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Brazaletes azules

Elsa López

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Es el que llevan puesto aquellos que pasean niños con autismo o con problemas determinados que hacen necesario el aire, caminar o correr por las calles, parques y jardines para poder seguir entendiendo algo del mundo que les rodea. Ellos salen. A ver si se enteran vecinos y demás personal que los abuchean y les insultan cuando los ven caminar cogidos del brazo o de la mano de un adulto que los lleva hacia la libertad o quizá hacia ese otro espacio del mundo donde sus almas puedan relajarse y sentir lo único respirable que les rodea. Porque ellos se ahogan. Sí, señores vecinos del barrio, animales hambrientos de sangre ajena, despreciables seres humanos incapaces de sentir la empatía necesaria para querer a los que no son o no parecen ser como ellos. Ellos se ahogan dentro de las cuatro paredes que los demás llamamos casa. ¿Lo han entendido? ¿Lo han pensado alguna vez? Me temo que no, porque da la rara casualidad que siempre son los mismos los que actúan de esa manera. Son los que gritan e insultan a los negros, a los chinos, a los gitanos, a los homosexuales, a los ancianos, a los enfermos y a los niños desvalidos y ausentes. Son aquellos que no soportan el dolor ajeno, la diferencia de color, de comportamiento o de cultura; no aguantan el olor de los demás, las costumbres de los demás, las enfermedades de los demás; no son capaces de pensar siquiera por un momento que hay otros seres en este planeta que no piensan como ellos, que no sienten como ellos, que no comen ni visten ni se relacionan como ellos. Son ese tipo de animales que yo llamaría de material desechable y que, pese a sus viviendas, sus amistades, sus gustos y aficiones en apariencia exquisitas, tienen una manera de ser y de pensar más parecida a las bestias o a lo que, erróneamente, llamamos bestias.

Me asombra ver esas manifestaciones de lo que en nuestro mundo llaman la buena gente, esa que cuando alguien mata a su mujer, maltrata a sus hijos o desprecia a los suyos, cuando lo llevan preso a las cárceles del mundo, comentan, invariablemente, que parecía una persona benévola y cariñosa, que nunca hizo daño a nadie, que qué sorpresa tan grande me he llevado al enterarme, que nadie lo hubiera dicho con lo afable que era, etc.; esa gente que parece no enterarse nunca de nada, pero acecha, vigila y califica a los demás cuando les interesa. Pues bien, yo diría que son los mismos que hoy se asoman a sus ventanas y balcones para agredir verbalmente a esos padres y a esas madres que necesitan pasear a sus hijos. Los mismos que, francamente, les pondrían a esos niños o adultos especiales una estrella amarilla en el pecho mejor que un brazalete de color azul, y cuando salieran a dar el paseo tranquilizador los detendrían y los conducirían directamente a las cámaras de gas para acabar con ellos. Es más, detendrían también a los negros, chinos, gitanos, homosexuales, ancianos y enfermos que van despacito hacia el hospital para curarse esa tos tan mortificante y ese dolor de cabeza tan terrible y, sin una sola pregunta ni test ni gaitas, los meterían en el mismo camión donde van madres, padres, niños silenciados por enfermedades raras, y ¡hala, a desangrarse todos en campamentos especiales!

Creo que este holocausto tan masivo de seres vivos de su misma especie, más la escabechina que ya han hecho con el resto de especies vivas o muertas del planeta, al pueblo soberano que vota a quien vota sin pensar en medidas preventivas, sanidad y vivienda para todos y mandangas por el estilo, les reportará muchos beneficios por el momento. Ni crisis económica ni nada de nada. Ellos seguirán gritando desde sus ventanas a los niños tristes del mundo; jalearán con banderas de colores varios a los que despiden de sus trabajos a los padres y madres de esos niños, y harán su agosto teniendo más para repartir entre menos. Toda gente sana, por supuesto, ¡faltaría más! Y aquí paz y allá gloria para el resto de los mortales que limpiaron de este mundo a base de virus, gases varios, y una nauseabunda insolidaridad.

 

Elsa López. 31 de marzo 2020

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