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Memorial de la muerte para Antonio Sicilia Reyes

Elsa López

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En el Salmo 23 El Señor es mi pastor, nada me faltará leemos: “El Señor es mi pastor/Nada me faltara/El Señor es mi pastor/En pastos delicados El me hará descansar/ Junto a aguas de reposo me pastoreará/Confortará mi alma/Me guiará por sendas de justicia…”. Eso dice el Señor. Y cuando me enfrento a la muerte de alguien que quiero o he querido me vuelven esas palabras a la memoria.  Sé que no es verdad. Que sí que me faltará. Todo me faltará. Los que se van y ya no vuelven dejan un vacío difícil de llenar. Ahora ha sido Antonio Sicilia Reyes quien se ha ido. Ayer fueron otros, mañana serán más. Y los que seguimos en la tierra miramos a todas partes preguntándonos para qué seguimos. Por qué seguimos. Se habla de los pueblos que se vacían y nadie habla del vacío que dejan los que ya no volverán a pisar las piedras de sus calles. Toño, por ejemplo. ¿Cuánto tiempo nos durará su imagen en la puerta detrás de la cancela acariciando a su enorme pastor garafiano? ¿Cuántos meses, años, días, permanecerá su recuerdo sentado en la silla según entras a la derecha mirando la televisión, mirando hacia la nada de una casa que se iba desocupando lentamente por la ausencia de los hijos que tomaban rumbos distintos a los de los padres como exige la ley y la vida? ¿Y quién recuerda a los más viejos de la casa? ¿Quién recuerda ya a Inés, a Alba, a nuestra maravillosa Alba riéndose y apretándose la barriga para sujetarse las carcajadas? ¿Quién recuerda a Gabina o a María? ¿Quién sabe que Alba quería una ventana mirando al barranco de Los Hombres y verlo cada mañana para sentir la certeza de estar viva? 

Nosotros recordamos todo eso. Es la memoria de la muerte. Y nos apegamos a ella como a un clavo ardiendo para mantenernos en pie y seguir nuestro camino sin que nadie note el dolor que cargamos, la desesperanza que llevamos a cuestas. El otro día, en el Tanatorio de Los Llanos de Aridane me abrazaba a Lourdes y a sus hijos, Hedelber y Yahaira (por primer nombre Alba, como siempre a nuestro lado) y me decía a mí misma que no había palabras; que las que se pronuncian en esas circunstancias son las mismas de siempre; que creemos que con ellas se consuela, y no es cierto. El dolor de esos momentos agarrota la mente y aprieta la sangre hasta volverte sordo, ciego y muchas veces mudo. El que lo ha sentido, lo sabe. A mí me hubiese gustado recordarles lo del ventanuco de la abuela y unos versos que escribí para ella hace ya muchos años. Fue en 1985 y el libro se llamaba Penumbra.

“Y recuerda las cumbres

y la venta de Alba

con los dos ventanucos

que miraban al mar

y al aire de los brezos.

Aquel lugar hermoso

donde los hombres tienen

una muerte muy lenta,

donde la bruma adquiere

la forma de ciruela,

y el frío se introduce

en medio de las sábanas.

Y recuerda el sonido

metálico del cobre,

cuando llegan las cabras

al resbalar la tarde.

Y el nombre del rebaño,

y José sonriendo.

Golondrina, Mariposa,

Graja...

Y recuerda el belete

caliente de las cabras,

y el sabor de los tunos

comidos al desgaire

sobre el mantel de hule.

Y aquella melodía

del agua entre las tejas.

Y la lágrima dulce

de Candito en invierno

cuando ella se alejaba

con los hijos del frío.

Y el beso de Carmela.

Y las flores de mundo.

Y María“.

Porque esa es la memoria. La que conserva voces, risas y las últimas palabras de Toño antes de morir. Sus deseos de volver a esa casa donde fue feliz unas veces y desdichado otras, pero desde la que veía el mismo barranco que vieron generaciones anteriores y desearon quedar vivos para siempre en él. Los mismos amigos y el mismo barranco donde descansaré con todos aquellos a los que amé un día.

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