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El ajedrez diabólico de Zarrías

Santiago Pérez

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Le debe haber cogido gusto al adjetivo: el año pasado hablaba de espiral diabólica (5-6-12), ahora de ajedrez diabólico. Todo referido a Canarias. De tanto usarlo, acabará sustantivando el adjetivo. Así que, los términos Canarias y diabólica serán intercambiables para la mentalidad zarriana.

Pero no hay nada de eso. Lo que puede pasarle a quien, sin conocer Canarias, sin tener la menor sensibilidad para las personas que aquí han defendido las mismas ideas que Zarrías dice defender y con la sesgada perspectiva que le proporcionan sus lacayos de turno -y la inveterada manía de considerar la política canaria como una mera pieza de un ajedrez, ese sí, que algunos se creen investidos para interpretar: el de la política española y el de la lucha por el poder entre los dos grandes partidos- es lo que Jonh Elliot (Los imperios del mundo atlántico, pág. 392) pensaba de la sociedad criolla de la América española: “Nada era nunca exactamente como parecía”.

Lo único que aquí parece una cosa y, a poco que lo observes sin anteojeras, es otra tiene que ver con lo que los partidos dicen ser y los intereses a los que representan realmente.

En una sociedad democrática, los diferentes sectores de las sociedad -¿me dejan llamarlos clases sociales?-, con sus valores, sus intereses, su forma en definitiva de entender cómo es la sociedad y hacia dónde debe dirigirse, buscan cauce de representación en los partidos políticos para influir en las instituciones, para conseguir lo que un eximio jurista del siglo XX expresaba así : que sus aspiraciones e intereses se conviertan en leyes y marquen la actuación de los poderes públicos.

Pero no es difícil comprobar a lo largo del tiempo que, por circunstancias políticas de los tiempos de la Transición y por el desmoronamiento prematuro de UCD, los sectores de la sociedad canaria a quienes el partido de Suárez representaba tomaron caminos distintos en uno y otro ámbito del Archipiélago, al menos en las dos islas capitalinas: en Gran Canaria, AP y luego PP. En Tenerife, ATI y lo que ha venido después.

Pero han gobernado habitualmente juntos, han tratado de repartirse territorialmente el Archipiélago y el espacio electoral. En Tenerife, AP pasó de tener 6 consejeros en el Cabildo (1983) a tener tan solo 1 (1987). Y ATI, de 7 a 13. Y, en las elecciones generales, gran parte del electorado de ATI-CC en Tenerife vota PP en las elecciones generales, desde que al PP se le abrieron posibilidades reales de llegar al Gobierno, a mediados de los noventa.

La distorsión ha empezado a producirse en Tenerife y La Palma, cuando el PP ha presentado en serio sus credenciales en las elecciones locales y autonómicas de 2011. A partir de ese momento, se encendieron todas las luces rojas en la dirigencia de CC, en la más influyente, justo la de esas dos islas.

Pero que las apariencias no nos engañen: se trata exclusivamente de una lucha entre partidos por el poder. No tiene más trascendencia que esa, ya los sectores de la sociedad cuya representación se disputan aflorarán indistintamente a través de una u otra sigla.

Coalición Canaria le ha tomado la medida a los directivos de los partidos de ámbito estatal desde hace tiempo. Ha entendido muy bien que, para ellos, Canarias es casi una mera pieza de un tablero donde ellos juegan la gran partida. Y ha aprendido magistralmente a aprovecharse de lo que critican en su salmodia habitual: que los dirigentes canarios de los partidos “estatalistas” son una mera “sucursal” inhabilitada para la defensa de los canarios. Lo han hecho con el PP y lo hacen ahora con el PSOE. Hacen negocio político a dos carrillos, conservando cuotas de poder en el Archipiélago aunque pierdan elecciones y demostrando a los canarios que es verdad su gran slogan: ¡lo ven, son meros mandados de Madrid!

Por mi parte, siempre pensé que el PSOE, de vieja cultural federal, consagrada en sus Estatutos como “integración de las colectividades que la componen y basada en la autonomía de sus órganos dentro de las competencias que estatutariamente les corresponden” (art. 3-4º), era la organización que más se adaptaba a la realidad de un país, España, con gran pluralidad territorial y con un sistema constitucional, el Estado autonómico, sustentado en los principios de unidad, diversidad territorial y solidaridad.

Esa concepción federal, de España y del PSOE, exige que los órganos de dirección política tengan los poderes suficientes para tomar decisiones sobre los asuntos comunes. Ése es el federalismo. Como se sustenta también en el principio de que las entidades y partidos en el ámbito territoriale tengan autonomía para decidir sobre sus asuntos propios.

La autonomía de municipios e islas significa y garantiza la existencia de un proceso político y de un espacio de decisión propios. Las fórmulas de gobierno en cascada son simplemente una negación de la autonomía local, ya que por definición imponen fórmulas de gobierno injertadas desde afuera, al margen por lo tanto de las especificidades y avatares de instituciones que tienen que representar y dar respuesta a su realidad municipal o insular. Es trastocar autonomía por jerarquía, la descentralización por el centralismo.

Y, además, tratar de imponer esa jerarquía mediante una interpretación forzada y partidista de las normas antitransfuguismo, intentando convertir en tránsfugas a la fuerza a quienes, en muchos casos, no hacen otra cosa que ejercer su funciones como cargos públicos de elección popular bajo su propia responsabilidad. Se trata de conseguir, forzando la ley, lo que con absoluta seguridad la ley no pretende: reforzar aún más el control de las instituciones por las burocracias partidistas.

Y eso por no hablar de las expulsiones exprés, es decir acordadas mediante una violación total de las garantías de los afiliados, consagradas al amparo del artículo 6 de la Constitución, por la Ley Orgánica 6/2002 con el objetivo prioritario -hasta ahora infructuosamente- de democratizar la vida interna de los partidos, para evitar que deterioren aún más la calidad democrática de las Instituciones.

De modo que, de espiral diabólica nada. Simplemente, apariencias y realidades de la política canaria. Que no logrará entender quien no tiene el menor interés en conocerla.

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