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Culpa o responsabilidad

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Siendo un concepto fundamental en la moral, la ética y la justicia, al referirse a la responsabilidad de las acciones y las consecuencias derivadas de ellas, la culpa se asocia con la acción individual, es decir, con la responsabilidad que recae sobre un individuo por sus decisiones y comportamientos. Esta visión tiene sentido en una lógica jurídica y moral clásica, donde cada persona es, en principio, libre para actuar y, por tanto, responsable de las consecuencias de sus actos. En este marco, quien toma una decisión errada, quien causa un daño, debe responder por ello. 

Sin embargo, en ciertos contextos, el concepto de culpa puede volverse más difuso, especialmente cuando se analizan los efectos de decisiones a gran escala, como las que se toman en el ámbito político y económico. En estos escenarios, las decisiones ya no son simplemente el producto de una voluntad individual sino el resultado de engranajes institucionales, intereses cruzados, inercias históricas y dinámicas de poder complejas. En tales situaciones, la responsabilidad no es unipersonal, sino de un sistema entero, y eso tiene implicaciones profundas sobre cómo entendemos la culpa y la responsabilidad colectiva en una sociedad. La ética se ve entonces obligada a expandir su marco de análisis y preguntarse cómo se reparten las cargas de las consecuencias en sistemas donde pocos deciden y muchos padecen los efectos.

En el concreto ámbito político y económico, las decisiones tomadas por los liderazgos e instituciones no solo afectan a aquellos que las implementan, sino que tienen repercusiones a nivel global. Un cambio de política monetaria, una reforma estructural o una estrategia de endeudamiento pueden alterar la vida de millones de personas, modificar patrones de consumo, redefinir sectores productivos o incluso empujar a generaciones enteras a situaciones de exclusión o precariedad. Sin embargo, en muchos casos, las estructuras que respaldan estas decisiones son tan vastas y complejas que la responsabilidad parece diluirse. El poder se reparte entre actores visibles e invisibles: gobiernos, organismos internacionales, corporaciones, medios de comunicación o lobbies, donde todas las partes son miembros del entramado, aunque no todos en igualdad de condiciones ni con el mismo grado de agencia.

El reconocer que la culpa es anónima, nos permite ver que la responsabilidad no puede ser atribuida a un solo individuo o grupo, sino que es el resultado de un sistema en el que todos somos actores, de alguna manera, aunque no todos de la misma manera. Esta distinción es fundamental: no todos cargamos con la misma cuota de culpa, ni todos tenemos el mismo margen de acción. Pero todos participamos —por acción, por omisión, por conveniencia, por ignorancia— en la reproducción de un modelo que, en sus fundamentos, tiende a excluir y a concentrar privilegios.

La solución, por tanto, requiere una respuesta colectiva, donde la sociedad en su conjunto asuma la responsabilidad de cambiar las estructuras, lo que implica revisar no solo las decisiones de los gobiernos, sino también los valores que organizan nuestras economías, las reglas que rigen nuestros mercados y las narrativas que justifican las condiciones existentes. Y supone, además, abandonar la falsa comodidad de pensar que los problemas complejos tienen culpables simples. Solo así podremos asumir, con honestidad que, cuando la culpa no es de nadie, la culpa es de todos.

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