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El gofio y su olor inolvidable

Elsa López

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La memoria tiene olores que uno identifica, que no olvida, y que forman parte de su identidad. En la mía hay un olor determinado que asocio con el mar, la isla de La Palma y la alegría deslumbrante de la infancia. Es un olor que es mío y sólo mío. Que me hace seguirlo allí donde vuelve a aparecer y que, todavía hoy, me hace saborear el mundo de una manera distinta. Ese olor, ese aroma extraño entre dulzón y tostado que me devuelve a la infancia y a los lugares que ella ocupó y que me hicieron ser lo que ahora soy, es el aroma del gofio recién molido; recién traído de los molinos del barranco.

Y si rebusco en los pasadizos de esa infancia, me veo sentada al borde de las paredes de piedra mirando hacia el este y los barrancos que bordeaban la casa, espiando los pasos de la abuela camino de los pajeros y escuchando a lo lejos aquel sonido imperceptible y rítmico del palo de madera recubierto en un extremo de pequeñas tiras de tela blanca perfectamente entrelazadas que formaban una bola con la que ella bailaba los granos dentro de una enorme sartén de hierro. Sentada sobre una banqueta rectangular, la abuela removía los granos dentro de aquel recipiente ya renegrido por el uso y los años. El olor a millo tostado y a trigo tostado y a cebada tostada inundaba el porche de piedra y se extendía por los canteros de plátanos, y llegaba a la casa, y se subía a mi cama y me envolvía como si fuera una sábana caliente acabada de planchar. Me levantaba y corría a la cocina antigua (en la casa había dos cocinas, la de la casa principal y la cocina vieja de paredes renegridas por el humo que salía del fuego preparado en el suelo sobre ladrillos de barro encima del cual se asaban las piñas de maíz y los boniatos y se tostaban los cereales) donde la abuela había comenzado al amanecer el ritual de hacer el gofio.

Todos sabíamos que aquel iba a ser un día especial y distinto. A la cocina vieja llegaba yo, descalza y el camisón en volandas. La abuela removía lentamente los granos y los niños de la casa podíamos robarle los que reventaban en flor. No los llamábamos palomitas. Nunca supimos que eran palomitas hasta años más tarde cuando nos llegó de América aquella costumbre de comerse uno los granos de maíz reventados en flor. El millo para nosotros era comida de gallinas y era parte del gofio si el gofio te gustaba de mezcla. A la abuela le gustaba de mezcla. Y cuando ya tenía los cereales bien tostados, el abuelo cargaba los sacos y los llevaba a los molinos del barranco. Cuando volvía, los sacos despedían un nuevo olor. Dentro, los cereales, ya molidos, tenían otra textura y un sabor especial y distinto a cualquier sabor conocido. Nos gustaba comernos a puñados el gofio recién traído. No había nada mejor para nuestros paladares ni hubo para mí mejor comida que aquellas pelotas amasadas con miel o con vino y azúcar, o aquella maravilla de los tazones de leche recién ordeñada bailándole encima la espuma todavía caliente y la abuela metiendo las cucharas directamente en los sacos aún tibios para ofrecernos el más sabroso de los desayunos que yo haya conocido jamás.

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