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Infancia en Gaza: la humanidad perdida en medio del genocidio
Resulta insoportable escribir sobre la infancia en la Franja de Gaza y, sin embargo, es un deber ético y humano hacerlo. Cada día, las imágenes y los testimonios que llegan desde este pequeño territorio palestino reflejan un horror que hiere la conciencia colectiva: niñas y niños que mueren bajo los escombros, que ven truncados sus juegos y su derecho a la vida, que cargan sobre sus espaldas un dolor imposible de dimensionar. No se trata de una tragedia accidental, sino de una estrategia bélica sostenida que está reduciendo a cenizas no solo infraestructuras, sino el presente y el futuro de toda una generación.
Israel ha desatado una ofensiva militar que no distingue entre combatientes y población civil. Escuelas bombardeadas, hospitales reducidos a ruinas, campos de refugiados arrasados y familias enteras aniquiladas. En Gaza, la infancia se ha convertido en objetivo colateral de una maquinaria de guerra que actúa con impunidad y bajo la excusa de la seguridad nacional. Pero la seguridad de un Estado no puede justificarse a costa de la aniquilación sistemática de otro pueblo. Las cifras son escalofriantes: miles de menores han muerto en apenas unos meses, y decenas de miles más han quedado heridos, mutilados o traumatizados de por vida. La infancia gazatí no conoce lo que significa dormir sin miedo, jugar sin sobresalto o proyectar un futuro.
Lo más indignante no es únicamente la barbarie, sino la complicidad silenciosa de la comunidad internacional. Gobiernos que alzan la voz en defensa de los derechos humanos cuando conviene a sus intereses estratégicos, pero que enmudecen ante lo que juristas, organismos independientes y organizaciones humanitarias ya no dudan en calificar como un genocidio. El derecho internacional humanitario, consagrado en los Convenios de Ginebra, prohíbe de manera explícita los ataques indiscriminados contra la población civil, así como el uso desproporcionado de la fuerza. Sin embargo, estas normas parecen haberse convertido en letra muerta cuando se trata de Palestina.
La Convención sobre los Derechos del Niño, el tratado de derechos humanos más ratificado del mundo, proclama que todos los menores deben ser protegidos contra la violencia, recibir asistencia humanitaria en situaciones de conflicto y gozar de su derecho inalienable a la vida. Cada bomba que cae sobre Gaza es, por tanto, una violación directa de este tratado internacional. Cada hospital destruido, cada convoy de ayuda bloqueado, cada aula que se convierte en una fosa común, representa una traición a los compromisos universales asumidos por los Estados. ¿De qué sirve ratificar convenios si, llegado el momento, se tolera la barbarie?
No se trata solo de un conflicto territorial o de un enfrentamiento religioso; se trata de un crimen contra la humanidad. El uso sistemático del hambre como arma de guerra, los cortes de electricidad y agua potable, la imposibilidad de acceder a medicinas, configuran un escenario de castigo colectivo prohibido por el derecho internacional. Gaza es hoy la metáfora más brutal de un mundo que ha perdido toda brújula ética.
A la devastación causada por los bombardeos se suma una crisis humanitaria deliberadamente provocada: la hambruna. Millones de personas, en su mayoría mujeres y niños, enfrentan la escasez total de alimentos, mientras los convoyes de ayuda humanitaria son bloqueados o bombardeados. La desnutrición severa se expande como una epidemia silenciosa, cobrando la vida de bebés y debilitando a generaciones enteras. Las madres no pueden amamantar por falta de alimentos, los hospitales carecen de fórmulas infantiles y los niños mueren de inanición en pleno siglo XXI, bajo la mirada de un mundo que dice haber aprendido de los horrores del pasado.
El hambre no es una consecuencia colateral del conflicto, sino un método de exterminio planificado: impedir el acceso a pan, agua y leche se convierte en un instrumento de control que busca quebrar la resistencia de todo un pueblo. El derecho internacional reconoce el hambre forzada como un crimen de guerra y un crimen contra la humanidad. Sin embargo, la infancia gazatí se consume en la fragilidad extrema, enfrentando no solo las bombas, sino también el vacío desgarrador del estómago vacío.
Lo más doloroso es que no hablamos de un futuro incierto, sino de una infancia rota en presente. Niños que aprenden a identificar el sonido de los drones antes que el de un juguete, niñas que cargan a sus hermanos pequeños huyendo entre ruinas, adolescentes que entierran a sus padres sin haber conocido un solo día de paz. La infancia palestina está siendo marcada por un trauma colectivo de dimensiones irreparables. Y ese daño no se limita a las fronteras de Gaza: es una herida abierta en la conciencia del mundo entero.
Ante esta realidad, no es suficiente la solidaridad simbólica, los comunicados ni las lágrimas de ocasión. El silencio y la inacción equivalen a complicidad. El mundo tiene la obligación de detener este exterminio, exigir responsabilidades y colocar la vida de la infancia en el centro de cualquier resolución política. Los gobiernos que financian o abastecen de armamento a Israel no pueden seguir lavándose las manos: son corresponsables de cada vida segada. La ciudadanía, a su vez, debe asumir que callar o mirar hacia otro lado es una forma de consentimiento tácito.
La infancia palestina nos está mostrando el rostro más descarnado de la injusticia. Su sufrimiento interpela a nuestra humanidad, a nuestra coherencia y a nuestra capacidad de reacción. Mirar hacia otro lado es negarnos como sociedad, es aceptar que el genocidio pueda convertirse en una rutina más dentro de la agenda internacional.
En Gaza no se libra una simple guerra: se está perpetrando un crimen de dimensiones históricas. Y mientras tanto, los niños y las niñas siguen siendo las primeras víctimas de un mundo que ha decidido olvidar su propia promesa: que toda infancia merece protección, paz y futuro.
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