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Sobre este blog

En el teatro, el concepto de ‘cuarta pared’ hace referencia a ese muro invisible que separa en el proscenio a espectadores y actores. Derribar esa convención, esa ‘cuarta pared’, ha sido, por lo tanto, tarea transgresora por antonomasia tanto en el teatro como, metafóricamente, fuera de él. Hablar de Santander derribando esa ‘cuarta pared’ es confundir actor y espectador, testigo y decorado, de tal modo que los personajes de esta ciudad ensimismada con su reflejo den un paso atrás para dejar que el observador sea, si acaso una vez, el protagonista de su tragicomedia cotidiana.

Santander, entre lo grotesco, lo kitsch y lo naïf: arte para salir corriendo

Escudo de Santander en un cartel de los Jardines de Piquío.

Javier Fernández Rubio

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Las artes son bellas por definición, como el valor se supone en el Ejército. Las Bellas Artes, no obstante, empiezan a dejar de serlo cuando la clase política impone sus gustos estéticos en glorietas, calles y plazas o deja la puerta abierta para que amigos, conocidos, familiares y aficionados, con más buenas intenciones que acierto, entren a decorar la casa de todos. Como si decoraran el salón de sus casas, van repartiendo por las esquinas productos de la fábrica humana, algunos bellos y afortunados, otros llamados a convertirse en carne de meme.

En esta competición por ocupar el vacío que dejan espacios muertos y atender supuestas demandas populares, administraciones, empresas y servicios públicos luchan también contra el 'horror vacui'. Desde conjuntos escultóricos sobrantes de la red de autopistas y que se iban colocando a quien los pidiera (la glorieta de Los Delfines de Santander, por ejemplo), hasta artefactos que rematan en superficie obras de ingeniería, como el soterramiento de Cuatro Caminos de la capital cántabra, con una esfera armilar en su superficie que pocos en la ciudad saben lo que significa.

Hay un escudo de la ciudad de Santander en los Jardines de Piquío en el que no queda del todo claro si los mártires San Emeterio y San Celedonio, patronos de la capital de Cantabria, fueron decapitados, y lo que se reproduce son sus cabezas; o si acabaron en las fauces de los leones en el circo, y lo que se reproduce son las cabezas de las fieras. Más suerte corre el bajel del escudo, cuyos tres palos son identificables y hacen sospechar que se trate de una fragata y, obviamente, a su lado se yergue la torre de Sevilla cuyas cadenas franqueó el almirante Bonifaz a la hora de conquistar la capital hispalense en el siglo XIII (aunque las fragatas no existieran en aquel entonces). El resultado del conjunto invita a hacer camisetas para fiestas hipster o ilustrar el cartel de la escuela de restauración Ecce Homo, de Borja.

Esta delicia naïf es servida por partida doble por el Servicio de Parques y Jardines de Santander, en el anverso y reverso de la señal que indica que uno se encuentra en los Jardines de Piquío y no en un parque temático infantil. Pero si el observador se desplazara por otros puntos de la ciudad, acabaría dudando de a qué multiverso de la estética ha ido a parar, ya que el desfile de esculturas grotescas o simplemente kitsch es continuo.

En materia de escultura, al santanderino también es conservador y le gusta más el siglo XIX que las vanguardias. De Mariano Benlliure hay en la capital dos muestras destacadas de su obra: la estatua sedente de Marcelino Menéndez Pelayo y la fuente-monumento dedicada a la marquesa de Pelayo, sobrina del marqués de Valdecilla, el cual no tuvo tanta suerte y en su escultura, levantada a las puertas de la Gerencia del hospital no quedó precisamente agraciado.

Hay obras encomiables que conviven con lo realmente popular. En lo alto del ranking de popularidad está José Cobo, cuyo conjunto de Los Raqueros, en la machina santanderina, es tal vez el grupo de estatuas más fotografiado de la historia de la capital. Otro conjunto de Cobo se levanta en la Plaza de Alfonso XIII y es el Monumento al Incendio y la Reconstrucción de Santander, muy apreciado por los ciudadanos, y que recuerda la catástrofe de 1941 que asoló todo el centro de la capital cántabra.

De Cobo es también el conjunto dedicado a los Hermanos Tonetti, junto al parque de Mesones, aunque este es tan verista que hasta da un poco de miedo a los niños. No menos popular es 'El Botas', de nombre José del Río Sainz, alias 'Pick', poeta, navegante y periodista. Su escultura, obra de José Villalobos y Miñor, se encuentra ubicada en la curva de La Magdalena.

A partir de ahí comienza el pasacalles del horror, como en el caso de los monumentos al cardenal Herrera Oria, junto a la iglesia de Santa Lucía, o a la Sardinera, entre Tetuán y Puertochico, estatua que fue sometida a una delicada intervención reconstructiva tras ser derribada por un vehículo que a alta velocidad invadió la glorieta que ocupa a la salida del túnel de Tetuán.

Ramón Ruiz Lloreda falleció en 2002. Era médico y escultor aficionado. Su materia era el bronce y 20 años después de su fallecimiento media ciudad sigue bronceada. Suyas son las estatuas antes citadas del marqués de Valdecilla y la Sardinera, pero también los monumentos a la Marina Mercante; el conjunto de Los Osos, en el Paseo del General Dávila; el monumento a Félix Rodríguez de la Fuente, en la península de La Magdalena; el homenaje a Beethoven, en el Conservatorio Ataúlfo Argenta; a Jorge Sepúlveda, en la Avenida de Reina Victoria; y a Corocota, en El Sardinero.

Es, con diferencia, el hegemónico en la ciudad. De toda su obra, la más popular es el conjunto escultórico de la osa y sus oseznos. La instalación de estas efigies deparó un curioso suceso cuando uno de los oseznos desapareció de su emplazamiento... aunque rápidamente la Policía dio con el fugitivo que, con un osito de bronce bajo el brazo, no pudo llegar muy lejos, concretamente a La Albericia. Ruiz Lloreda es también conocido fuera de Cantabria por los enormes dinosaurios creados por él y erigidos al aire libre, en La Rioja.

Poetas castigados, ilustres viajeros

Gerardo Diego, poeta de la Generación del 27, lleva años sentado en un banco de la Avenida Reina Victoria contemplando el Pirulí, el monumento al Indiano, sobre Peña Cabarga, monumento que él siempre detestó. La estatua, de tamaño natural, no es especialmente desagradable pero sí es llamativa por el castigo al poeta que supone y que lleva sufriendo desde hace años: contemplar el infame engendro que estropea el perfil de su amada bahía.

De las esculturas viajeras, por sus continuos cambios de emplazamiento, hay dos ejemplos significativos: el primero es la estatua de Pedro Velarde, actualmente erigida a la entrada de la Plaza Porticada, pero que ha tenido numerosos emplazamientos, como lo atestiguan todas las postales del siglo XX que se puedan encontrar. Le va a la zaga el naturalista Augusto González Linares.

El héroe del 2 de Mayo se convirtió en estatua por iniciativa de José María de Pereda, el cual tiene un conjunto escultórico en los Jardines de Pereda dedicado a su persona y a los personajes de cinco de sus novelas.

Velarde hecho bronce vino al mundo con retraso, pero llegó. En 1880 apuntaba con su sable y su cañón desde la Plaza de la Dársena. En 1915 se mudó a la actual plaza de Pombo. Después del incendio de 1941, fue trasladado a la Plaza de Velarde, a la que da nombre, pero en 1954 fue desahuciado para acabar en la Plaza de Farolas y así dejar sitio al Festival Internacional de Santander.

No acabaría aquí la cosa. En Farolas, el artillero hubo de cambiar de residencia de nuevo por las obras de construcción de un parking subterráneo. Cuando acabaron, volvió pero no a su emplazamiento inicial. En todo caso, no acabaría ahí mucho tiempo: un atentado terrorista en el aparcamiento obligó a reformar el parking y llevarse la estatua a la Plaza de Velarde, que es donde ahora está, eso sí, a su entrada para que no obstaculice la instalación de las carpas que se suceden todo el año.

Otro viajero, a pesar de él, fue Augusto G. de Linares, biólogo y muchas cosas más, uno de los pocos exponentes de la ciencia en las calles de la capital de Cantabria, más acogedora para tipos populares, personajes famosos y 'espadones' de la Guerra Civil. La de González de Linares ha tenido media docena de emplazamientos y ha sido objeto de vandalismo en varias ocasiones, no tanto él, como la representación de la Fama, que le rinde homenaje y a la que periódicamente hay que reponerle la mano, si no el brazo entero. La nariz, también mutilada, no ha sido recuperada aún.

José Quintana fue el autor del monumento, consistente en un busto del también geólogo y la figura femenina de la Fama. El primer cambio lo llevó a los Jardines de Piquío y, al finalizar la Guerra Civil, el busto acabó castigado en el Museo Marítimo y la Fama en la Alameda de Oviedo. Reconfigurado el conjunto, fue llevado de nuevo a El Sardinero y dentro de este área ha cambiado de emplazamiento alguna que otra vez. Estos días ha sido reinstalado el conjunto escultórico en San Martín, entre el Palacio de Festivales y el Instituto Oceanográfico. Al igual que a Velarde, se le sigue la pista.

No obstante, en materia de vandalismo, quien se lleva la palma es el navegante Vital Alsar, ya difunto. Actualmente, la paloma recién inaugurada, obra de Carlos Aguilar y Linares y que pudo haber sido mascarón de proa de un trimarán, ha sido retirada de la duna de Zaera, derribada por desconocidos una noche de iconoclastia y alcohol.

Alsar, todavía en vida, ya asistió a la reconstrucción de otro hito que se le dedicó y que fue tirado por los suelos. La rosa de los vientos nunca apareció, pero la obra de Pereda de la Reguera resurgió como ave fénix producto de la última tecnología y ahora es contemplable en el Paseo de Pereda.

El sostén de Concha Espina y Villa Caca

El santanderino tiene un problema con la exhibición pública de la desnudez, cierto sentimiento pudoroso que le lleva a perder el sosiego. Una de las mayores polémicas habidas en la ciudad fue relativamente reciente y giró en torno a las dos estatuas desnudas de la fachada de la Caja de Ahorros, en la ya citada Plaza Porticada.

Las esculturas siguen en la plaza, no muy lejos del viajado Velarde. Representan a un hombre y una mujer, obra de Agustín de la Herrán Matorras, que son trasunto 'mitológico' del Ahorro y la Beneficencia. Datan de 1969 y dieron lugar a una polémica de alcance nacional. Fue todo un escándalo, como se decía entonces.

Las esculturas las realizó De la Herrán Matorras a partir de bocetos del pintor Fernando Calderón. El primer escultor en que se pensó para dar volumen a los bocetos fue Jesús Otero, pero rápidamente fue descartado por ser de izquierdas, de lo que se deduce que a las autoridades les produce el mismo rechazo ser progresista que exhibir los genitales.

Pero la madre de todas las anécdotas la tiene la escritora de Luzmela/Mazcuerras y miembro destacado de la Sección Femenina, Concha Espina. Su monumento en los Jardines de Pereda, una fuente que ha tenido varios emplazamientos en este parque y que actualmente vuelve a estar oculta por las obras del museo del Banco Santander, motivó otro escándalo de magnitud durante su inauguración. Lo cuenta el historiador José Ramón Saiz Viadero, quien relata cómo se enmendó el 'exceso' del escultor Victorio Macho:

“Cuando Alfonso XIII descubrió la estatua que la escritroa Concha Espina tiene en los Jardines de Pereda, apareció, bajo la bandera nacional que la cubría, armada de un llamativo sostén de encaje negro. Disipado el escándalo ante la egregia figura, los severos ediles de la época convinieron que, en efecto, el busto era asaz provocativo y decidieron que el picapedrero municipal redujera a volúmenes más discretos los encantos de la eximia escritora de Mazcuerras”.

Todas estas situaciones siempre han sido más de la preocupación de las autoridades que de la ciudadanía, que siempre ha asistido divertida al espectáculo de la estatuaria local. Cuando no ha contribuido con un toque escatológico a su enaltecimiento. De Cristóbal Colón, subido en su columna del Sardinero cual Simón el Estilita, se dice que el papel que sostiene en la mano no es exactamente un soporte de lectura. El santanderino, al verlo mirando hacia 'Villa Caca', antigua propiedad del fabricante de Laxante Busto, no pudo evitar pensar que el citado papel estaba llamado a tener otros usos.

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En el teatro, el concepto de ‘cuarta pared’ hace referencia a ese muro invisible que separa en el proscenio a espectadores y actores. Derribar esa convención, esa ‘cuarta pared’, ha sido, por lo tanto, tarea transgresora por antonomasia tanto en el teatro como, metafóricamente, fuera de él. Hablar de Santander derribando esa ‘cuarta pared’ es confundir actor y espectador, testigo y decorado, de tal modo que los personajes de esta ciudad ensimismada con su reflejo den un paso atrás para dejar que el observador sea, si acaso una vez, el protagonista de su tragicomedia cotidiana.

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