La guerra justa se rinde ante la herida que deja en las madres
A veces una voz, un gesto o una palabra basta para desarmarte. Eso fue lo que me ocurrió en Los Llanos de Aridane durante la conmemoración del Día de los Derechos Humanos que organizó la Diputación del Común. A priori parecía una cita más de las que llenan la agenda institucional en diciembre, pero lo que encontré allí fue otra cosa: un espacio donde se juntaron la lucidez, la emoción y la memoria, y donde entendí, de una forma casi física, por qué seguimos necesitando defender la dignidad humana cada día.
La tarde empezó con dos ponencias brillantes: Juan Moliner, general, e Iraida Giménez, profesora de la ULPGC, que hablaron desde lugares distintos, pero profundamente complementarios. Él, desde la experiencia de quien ha visto la guerra demasiado de cerca; ella, desde la mirada académica que analiza, cuestiona y nos ayuda a pensar. Ambos coincidieron en una idea que debería enseñarse en cada escuela, cada cuartel y cada institución pública: la humanidad es un trabajo diario. No nace sola ni se sostiene sola. Y en la guerra —ese territorio donde todo empuja hacia la brutalidad— mantenerla es la diferencia entre cumplir una misión o convertirse en un salvaje.
Pero lo que yo no esperaba era pasar del pensamiento a la emoción de una forma tan abrupta.
La artista Paqui Marín realizó una performance construida a partir del poema Las sábanas, de Elsa López, y de la composición musical del mismo título interpretada por Carmen Agredano, con arreglos de Ner Suárez. Esa combinación de palabra y música nos llevó al instante en el que los padres gazatíes envuelven en telas a sus hijos muertos. Lo escribo y aún se me recoge algo por dentro. No era solo una representación; era un espejo. Una llamada. Un recordatorio de que esos cuerpos pequeños son reales, y de que los derechos humanos no son una abstracción jurídica, sino una urgencia cotidiana.
Y lo más sorprendente para mí llegó después, cuando descubrí que ya conocía esa voz. Carmen Agredano es la cantante que recibió el Premio Goya a la Mejor Canción por nana de la hierbabuena en La voz dormida, la película de Benito Zambrano. La había escuchado y sentido tiempo atrás sin saber que la tenía justo a mi lado, sosteniendo la emoción de la sala con su interpretación.
Mientras salía, pensé que el acto había sido redondo. No por solemne, sino por honesto. Nos recordó por qué existen los derechos humanos, por qué hay personas que dedican su vida a protegerlos, por qué la educación es una herramienta política y por qué incluso quienes empuñan un arma necesitan revisarse, mirarse, anclarse a algo que no sea la violencia.
A veces olvidamos que los derechos humanos no se defienden solos. Hay que contarlos, explicarlos, enseñarlos y, sobre todo, sentirlos. Ayer, en esa sala, ocurrió todo eso a la vez. Y quizá por eso salí con la sensación de que aún hay esperanza en este mundo que demasiadas veces parece ir en dirección contraria.
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