El “fiado”, una opción solidaria

Una antigua venta en La Gomera

MIGUEL ÁNGEL MORALES MORA

VALLEHERMOSO —

“Echar un fiao”, como decíamos en mi pueblo, debajo de los pies del impresionante pitón que constituye el símbolo por excelencia de Vallehermoso: el Roque Cano. Allí por donde llega el viento frío y la bruma que confiere a sus habitantes esa neurastenia colectiva que inspiró la lírica del anónimo poeta popular:

Vallehermoso, pueblo noble,

orgulloso como pocos,

tiene cincuenta mil locos

y de chiflados el doble.

Desde luego no fue en el Valle donde se inventó el “fiado”, pero si uno de esos lugares donde se empleó con la eficacia que da la necesidad, en una época en la que la “liquidez” disponible era escasa y la solidaridad fue la luz que alumbró la salida del túnel por la vía de la cohesión social. Se me ocurre pensar en la situación actual, ante la cual hemos decidido escapar cada uno como puede, engañándonos mutuamente y creando una enorme fractura social que va a ser muy difícil de salvar.

Recuerdo aquellas tiendas o “ventas”, especie de “colmados” o “general store” de los anglosajones, donde se podía comprar desde unas alpargatas, hasta el café o el aceite, pasando por jaboncillo, libretas para la escuela, productos para el campo o pienso par el ganado, y aquellos alimentos a granel que se envolvían artísticamente con el papel que se encontraba siempre sobre el mostrador de madera. En algunas había una especie de “privado” para “echar la mañana” o “la tarde”: vino, “caña” o aguardiente de parra, que se destilaba de las “madres” del vino en el mismo pueblo. Más tarde llegaría la cerveza que se tomaba “del tiempo” (no habían neveras, ni electricidad hasta la noche).

Y en todas ellas un libro de cuentas, con las tapas de cartón de un jaspeado azul o verde y en el que nunca figuró “debe” o “haber”, sino los nombres, las fechas y las cantidades adeudadas por los clientes. Estos, a su vez, llevaban unas pequeñas libretas (con tapas o cubiertas muy parecidas a los libros de la “venta”), en las que el comerciante apuntaba la compra que se había hecho, mencionando cada uno de los artículos, las cantidades y los precios. Era tal la confianza mutua que, a veces, se apuntaba con lápiz y nadie era capaz de modificar lo que allí se escribía.

Bueno, siempre hubo y seguirá habiendo, el “listillo” o “listilla” que, de una u otra parte intentaban modificar el “statu quo” establecido falseando alguna “cosilla”, pero los que eran cogidos en la trampa se sometían a un juicio popular, rápido y sin apelaciones posibles. La sentencia: la exclusión del sistema.

La libreta se “arreglaba” al final de cada semana o cuando se cobraran los plátanos, que constituían el sostén económico de muchas familias. Casi nunca se pagaba la deuda en su totalidad (el salario semanal o la agricultura no daba para tanto) y quedaba una parte pendiente que fidelizaba a ambas partes. Los casos en los que el contrato verbal establecido se rompía y se llevaba la libreta a otra tienda, eran muy escasos, pero antes había que pagar la deuda contraída en el establecimiento que se abandonaba.

Ya al final de la década de los setenta, comenzaron a sustituirse las ventas de toda la vida por pequeños autoservicios donde se habían renovado las estanterías y los mostradores sustituyéndolos por otros más modernos y estéticamente mejorados. Pero el cambio más impactante se produjo a la salida de los mismos: la antigua caja de madera donde se recogía el dinero de las actividades diarias, fue sustituida por las modernas cajas registradoras donde no existía la tecla del “fiado”.

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