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“Me encuentro razonablemente mal”: conversaciones, episodios y fotografías entre Juan Goytisolo y Federico Utrera

Federico Utrera

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Pertenezco a esa inmensa minoría de admiradores literarios junto al bibliotecario ya jubilado del Ministerio de Asuntos Exteriores y arabista Fernando de Agreda, que desde Majadahonda, Almería, Barcelona o Madrid (unos 300 en España, 3.000 en todo el mundo según las cifras de venta de sus libros) poseía el escritor Juan Goytisolo (1931-2017), Premio Cervantes, Europalia y La Chanca, los únicos lauros que aceptó y llevaba personalmente a gala. Eterno candidato al Premio Nobel y el español vivo más traducido en todo el planeta, Juan Goytisolo falleció este domingo en Marraquech (Marruecos).

Autor de numerosos libros, en el prólogo de uno ellos, concretamente en el tomo dedicado al Periodismo, tuvo la generosidad de dedicarme varias citas, que en mi curriculum incluyo en el apartado de “Premios”. Rodó varias películas documentales con el cineasta Nonio Parejo y en una de ellas participé como asesor literario llevando los bártulos –porque si había oportunidad de viajar con Juan había que hacerlo hasta de maletero–. Además de galardonarme con su amistad y editarle un libro, coordiné un suplemento literario que rememoraba su regreso a Almería y su relación con otros artistas como el cineasta Vicente Aranda (entrevistado por el escritor almeriense José Miguel Naveros), el novelista norteamericano Nelson Algren (del que traduje sus vivencias con Juan), la literata francesa Simone de Beauvoir, –con quienes visitó la Alcazaba– entonces pareja de Jean Paul Sartre, y su poco conocida relación con su esposa Monique Lange, guionista y actriz francesa, con la que también viajó por la costa almeriense.

“Me encuentro razonablemente mal”, fueron las palabras que le escuché en la última de las intermitentes conversaciones telefónicas que manteníamos, concluyendo con ese irónico epitafio. Desde aquel día en que le conocí en su recurrente Hotel Versalles de la madrileña Plaza de Alonso Martínez y me hizo “la prueba” (un ardid que consistía en acompañarle paseando hasta un cercano puesto de periódicos), por alguna razón ya no pude desasirme de él. Si pasabas “la prueba” (esto es, que tu conversación no fuese plomiza ni tus intenciones espúreas) quedabas unido indefectiblemente a su leyenda. Y para los que no descartan fatídicas casualidades “conspiranoicas” –esas en las que nadie cree, todos ridiculizan pero siglos después se demuestran veraces– mi hijo nació el mismo día que él (6 de enero) y mi hija el día de su muerte (4 de junio), además de compartir nombre de pila. Así las cosas, las estrellas predeterminaron que mi nacionalidad sería goytisoliana.

No obstante, en nuestro acercamiento había truco: antes de acudir a aquel primer encuentro yo había leído en una revista literaria el mecanismo de “la prueba” y con más osadía que conocimiento -pensaba que Juan Goytisolo era solo un “arabista”– le hizo gracia el desenfadado desparpajo de aquel almeriense que conservaba su acento y quería editar sus escritos sobre inmigración. Todo ello a raíz de los ya históricos sucesos de El Ejido que también protagonizara su antagonista, el entonces alcalde Juan Enciso, años después encarcelado por corrupción y expulsado del PP.

Logré editar el libro España y sus Ejidos, hacer una exposición con los cuadros de sus ilustraciones, presentarlo en el Complejo Cultural Abde el-Jallak Torres de Tetuán, ciudad a la que acudí en una ranchera cargada de hijos, autoestopistas (entonces no había bla bla car) y escasamente ligero de equipaje. El periplo coincidió con la tradicional llegada vacacional del monarca marroquí y aunque posteriormente seguí viendo a Goytisolo en sus metódicas vacaciones tangerinas -no menos curiosas e interesantes– confieso ahora el privilegio que suponía conversar con Juan en los mismos ambientes en que él lo hizo con su admirado Mohamed Chukri.

Goytisolo también me enseñó, entre otras muchas cosas, a leer al Galdós mudéjar a través de su novela Aita Tettauen, quizás el más singular de sus Episodios Nacionales. Y allí estuve con él siguiendo los pasos de todos ellos y de la “generación beat” que Paul Bowles inmortalizara y Angel Vázquez caricaturizara en La vida perra de Juanita Narboni. Sobre sus personajes españoles, como el pintor Antonio Fuentes, me ilustró el memorioso crítico de arte Emilio Sanz de Soto, que recordaba incluso cuando llegó aquel joven Juan Goytisolo que hablaba con acento catalán. Creo que empatizaron poco.

Juan Goytisolo también abominaba de la rigidez y endogamia de la universidad y rechazó por ello todos los doctorados honoris causa que le ofrecieron –en esto sí incluyó el que me trasladaron oficiosamente sobre la de Almería– . En otra ocasión me llamó para participar en unas Jornadas sobre Juan Goytisolo que organizó la Junta de Andalucía y en las que inicialmente alguien me había vetado seguramente con razón. Era mi “primera ignorancia”, que diría Cervantes, y cualquiera se fiaba de lo que un imberbe de cabeza atolondrada podría decir. Otra vez presentamos España y sus Ejidos en el Círculo de Bellas Artes de Madrid y logramos burlar las presiones y la seguridad real de la Feria del Libro de Madrid, que era quien había sufragado el viaje y reclamaba para sí y en exclusiva los derechos de pernada promocional sobre el escritor. Ingeniamos un sistema a través de los incipientes móviles para evitar su foto con la entonces reina Sofía, que inauguraba la exposición de vanidades. En cambio sí se prestó, como favor personal irrepetible, decía, a firmar ejemplares en una caseta, acto que detestaba y para el que después otros editores le obsequiaron con una cena “en un restaurante árabe”. Allí lo dejé entre bufidos, él que adoraba la tortilla de patatas y los churros, imposibles de saborear en Marruecos.

Recuerdo también un paseo por las ramblas barcelonesas, donde fue reconocido por 2 jóvenes estudiantes, algo que le halagó mucho, como también me acuerdo de sus últimos temblores parkinsonianos cuando entregaba un puñado de monedas como propina o saboreaba un café. En otra ocasión quiso ayudarme como profesor visitante en la Universidad de Brown (EE.UU), donde el catedrático Francisco Márquez Villanueva me reclamó unos días antes de morir: mi proyecto de investigación sobre las vidas cruzadas de ambos al estilo de Plutarco se fue con ello al traste, como tantas otras cosas que se llevó la crisis de 2008.

En otra ocasión, visto que no levantaba cabeza y que el hundimiento de la economía española amenazaba con llevarme por delante “junto a una de sus sobrinas”, me decía, quiso hacerme secretario suyo con residencia permanente en Marraquech, cargo que por decirlo en román paladino, me acojonó. ¿Por qué esa tendencia del huraño Juan Goytisolo a transformarse con Almería y con los almerienses en una persona amable, generosa, delicada y afable? Lo ha escrito él mismo en varias ocasiones: le encantaba la dulce melodía del acento, que le recordaba a los reclutas que con él hicieron la mili en Mataró. Y se sorprendía y sonreía con esos giros idiomáticos y expresiones que se han perdido ya en el resto de España. Esa fue la verdadera razón que le llevaría a La Chanca y Níjar. Y que sirvió además para persuadir al poeta José Angel Valente de que el lugar tolerante y apacible donde debía hacer reposar sus baqueteados y enfermos huesos era Almería. Juan Goytisolo maldijo aquel consejo porque semanas después estallaba el conflicto racista en El Ejido, pero creo que cambió de opinión porque finalmente el literato orensano se lo agradeció.

No es exagerado ni ombliguista en absoluto decir que Juan Goytisolo amaba Almería bastante más que muchos almerienses de cuna, alcurnia o devoción. Le encantaba la costa y sus playas, la montaña, el desierto, sus secarrales, el habla popular, el ritmo y el acento. La Alcazaba –en la que se fotografió con Simone de Beauvoir–, el pescado, la comida tradicional y los churros. También el sol, el clima, sus gentes y su espontánea naturalidad y decencia, que ojalá nunca se pierda del todo. Con Juan Goytisolo no solo se muere un escritor, el más prolífico y célebre que han dado estas tierras, y sin pisar siquiera la Real Academia de la Lengua. Era un hombre libre y la única Academia que le gustaba era la de la Real Gana, que diría otro heterodoxo como Ramón Gómez de la Serna, muerto en el exilio como él. Y falleció antes de que le concedieran el Nobel –ya estaba en capilla– porque los suecos temían un desplante como el de Jean Paul Sartre –a quien frecuentó en París– o una gamberrada como la de su admirado Jean Genet. Se ve que no le conocían: sus transgresiones, a esa avanzada edad, eran sobre todo verbales y sabía que todos los intelectuales europeos de fuste debían esperar que antes se reconociera la hegemonía del checo Milan Kundera.

Cuando los españoles hablan de las señas de identidad de algo desconocen que están parafraseando el título de uno de sus más citados libros, aunque ahora nadie recuerde ese origen. Su legado y sus manuscritos se conservan en la Universidad de Boston (EEUU), el Archivo General de la Administración (AGA) y la Diputación de Almería, que le ocasionó alguna vez serios dolores de cabeza al “extraviar” una de sus cartas con su admirado Jean Genet. Sé que odiaba las estatuas –porque le horrorizaba que el destino final de un hombre fuese servir de estercolero de las palomas– pero Juan Goytisolo se merecería una Casa Museo con entidad propia porque doy fe que posee seguidores en todo el mundo y que su pérdida se ha llorado desde Nueva York a El Cairo, Ankara, Mexico DF o Tokio. Si así fuera, las tierras que le sirvieron de mejor fuente de inspiración en sus primeras novelas y en sus últimos suspiros serían más conocidas. Y por una vez seguiríamos uno de sus muchos sabios consejos, aquel que decía que la mejor manera de no pasar de moda era no estarlo nunca y que para un escritor la mejor manera de ser reconocido y empezar a ser leído era habitar por fin el reino de los cementerios.

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