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Comer de un contenedor de basura

Comida en un contenedor de basura.
4 de julio de 2025 19:54 h

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No encuentro en la claridad de las ideas cómo expresar con palabras lo desesperante, doloroso y denigrante de ver a cualquier persona en la situación extrema de buscar restos de comida entre la basura para alimentar su estómago. Tampoco puedo describir la sensación de hundimiento moral que me provoca esa imagen, que no tiene por qué corresponderse únicamente con un excluido social. No es la primera vez que me pasa en un municipio de esta isla ni será la última.

Llevo semanas leyendo noticias sobre las escandalosas cifras de dinero público que sigue dilapidado el enjambre político de este país. Es un pozo sin fondo, un estercolero que apesta a kilómetros de distancia, a pesar de sus trajes y vestidos caros, su ideología y su apariencia educada. El descrédito se ha convertido en su sombra y es tan alargada que no tiene fin, con el correspondiente relevo generacional. En sí mismo, es un robo al Estado y la ciudadanía. Con la cantidad que se han llevado, se podría solucionar muchos problemas, pero la alianza entre la corrupción y los poderes político y económico es tan fuerte como inquebrantable. Mientras tanto, la vida sigue con toda su crudeza.

Sábado por la noche. Paseo con un amigo por La Paz, en el Puerto de la Cruz, uno de los espacios turísticos por excelencia de esa ciudad, además de área residencial selecta. Los distintos establecimientos dedicados a la restauración tienen casi todas sus mesas ocupadas. La gente cena, habla, ríe, brinda con copas de vino. Hay dinero suficiente en el bolsillo de cada uno para aplacar su gula; solo tienen que señalar algún plato de la carta. Les da seguridad material, pero también personal, de control del entorno donde se encuentran, sin preocuparse de lo que suceda horas después. Su mañana también está a buen recaudo y podrán seguir disfrutando de otras facetas de la vida, seleccionando de nuevo qué alimentos les apetece y cuáles desechan. La comida sobrante se tira a la basura, sin remordimientos, porque han sido educados en pensar que nunca les faltará el dinero para comer y que las mal llamadas sobras son sinónimo de pobreza.

Fuera, en la calle, el desperdicio alimentario se sirve en grandes bolsas de basura de color negro, que acaban en unos contenedores próximos a varios de esos establecimientos. Al pasar junto a ellos, compruebo que hay un hombre de unos cuarenta o cincuenta años que está preparándose para rebuscar en su interior. En apenas unos segundos, me fijo en cómo dobla un trozo de cartón para ponerlo en el borde. No quiere mancharse su ropa cuando se alongue a aquel abismo, donde también habita otro tipo de olor putrefacto. Lo hace con un gesto mecanizado, como si ya lo hubiese realizado un sinfín de veces y sin que le atormente la presencia de otras personas que, de reojo, miran la escena. Su escudo contra la humillación es invisible. La necesidad apremia, la lleva tatuada en su lucha contra el hambre, y no puede desprenderse de ella.

Recuerdo poco más. Tenía una barba como la de Robinson Crusoe, bajo la cual se escondía una cara escuálida, confundida por el juego de luces y sombras de la calle. Llevaba una pequeña linterna frontal de las que se utilizan en las carreras nocturnas de trail. Su haz de luz era débil y amarillento. Prácticamente, no alumbraba nada. Aun así, formaba parte del equipo imprescindible de quienes, a esas horas, se arman de valor a la hora de destripar el interior de bolsas de basura ajenas. Era un faro rumbrento sobre un acantilado, en cuya proximidad se disponían afiladas rocas que salpicaban la orilla de una playa de arena y que se volvían traicioneras en medio de la oscuridad de la noche. Hasta el reflejo de la luna huía. Nosotros éramos esas rocas destructivas y sin alma. El faro era la débil esperanza de un barco que nunca llegaría a esa orilla.

Entonces, observé de reojo cómo el contenedor mugriento lo engullía. Dobló su cuerpo, su piel, su saco de huesos, su historia de fracasos y miserias. Su anonimato representaba a otras tantas personas que, como él, son vistas con desconsideración por este mundo vendido al dinero, poniendo en peligro la calidez de entornos turísticos como aquel donde todo es felicidad y asueto. Pensé en los mineros que, una vez que se han metido en la jaula, descienden por el pozo, en silencio, con sus caras rígidas y uniformes, acostumbrados a diario a la compañía de la sombra de la muerte. La luz natural del día desaparece y el pozo se los traga.

Mientras muchos cenaban a la carta, riendo con sus amigos, pareja y familia, y pasando con indiferencia sus tarjetas de débito por el datáfono, a escasos metros alguien trataba de sobrevivir entre la mierda y la desesperación. Es el capitalismo, que crea la individualidad y extermina con mano de hierro a quienes no tienen recursos. Al político corrupto, el dinero público le quema en las manos y sacia sus vicios y ansias de poder; en cambio, los pobres ya no recuerdan la sensación al tacto de ese trozo de papel que le pone precio a casi todo.

La acera era un hervidero de rostros simétricos, que se intercambiaban miradas de asco y repudio. Era un código silencioso, pero universal. Nadie lo ayudó, incluido yo. Nadie le tendió una mano desinteresada. No tuvimos el gesto de humanidad preciso y necesario en situaciones así, que va más allá de una intervención colectiva.

El hombre-basura ya estaba pasando bastante vergüenza como para que los ojos de otros lo juzgaran. A nadie le interesaba su historia. A todos molestaba su presencia. Era un náufrago de la execrable humanidad que te sentencia sin conocerte.

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