Volver a la vergüenza
Este miércoles ha volcado un cayuco en el muelle de La Restinga. Han muerto varias personas. Entre ellas, niñas muy pequeñas. Lo escribo y se me encoge el pecho. Pero abro las redes y veo otra cosa: comentarios crueles, despectivos, orgullosos incluso. Gente que no siente pudor al hablar con desprecio —o directamente con burla— de la muerte de criaturas indefensas. Me cuesta entenderlo, aunque sé que no es nuevo. Lo que me estremece es que ya no se esconden. Lo dicen en alto. Lo escriben como si fuera un acto de valentía. Como si tuvieran razón.
Esta mañana, una locutora de radio abrió su programa con la noticia del naufragio. Lo hizo con la frialdad de quien anuncia el tráfico o la previsión del tiempo. Dijo que la tragedia “rompía su escaleta de risas y alegrías”, y en segundos pasó a hablar de festivales, de música, de lo de siempre. Como si lo ocurrido no hubiera pasado aquí, en nuestras costas, sino en el otro lado del mundo. Como si no nos tocara. Esa indiferencia profesional, esa desconexión emocional, duele casi tanto como el odio.
Desde hace un par de años vengo notando algo que me preocupa profundamente: la deshumanización se ha normalizado. Se habla de personas migrantes como si no fueran personas. Se las llama “ilegales”, “avalanchas”, “invasores”. Se las reduce a números, a problemas. No tienen rostro, ni nombre, ni madre que las llore. Y cuando el lenguaje despoja de humanidad a alguien, la compasión también se borra.
Nos están ganando terreno los que siembran odio. Y lo están haciendo en nuestros propios barrios, en nuestras redes, incluso en nuestras casas. Con discursos que se disfrazan de “sentido común” o de “defensa propia”. Pero no nos confundamos: nada justifica la crueldad. Nada excusa la risa ante la muerte de una niña.
Hoy quiero dirigirme a quienes trabajamos con la palabra, la imagen, los titulares. A quienes trabajamos en medios, en redes, en comunicación. A mis compañeras y compañeros de oficio: devolvamos humanidad a las víctimas. No son “migrantes”. Son personas. Algunas son bebés. O niñas con nombres que nunca conoceremos porque se los llevó el mar. No pueden ser una estadística. No pueden ser solo una foto de archivo.
Y también les pido algo más: no demos espacio al odio. No se lo merecen. Que quienes escriben comentarios inhumanos sientan al menos la incomodidad de la vergüenza. Que no se normalice lo que debería escandalizarnos. Que no se compartan ni se blanqueen discursos de políticos o influencers que promueven el rechazo y el desprecio. El odio no es una opinión más. Es una amenaza a la convivencia. Y debe tener consecuencias, aunque se esconda tras el anonimato o la distancia de una pantalla.
Y no podemos dejar de mirar hacia dentro. Hay una herida educativa y cultural que explica, en parte, esta insensibilidad: hemos dejado de hablar de nuestra propia historia. En Canarias, todas las familias tienen algún relato de emigración. Padres, madres, tíos, abuelas que se fueron con lo puesto buscando futuro, que cruzaron océanos, que vivieron la incertidumbre de no saber si llegarían. ¿Cómo hemos olvidado tan pronto? ¿Cómo hemos dejado que nuestras propias raíces se conviertan en motivo de desprecio hacia quienes hacen hoy el mismo viaje desesperado?
No se trata solo de ética profesional. Se trata de ética humana. Porque en cada una de estas tragedias se juega el tipo de sociedad que estamos dispuestas a construir. Y yo no quiero vivir en una donde la muerte de una niña en el mar no nos duela.
*Mercedes Vassou es experta en Comunicación y Formación de Mujeres en el Ámbito Rural
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