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El impacto del problema ferroviario en las comunidades autónomas

Concentración contra el cierre de la línea de ferrocarril convencional Aranjuez-Cuenca-Utiel, que convoca la plataforma Pueblos con el Tren, de Cuenca, con el lema 'Defiende tu tren, defiende el futuro de nuestra tierra', este domingo en Cuenca. EFE/José del Olmo

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Las líneas de ferrocarril llevan funcionando de forma deficiente desde hace mucho tiempo, aunque los políticos hayan evitado hablar del asunto. El problema se podía ocultar con facilidad mientras afectaba a comunidades autónomas de la España despoblada. Sin embargo, cuando debido a la falta de inversión y el insuficiente mantenimiento de las infraestructuras las deficiencias en el servicio impactan en las autonomías más pobladas y poderosas, el tema comienza a ser considerado importante, se incluye como prioritario en la agenda política y es debatido por los partidos. 

Pues bien, en semejantes circunstancias, las respuestas que en calidad de responsable del servicio público de ferrocarril ha venido ofreciendo el ministerio de transportes a las distintas comunidades autónomas, han estado condicionadas por la fuerza de los poderes políticos, económicos y sociales de las comunidades afectadas por el problema. Basta con que comparemos lo sucedido en Cataluña y Castilla-La Mancha para verificar la estrecha conexión que existe entre las medidas adoptadas por el Gobierno y la estructura del poder de la comunidad autónoma correspondiente. 

Cuando el desastroso funcionamiento del servicio público de ferrocarril se produce en una comunidad autónoma histórica y desarrollada (Cataluña), con una potente identidad nacional o regional, que demanda independencia y más competencias (o viceversa), cuenta con una poderosa élite empresarial y existen pluralidad de partidos políticos compitiendo por el poder, la respuesta dada por el Gobierno central es deferente y generosa. El Gobierno comienza por asumir los fallos en las infraestructuras, se compromete con la poderosa comunidad autónoma a traspasar las competencias que solicite en temas ferroviarios, acepta rendir cuentas, perdona deudas pasadas y programa invertir los recursos precisos para reparar los perjuicios causados a la ciudadanía como consecuencia de la gestión realizada por los distintos partidos que detentaron el poder del Gobierno del Estado durante los últimos años. Pero lo más importante – y conviene subrayarlo- es que nunca se plantea como posibilidad la disparatada idea de cerrar una línea férrea. 

Cuestión distinta es cuando el catastrófico funcionamiento de los servicios públicos de ferrocarril impacta en una comunidad autónoma extensa, poco desarrollada, despoblada (Castilla-La Mancha), con escasa conciencia regional, que carece de una poderosa élite empresarial y hay escasa competencia entre partidos políticos. En este caso el ministerio no considera que sea responsable de que el administrador de infraestructuras ferroviarias (ADIF) se haya dedicado a no renovar vías ni maquinarias, haya quitado estaciones, suprimido interventores y eliminado taquillas. Tampoco cree el ministerio que deba rendir cuentas a sus colegas del gobierno autonómico porque más de 300.000 personas dejaran de viajar en el tren debido a la incomodidad de los transbordos, los horarios y frecuencias imposibles y los retrasos o cancelaciones programados. El equipo del ministerio en vez de asumir alguna responsabilidad propone al Gobierno que decrete la clausura de la línea férrea Aranjuez-Cuenca-Utiel.

Lo verdaderamente insólito es que García Page (que se comprometió a pelear a muerte por el tren) y el gobierno de Castilla-La Mancha hayan apoyado el impertinente decreto de sus compañeros del Gobierno estatal; no exigieran que se llevara a cabo la renovación y modernización de un ferrocarril de gran valor social, patrimonial, cultural, paisajístico y económico (9.000 millones); no reclamaran al ministerio por haber permitido la degradación de la línea Madrid-Cuenca-Valencia a lo largo de los años; admitieran la negligencia ministerial que justificó el cierre de la línea alegando que era obsoleta, lenta, no rentable, ni eficiente; desacreditaran por nostálgicos a los defensores del ferrocarril y contando con el intrigante apoyo del partido de la oposición actuaran como cómplices necesarios para que el Gobierno decretara el cierre del tren regional a cambio de unos mezquinos 40 millones de euros para la capital de Cuenca. 

A modo de conclusión, cabría sostener la discutible hipótesis de que mientras las comunidades históricas poderosas con conflictos entre partidos por alcanzar el poder, perciben el desastre ferroviario ministerial como una oportunidad magnífica para obtener más beneficios del estado central y promover el desarrollo de las infraestructuras ferroviarias en interés de la ciudadanía; las comunidades autónomas políticamente débiles, carentes de vigor, coraje cívico y verdadera competencia entre partidos, parecen dispuestas a aceptar el trágala ministerial, asumiendo la infame decisión impuesta por el Gobierno de suprimir el tren, que es un menosprecio de la dignidad y los derechos de la ciudadanía de las zonas despobladas. Lo más desolador de esta complicidad de los dos partidos mayoritarios de Castilla-La Mancha con el Gobierno estatal es que, salvo que lo remedie el Tribunal supremo, el ruinoso desmantelamiento del servicio público de ferrocarril regional perjudicará el futuro desarrollo sostenible de los pueblos expropiados y beneficiará especialmente a los codiciosos constructores y especuladores inmobiliarios, deseosos de disfrutar del chollo de unos espléndidos pelotazos urbanísticos a costa del expolio de propiedades, terrenos y bienes de dominio público saqueados. 

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