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Doble vara

Grupos de ultras por Torre Pacheco al anochecer en busca de personas migrantes.

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Hace 16 años ya que mi madre tomó el valor incalculable de subirse a un avión y viajar al otro lado del mundo con sus tres hijos. Tenía 35 años. No era la primera vez que pisábamos España: en 2001 la gran crisis argentina también nos puso en Canarias, aunque motivos que aquí no compete contar, nos hicieron volver apenas un año y pico después.

Ha sido lo mejor y lo peor que me ha pasado en la vida. Migrar le permitió a mi madre tener una seguridad económica porque, allá por el boom de la construcción, mi abuelo viajó a España y se topó con una realidad dura, pero que le permitió alcanzar oportunidades hasta formar, a día de hoy, su propio negocio. Sin embargo, estar lejos de la tierra propia te curte en el arte de echar de menos a los tuyos.

Hoy somos nacionalizados españoles que, quitando algún comentario de “sudaca”, o críticas en la universidad sobre si yo merecía o no estar becada, hemos conseguido salir adelante y tener a nuestra familia cerca.

Por eso no me atrevo a juzgar a quien se sube a una patera para llegar a Canarias, a Cádiz o a cualquier lugar lejos de casa. No sé qué motivos -guerra, pobreza o simplemente, el deseo de mejorar- te ponen a la deriva en medio del mar durante días. Pero mi capacidad de sacar conclusiones rápido me indica que delinquir no es una, porque saldría demasiado caro y sería un tanto soez.

No se equivoquen: no quiero caer en el paternalismo clásico de quienes, bajo el lema de ser blancos antirracistas, revictimizan como “pobrecitas” a las “criaturas” que se suben a las pateras. No, para mí es más simple que eso: son personas, y solo por eso merecen, más allá de derechos básicos que se ponen en duda, respeto y empatía.

La crecida de violencia en Torre Pacheco y la visibilidad que ha tomado el racismo de la ultraderecha son ejemplo de la falta de ambos. Porque sí, fueron magrebíes los agresores del anciano; pero también fueron españoles los que invadieron el pueblo disfrazados con pasamontañas y bates.

Es, quizá, la primera vez que tantos hombres se alzan para defender a una víctima. ¿Lo curioso? Son también los ultras los que defendieron a La Manada, los que desokupan al pobre y los que la única ley que defienden es la del más fuerte.

La realidad es que son catorce violaciones las que se denuncian a diario en España. Y, desde 2003, se han contabilizado 1.316 asesinatos de mujeres a manos de sus parejas hombres. Sin embargo, nosotras “no nos podemos atrever” a señalarlos a todos como violadores, asesinos o maltratadores.

La cosa cambia cuando se trata de señalar a minorías que, por nacionalidad, etnia u orientación sexual, suelen sufrir una discriminación sistemática (migrantes y maricas tenemos, siempre, la peor parte). Es por eso que hablamos de doble vara: solo se aplica la “justicia” cuando el verdugo no está en el mismo bando que ellos.

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