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Sobre este blog

Mi vida ha estado ligada al séptimo arte prácticamente desde el principio. Algunos de mis mejores recuerdos tienen que ver, o están relacionados, con una película o con un cine, al igual que mi conocimiento de muchas ciudades se debe a la búsqueda de una determinada sala cinematográfica. Me gusta el cine sin distinción de género, nacionalidad, idioma o formato y NO creo en tautologías, ni verdades absolutas, que, lo único que hacen, es parcelar un arte en beneficio de unos pocos. El resto es cuestión de cada uno, cuando se apagan las luces.

LA LA LAND. ¿TODAVÍA ERES CAPAZ DE DEJARTE LLEVAR?

Emma Stone y Ryan Gosling

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¿Quién recuerda aquellos tiempos en los que uno asistía a una sesión matinal de cine a disfrutar, comer algo, y dejar atrás los malos recuerdos atesorados durante la semana que acababa de terminar? Me parece que, como otras tantas cosas, esos recuerdos forman parte de un pasado cubierto de polvo por no decir, directamente, enterrado, por la indiferencia, los radicalismos, las frustraciones e insensateces de un público y una MAL llamada crítica especializada, que está haciendo todo lo posible por evitar que las personas no sólo no disfruten de las películas que decidan ir a ver, según su criterio, sino que ni siquiera acudan a las salas de cine.

La última damnificada en esta nueva y contemporánea caza de brujas global ha sido la premiada y alabada producción La La Land, título que refleja mucho mejor la esencia de la película por mucho que ahora quieran justificarme el nuevo título para el mercado nacional.

La La Land, lejos de todos los peros que se le han querido poner -sobre todo aquellos que la acusan de una película “nostálgica”, “tópica” y “simplona”- es una película redonda tanto a nivel artístico como la forma en la que está realizada. El plano secuencia que sirve de prólogo y presentación es realmente sensacional y pocos han reparado en la complejidad que tiene rodar toda una secuencia de tal forma, mientras que sí se han volcado en señalar todos y cada uno de los defectos de puntuación cinematográfica perpetrados por el director Damien Chazelle, como si de un concurso televisivo de “busca los errores” se tratara.

Luego está el argumento, según muchos, un refrito de grandes clásicos, obviando que ya es muy difícil inventar nada nuevo -por eso, a los clásicos, se les llama “Clásicos”- pero sí que es posible volver a contar una historia con un punto de vista diferente o no, según la idea que tengan el guionista, el director y los mismos actores. Al igual que en cualquier otra faceta artística, un creador tiene perfecto derecho a contar lo quiera y luego los receptores de dicho producto lo juzgarán como crean conveniente, pero ahora mismo se quiere que las cosas sean de una determinada forma. Solamente les falta a los defensores de esta corriente el viajar al pasado, cual cyborg enviado por Skynet, para obligar al autor de un guión a escribir lo que el público y la crítica antes mencionada desea ver, y si no, eliminarlo de la línea temporal por rebelde.

¿Acaso han olvidado lo que supone acudir a una sala de cine para llevarse una sorpresa por lo que estaba sucediendo en la pantalla? Yo aún recuerdo lo que sentí cuando vi, hace ya más de tres décadas, la primera entrega de la saga cinematográfica Terminator, sentado en la butaca de un cine que, con el tiempo, fue pasto de la insensata y desmedida especulación inmobiliaria, esa misma que acaba con los espacios culturales para sustituirlos por adefesios arquitectónicos, dignos de figurar en los manuales del mal gusto cuando se habla de un espacio urbano.

Esos tiempos han quedado atrás y si ahora, cuando decides acudir a una sala de cine, no te encuentras exactamente lo que esperabas encontrarte, además de tener que soportar el síndrome de no poder consultar el teléfono tantas veces como quisieras, no sea que alguien se pueda molestar ¡vaya osadía pensarán muchos!, sólo queda despotricar, a los cuatro vientos… perdón, a tus redes sociales de referencia y poner verde a la mencionada película, la cual, por supuesto, no se merece los premios que un montón de insensatos le han otorgado.

Admito que, en este último punto, tienen su parte de razón, porque cuando una legión de críticos otorga una catarata de premios a una película, por lo menos, en las últimas décadas, dicha película suele ser tan cotidiana, cerrada, introspectiva y carente de ritmo que resulta muy difícil, por no decir imposible, que una persona que acude a una sala de cine para entretenerse no termine decepcionada por lo acaba de ver, si es que ha logrado entender el discurso del guionista-director, que ésa es otra. El problema es que donde termina el criterio de los demás debería empezar el propio, personal e intransferible de cada persona, y ante la insensatez reinante, lo mejor es hacer oídos sordos y no dejarse condicionar.

Tampoco entiendo esa euforia a la hora de valorar La La Land y el catalogarla como una obra maestra atemporal cuando lo más valioso que tiene toda la obra, además de sus números musicales, es la sencilla pero contundente reflexión que te plantea su trama: ¿Hasta dónde estarías dispuesto a llegar para alcanzar tus sueños? Y no me refiero a tus sueños materiales, no en vano, esos se compran con dinero y cualquier patán excesivo y teatrero lo puede lograr -aunque sea el ocupar un despacho oval de cierto renombre. Me refiero a esos sueños que te hacen levantarte de la cama y te llevan en volandas durante todo el día, por muy dura, compleja, áspera, insensata y torticera que pueda llegar a ser nuestra sociedad actual.

Mia y Sebastian son dos caras de una moneda que define muy bien a la sociedad, la nuestra, aquélla que premia a las personas de cartón piedra y castiga a quienes luchan por lo que consideran justo, equitativo y que les ayuda a sobrellevar su misma existencia. Cada cual tiene sus pros y sus contras, pero Sebastian tiene algo que Mia no posee y, por muy dura que pueda llegar a ser la forma que tiene de ver la vida el primero, la prefiero a cómo decide Mia llevar la suya. ¿Estaré equivocado? Seguro que sí, pero mientras mantenga intacto mi propio criterio lograré dormir, aunque sólo sea unas horas por las noches.

Y eso es lo que debería importar cuando se escoge una película, un libro o una obra de teatro. Alabar y/o criticar se ha convertido un tic nervioso, similar al de sacarle una foto a todo lo que se ve o se come, sin reparar en si lo que ves -o lo que comes- merece la pena ser inmortalizado y luego compartido. Además, si por lo menos se criticara después de haber visto la película, la obra de teatro o leído el libro, todavía se tendría un pase, pero hacerlo sin tan siquiera acudir al cine me parece de lerdos ignorantes, incapaces de demostrar un criterio propio y diferente al de esa mayoría que parece tiranizar al común de los mortales y dictarles lo que está bien o mal.

Después están los que, una vez vista la película, demuestran una ceguera tan profunda como la escrita por José Saramago, pero ya se sabe que “no hay peor ciego que el que no quiere ver” y, de ésos, hay legión.

Al final, se trata siempre de lo mismo, las luces de la sala se apagan y empiezan a desfilar imágenes delante de tus ojos. Y, a quien diga lo contrario, le puedo asegurar que está muy, muy equivocado.

© Eduardo Serradilla Sanchis, 2017

© 2017 Black Label Media, Gilbert Films, Impostor Pictures, Marc Platt Productions & Summit Entertainment

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Mi vida ha estado ligada al séptimo arte prácticamente desde el principio. Algunos de mis mejores recuerdos tienen que ver, o están relacionados, con una película o con un cine, al igual que mi conocimiento de muchas ciudades se debe a la búsqueda de una determinada sala cinematográfica. Me gusta el cine sin distinción de género, nacionalidad, idioma o formato y NO creo en tautologías, ni verdades absolutas, que, lo único que hacen, es parcelar un arte en beneficio de unos pocos. El resto es cuestión de cada uno, cuando se apagan las luces.

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