al grado de idoneidad, inmediatez y articulación de las respuestas institucionales. Pero a ese tercio de la población, nos dice Bengoa, le ofrecemos “un modelo pasivo y fragmentado que no es compatible con la continuidad de cuidados que necesitan.” El gran fallo del modelo vigente es el divorcio entre el sector de la atención a la salud y el de los servicios sociales. “Esos dos sectores”, añade el experto, “no deben seguir siendo planificados separadamente. Cuando lo hacemos, perdemos de vista a los más vulnerables”.

Imposible resumir con más acierto el drama de los hombres y mujeres fallecidos en residencias. Los hemos perdido de vista, para su desgracia y la de sus familias, en el más literal de los sentidos. Murieron en la peor de las soledades, ignorados por sectores institucionales cuya principal inepcia era y es, precisamente, la de ignorarse entre sí. Hay por supuesto excepciones, como en todo. Pero cientos de miles de personas del mismo perfil -con factores diversos y a veces complejos de cronicidad- son atendidas en España con idéntico patrón: por parcelas, con su salud repartida entre operarios de distinta procedencia que ni siquiera intercambian información sobre sus necesidades, sin el menor protocolo de atención compartida, sin encuentros regulares de evaluación conjunta, sin atisbos de estrategias preventivas o proactivas, a la espera de episodios agudos para salvar la barrera intersectorial con abruptos traslados que colapsan las urgencias. Eso cuando no se llega demasiado tarde, como por desgracia ha pasado en Madrid, Barcelona, Segovia o Tomelloso. Como podría haber pasado en nuestras propias residencias, solo con haber ascendido el índice de reproducción viral.

Toda esa pesadilla podría evitarse, si fuéramos capaces de relacionar nuestros errores de ayer con nuestras muertes de hoy. Si supiéramos decir en serio nunca más.

Pero habría que empezar por arriba. Puesto que la integración socio-sanitaria ha de ser un objetivo prioritario, toda la estructura de gobierno debería adaptarse rigurosamente a esa exigencia. El juego de repartir competencias indisociables como si fueran boletos, atendiendo a criterios de intercambio partidista, nunca debió producirse. Pero todavía es tiempo. Corren vientos de unificación y procede aprovecharlos. Un modelo de atención integrada a la salud (que incorpore de forma ordenada los recursos sociales en la atención a la cronicidad para prevenir las agudizaciones y optimizar su atención) exige una estructura de gobierno facilitadora de esa política. Eso quiere decir un equipo fuerte, sin fisuras ni desmarques de ninguna clase, con las máximas capacidades para desarrollarlo.

Ojalá supiéramos qué nuevos tipos de amenaza se ciernen sobre la salud colectiva. Ojalá nuestros hijos o nietos lleguen a poder saberlo. Sea como fuere, podremos evitar muchas muertes si aceptamos y encaramos estos dos envites: el de la salud pública y el de la integración socio-sanitaria. Algunos de nosotros (por la convicción que otorgan las municiones gastadas en alguno de los dos frentes) mantenemos intacto el optimismo. La ventana de oportunidad está abierta, nos recuerda Bengoa, aunque no por mucho tiempo.

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