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¡Vendimiamos!

Lucía Rosa González

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No a espaldas de la tierra. Ni del cielo tampoco. Basta con que el monte cambie de color para que se reciba la llamada: ¡vendimiamos! Y ahí vamos a parar todos.

Este año no hubo levante. Con solo dos días de calor fuerte la uva no maduró adecuadamente, sobre todo la de monte que, con resentimiento por las condiciones que el tiempo dispuso, en septiembre pesaba once escasos grados. De modo que en lugar de un buen vino, puede fermentar un buen vinagre, hecho que al viticultor le pone los pelos de punta.

Hay que dejar la uva en las parras unos días. Aunque ya se perciba el regusto del mosto.

Mi padre arrimaba el oído al racimo y, sin necesidad de un vinómetro, se aventuraba a predecir como un experto los grados de alcohol del mosto sin temor a equivocarse. Luego descubrí una maniobra similar que ejecutaba apasionadamente el protagonista de la interesante película Entre copas.

Aun a riesgo de que la uva no adquiera los grados suficientes, hay que apechugar con las inclemencias del tiempo porque puede ir de mal a peor; si serena o llovizna es como lanzar los racimos al ojo del huracán, viene la araña roja que ataca y lame las hojas tostadas, les chupa la sangre; el tan temido mildiu, el sarampión de las hojas que termina con ellas; las pobres; se llenan de unas ronchas terrosas que desprenden por el envés polvillo blanquecino; da pena cómo se vuelven tan vulnerables. El dichoso mildiu que desde primavera viene amenazando. Vino la bruma y lo cebó.

Y también los pulgones furtivos que infectan las heridas y tiñen de luto las cepas.

Las parras agredidas. El melazo o la melocha cruel que las fulmina.

La uva susceptible que se pasma, se escarcha y se engurruña.

Pero no eches pesticidas que estos bichos se resisten a cualquier contratiempo; se avivan y alimentas su ofensiva. Clava en medio del verano un espantapájaros que los ciegue o algo. O espolvorea azufre que los acaricie o emborrache con disimulo.

Pero recolectar la uva es indispensable y, con gesto solidario, la gallofa acude a la convocatoria. Con la viña enramada de gente, es inevitable sortear las horquetas que elevan los sarmientos a esa altura exacta en que el racimo no mengua por el roce con el granzón y a su vez sienta la amorosa calidez que la tierra le da a la uva para que madure.

A golpe de cuchillo, previamente amolado, el desafío del corte. Un corte limpio, sin desgarramiento. No en espuertas ni angarillas a lomos de las bestias como antes, las uvas -en los cestos de carga o los zamuros- se cargan en los hombros de los hombres con cuidado de no desperdiciarlas; las mujeres las llevan en la cabeza sobre una almohadilla a modo de cojín que amortigua el peso del envase.

Un inciso: escondido debajo de aquella parra, alguien sorbe el néctar del moscatel. Jamás revelará la ubicación de la mata. Nadie le arrebatará ese exquisito placer el próximo año.

El mosto lo dan los bagos -dicen los veteranos- que los dueños respigan antes de abandonar la finca. Si queda alguna escada después de la batida, se servirá de postre en la mesa; nunca antes de la vendimia; rinde más el jugo que se extrae, el vaso de vino que se saborea, que el racimo que se engulle y después nada.

(De chica, en el centro de la mesa lo mismo que un ramo, se erguía la botella con el vino. La mirábamos como a un faro inalcanzable. Allí, a dos palmos, como una más de la familia.)

Vaciar el contenido de los cestos en el lagar es una ceremonia hermosa. El golpe del descargue. Las manos pegajosas, los labios como azotados por un rito previo de los vendimiadores: probar las uvas en las fincas antes de que caigan en los cestos; las uvas negramol, que dan color al vino tinto, pintan igual que carmines.

Despojados de guantes y sombrero, con las piernas desnudas se entra en el lagar; pisoteas y escachas los racimos en un baile ritual de pedaleo hasta dejarlos en los huesos. Las manos melosas agarradas a la viga. Qué regocijo el aroma que desprende el bagazo exprimido que ahora flota a ras del mosto. Por cada cesto o zamuro de uvas, un garrafón de mosto. Esa es la medida. Mi abuelo jamás se equivocaba en sus predicciones.

Mañana, cuando se prense, se separará el engazo, esos esqueletos o escobajos despojados del grano y que cosquillean los talones. ¡Y al barranco como alimento de las lagartijas y los papazules!

Si pesa poco, le añades mosto de uva concentrado; si se sobrepasa, lo acrecientas con agua mineral para equilibrar el alcohol del mosto. El enólogo apuesta por una calidad óptima y analiza antes de la fermentación. Conviene hacerle caso. El vino fuerte achispa demasiado, y el flojo se acidifica, se pica: ¡y cosecha de vinagre asegurada! Si no lo despalillas antes.

Después del pataleo, la gallofa se sienta derrengada sobre los asientos de piedra, hundida en sus vientres como algas. Ante sí, el banquete con que el cosechero la obsequia: las sardinas en aceite y los panes dispuestos sobre la desabrigada mesa de pino. A la intemperie, la gallofa se rinde en torno al vino viejo. Si está repuntado, carraspeas y punto. No conviene irse de la lengua. En Las Manchas no se acepta que un catador sincero diga: vinagrón.

El sol también sube a la fiesta como puede y entra al convite por las tejas rotas de la bodega. Habrá que echar una mano este otoño para evitar que se hinchen las pipas con los esquivos chubascos.

No hay adiós ni hasta mañana. Yéndonos por goteo hasta la jura de la pipa, ¡y que suene el acordeón como si nunca nos hubiéramos ido!

Lucía Rosa González

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