Espacio de opinión de La Palma Ahora
Conocí a Adolfo Suárez en 1953
Conocí a Adolfo Suárez a principios de 1953, en el Colegio Mayor de Madrid donde coincidimos dos años. Me reencontré con él en 1977 al asumir yo la secretaría provincial de UCD propuesto por José Miguel Galván Bello que encabezó la lista de candidatos al Congreso en las primeras elecciones democráticas del 15 de junio.
En mi primera visita a La Moncloa tuve ocasión de preguntarle por las emisiones, desde Argel, de Antonio Cubillo, mentor MPAIAC y considerado inductor de la colocación de la bomba en el Aeropuerto de Gando que provocó el desvío de los dos aviones que el 27 de marzo de 1977 chocaron en Los Rodeos provocando la mayor catástrofe aérea conocida hasta el momento, con cerca de 600 muertos, y me explicó algo de lo que podía explicarse en aquellos momentos sobre la tensión mundial entre Rusia y EE UU, en las que aquélla buscaba un pasillo aéreo para comunicarse con Cuba, pasando por Argel y sobrevolando el Sahara español, que intentaba controlar el Frente Polisario.
Ahora que Adolfo, a quien la vida castigó con dureza y en la que, al final, el alzheimer le obligó a un apartamiento de la desazón política y del dolor familiar, aliviado con el arropamiento de los hijos que supieron estar a su lado, cuando se multiplican los actos de reconocimiento a un comportamiento cívico ejemplar, con un innegable sentido del Estado y de servicio al bien común, que reconocen incluso, aunque como siempre tarde, sus adversarios y detractores, me siento obligado a añadir el mío al de tantos y tantos españoles por sus trayectorias personal y política, cuya grandeza quedó condensada en las palabras con las que se despidió el 19 de enero de 1981 como presidente del Gobierno: “No quiero que el sistema democrático de convivencia sea una vez más un paréntesis en la historia de España”.
Supe, por él mismo, lo que le supuso tomar la decisión de legalizar el Partido Comunista, después de prolongadas negociaciones con Santiago Carrillo, cosa que hizo un Sábado Santo, con cierta dispersión de los poderes fácticos y como, solo, en el seiscientos de su mujer Amparo, se fue a Vallecas, a Cuatro Caminos y a otros puntos supuestamente conflictivos de la capital y como, al comprobar que la tranquilidad era total, enfocó la Avenida Reina Victoria para volver a La Moncloa, hasta que en el cruce con Bravo Murillo observó como cuatro policías, de los desplegados por toda la ciudad para intentar prevenir cualquier atentado, estaban dentro del jeep que tenían asignado, lo que hizo que, sin poder contenerse, diera la vuelta, se bajara del coche y, dejándoles estupefactos con su aparición, les conminara a que al menos uno se quedara fuera y alertado.
Esa misma valentía afloró de nuevo cuando se enfrentó a Tejero el 23 de febrero de l981, en el asalto al Congreso de los Diputados, en el que yo fui uno de los rehenes del golpista.
Por Federico Mayor, a la sazón subdirector general de la UNESCO, supe que cenando él en París con Henry Kissinger fue testigo de cómo el Secretario de Estado estadounidense recibió, de un ayudante, un telegrama, con un “Suárez sobra en Madrid”, que venía a reflejar el malestar estadounidense por las que consideraban veleidades del presidente del Gobierno español al visitar a Fidel Castro en La Habana y, poco después, recibir a Yasser Arafat en Madrid, posicionamientos que hubo quien los relacionó con presiones para sustituirle en La Moncloa, en dónde acabó sucediéndole Leopoldo Calvo-Sotelo, quien aceleró los trámites para la entrada de España en la OTAN.
Después de su dimisión hubo un reajuste de escaños en el Congreso y Adolfo, ya ex presidente, fue a sentarse en la segunda fila de la bancada central y yo en el escaño contiguo al suyo, el momento en que estuve, físicamente, más cercano al banco azul. Se notaba que estaba desilusionado y no era fácil entablar conversación con él, pero al final fue posible cuando haciendo honor a su condición de fumador de puros ?entonces no sólo estaba permitido sino que se fumaba en demasía en la Cámara- le pregunté si el que fumaba era un Cohiba, cosa que me confirmó, explicándome que había sido un regalo de Fidel y ofreciéndome uno. Yo, que entonces también fumaba algún que otro puro, le dije que mis preferidos eran los de La Palma, a lo que me comentó que los conocía pero que prefería los cubanos. Acepté su ofrecimiento y encendí el mío y confieso que me fui a un escaño de los más altos porque se me apagaba continuamente y acabé mintiéndole cuando me preguntó si me había gustado.
Al día siguiente le llevé uno de los míos y, deferentemente, lo cogió, lo encendió y empezó a fumarlo y quemaba tan bien, manteniendo su corona de ceniza blanca, que opté por volver a retirarme y desde el alejado escaño, empecé a notar su deleite. Cuando terminó, volví a sentarme a su lado y le pregunté por el puro, a lo que me contestó que no le pareció malo, pero a los pocos minutos me dijo “¿No tendrás otro purito de La Palma?” No lo tenía, pero prometí llevárselo. Así lo hice y no uno, sino una caja, con anillas de “Especiales para Adolfo Suárez” que, más que encantado al conocer la anécdota, me preparó ?y regaló- Enrique Vargas, quien, como otros paisanos, era un maestro en el arte de fabricar puros de más que probada calidad.
Podría seguir añadiendo más comentarios sobre un personaje para mí, como para tantos españoles, inolvidable y que ha entrado en el Libro de la Historia sin necesidad de la perspectiva que se exige a otros personajes, al generar un significativo consenso en el reconocimiento de sus méritos, que se consideran incuestionables. Desde mi emoción, ¡descanse en paz!
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