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Sobre la resistible ascensión de Vox

Rafael Inglott Domínguez

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Afirmaba hace poco Sheri Berman que “el pesimismo se ha generalizado en las sociedades occidentales”. Y se apoyaba en una encuesta muy reciente del Pew Research Center: “aunque cada vez más ciudadanos europeos creen que la situación económica de sus países es mucho mejor que hace 10 años, eso no hace que sean más optimistas sobre el futuro”.

Ando chateando sobre este asunto con un amigo. No hemos llegado aún a las raíces de semejante paradoja, pues andamos enfrascados en una curiosa evidencia: los partidos con representación parlamentaria, tan dados a investigar lo que piensan sus electores, suelen pasar de puntillas por lo que sienten. Creemos, mi amigo y yo, que es el momento de analizar y discutir esta clase de cosas. Por eso, tras obtener su aprobación, me pongo a transcribir una parte de nuestro chat.

¿Qué siente la gente cuando se pone una camiseta holografiada y se echa a la calle, pongamos que sin intención de ser violenta, aunque al final acabe por serlo? ¿Hambre? No, los hambrientos en Europa no se ponen camisetas para concentrarse en la plaza mayor. ¿Estrecheces? Depende, porque ese tornero jubilado, a punto de derribar una valla frente al Parlamento español, cobra más que muchísimos mileuristas.

¿Qué es lo que siente entonces, si no es hambre ni estrecheces, ese forofo añoso y combativo del 15M? Que lo han estafado. Que le dijeron: el Estado del Bienestar es un paraguas que no solo va a protegerte a ti, sino también a tus hijos y a tus nietos. Y añadieron: trabaja como un petudo, para que ellos lleguen más lejos y tengan una vida menos difícil que la tuya. Y ahora anda cuidando de cinco nietos mientras sus hijos, uno arquitecto, otra doctora en biología molecular, el tercero sociólogo, se eternizan como becarios o eventuales a tiempo parcial. Y cuando se va a la cama, deslomado y vencido porque entre cuatro parejas no alcanzan a pagarse tres guarderías privadas, se pregunta si el enaltecido Estado del Bienestar, que el rayo lo parta, no ha sido una broma macabra. Y comprueba que el futuro tantas veces prometido se reduce a contemplar la zozobra de los suyos, a esperar con inquietud e incertidumbre que sus nietos se hagan mayores, mientras los adalides de la justicia redistributiva se gastan el dinero de sus impuestos en reflotar al banco que desahució a su vecino. Y que aquellos a quienes votó, persuadido de tenerlos a su lado porque predicaban las bondades del Estado social y progresista, prefieren mirar a ese mismo futuro parapetados en sociedades fantasma o instalados en chalets de precio prohibitivo.

Hay emociones que dan fuerza a la razón, pero otras acaban por imponérsele. Cuando un ser humano siente que sus sueños han caído por los suelos, cuando ha perdido las esperanzas de retomarlos y recomponerlos, las razones ya no sirven para nada. Y, según nos dicen los que de esto saben, es entonces cuando más resentido, intolerante y tribal se vuelve. Caliéntenle un poco los sesos, y cambiará su holograma de yayoflauta por otro de Vox.

¿Es esta una visión pesimista? Todo lo contrario. Si algún pesimista puede haber en esta historia, será en todo caso el votante de la ultraderecha. Frente a su visión angustiada y nostálgica del futuro, nos recuerda Berman, solo caben políticas valientes y pragmáticas que afronten sin complejos los nuevos desafíos: el crecimiento de la desigualdad, la lentitud del progreso social, los cambios sociales y culturales tan temidos por la reacción nostálgica. De eso se trata. Ahora mismo.

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