Ahora toca la tierra: los nuevos agricultores de Lanzarote conviven con el campo más tradicional

Don Esteban y su burro. (De la Cruz).

Gregorio Cabrera

Arrecife —

En el verde invierno de Lanzarote también hay flores fuera de sitio. “Mira esa finquita, una finca buena, buena que es, eh, no creas. Pues se murió el hombre y, escucha, nada más que mala hierba queda”, resume Maximiano Armas Villalba, de la Villa, sentado en el muro de piedra que él mismo levantó. Señala mientras al arenado, ocupado por barrillas, lengua vacas, polillos machos, tréboles de olor, coscos, morgallanas y hasta tabaibas dulces, insuficientes no obstante para disimular la amargura que destilan sus palabras.

Maximiano es un islote del ayer. Habla como cada vez lo hace menos gente en la isla. Se percibe claramente el rumor quejoso de quien no entiende muy bien cómo ha cambiado Lanzarote a su alrededor. “Me vine prontito esta mañana y había una cantidad de gente corriendo que daba miedo. Hasta mujeres nuevas y todo. Un día le di una calabaza a una. Pues me dijo que estaban bonitas las calabazas, pues qué iba a hacer...” Este quijote de la Vega de San José no entiende otra cosa que no sea trabajar la tierra y enterrarse en ella como una semilla, germinar con las primeras lluvias invernales y exponerse al solajero o a los vientos. Así ha sido su vida y este ha sido su código. “El que no le ha costado nada y no ha sido la camisa sudada lo vende todo y lo parrandea”, sentencia. “Yo estoy aquí mejor que en mi casa. Ya no puedo caminar, pero por lo menos voy meneando por aquí”, dice. En esas está, en limpiar la tierra en torno a las raíces de una antiquísimas parras de “uvas negras gruesas medio malas”.

Quedan pocos como don Maximiano y él entiende que hace falta su madera para sacarle provecho al campo de Lanzarote: “Esta gente del instituto no va a venir al campo. Se ha abandonado todo y más abandonado que va a estar. Al tiempo”. Qué eco encontrará el veredicto de Maximiano en otros surcos y veredas?

A veces, como lo hacen las siemprevivas, brota algo de optimismo, aunque plagado de matices y claroscuros. “La cosa no está del todo mal. El producto de Lanzarote es bueno”, comenta azada en mano Mario Morales, en los bajos de Nazaret. “El problema es que muchas veces queremos vender lo que no está para vender y eso nos repercute a todos. Se sabe que el agua no es buena para riego, pero nada. A la hora de comprar las papas, por ejemplo, no se nota. De hecho, por fuera hasta lucen más bonitas y el ama de casa ve por los ojos. Pero a la hora de sancochar échale paja a la burra”.

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