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Sin asilo tras huir de las maras: “Violaron y mataron a mi hija y amenazaron años después a mi familia a punta de pistola”

Ana huyó de las maras pero no ha logrado obtener el asilo.

Germán Aranda Millán

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A la hija de Ana, nombre ficticio, la violaron en El Salvador 20 menores de edad antes de asesinarla en el 2003. Deprimida y desesperada, cambió dos veces de ciudad y vio cómo las maras de la facción rival a la que mató a su hija llegaban a su nuevo vecindario 15 años después. Obligaron a trabajar para ellos a su marido, que no aguantó la presión y se dio a la fuga del barrio sin avisar, así que los pandilleros amenazaron a toda la familia de muerte. Al final, Ana lideró una huida de película a España con una familia de siete miembros, hasta llegar a Barcelona. “Cuando me senté en la fuente de la Puerta del Sol de Madrid, no me lo podía creer, pensaba que todavía me perseguían, tenía miedo a la gente, pensaba que me querían matar. Doblé rodillas y lloré, lloré, lloré como loca”, cuenta, aunque sus dolores de cabeza no habían terminado: Le tocaba ahora el largo periplo del asilo que el pasado mes de febrero le fue denegado.  

A Rodrigo le pusieron una pistola en su barrio de San Salvador por no pagar la renta que le exigían las maras en el mismo país y en ese momento decidió también poner rumbo a España. Y a Luisa, hondureña de nombre también ficticio, le entró el pánico cuando violaron a una vecina de 10 años delante de toda la familia. Su hija pequeña por entonces tenía 13 y fue el detonante para abandonar con ella el país. 

Ninguno de los tres relatos ha servido para que el Ministerio de Interior les otorgue el asilo político, al que según la ley 12/2009, tiene derecho “toda persona que, debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, opiniones políticas, pertenencia a determinado grupo social, de género u orientación sexual, se encuentra fuera del país y no puede o, a causa de dichos temores, no quiere acogerse a la protección de tal país”, además de los apátridas. 

Todos ellos consideran que su país no es un país seguro y que el control de las maras sobre el territorio es tal que acabarían dando con ellos, poniendo en riesgo sus vidas si no pagan una extorsión o no resuelven los conflictos o deudas que, en el primer y segundo caso, habían contraído con los grupos criminales con tentáculos en las instituciones y policías del país. Casos como estos se cuentan por miles, la gran mayoría con una misma respuesta: rechazado. 

Si el abrupto crecimiento de peticiones de asilo en los últimos años en España hizo acumular durante años muchos casos en el archivo de pendientes –mientras se resuelve el caso los solicitantes tienen un derecho especial de trabajo–, el acelerón de las administraciones que empezó el pasado año se ha traducido en portazos para nueve de cada diez solicitantes de asilo, muchos de ellos centroamericanos que huyen de las maras. 

Un 95% de denegaciones

Así, a pesar del descenso de peticiones de asilo y protección internacional registrado en 2020 por la pandemia, las resoluciones negativas aumentaron (generalmente por peticiones de años anteriores) y, con ellas, el sello de “salida del país obligatoria” en los pasaportes y la pérdida del derecho al trabajo. España recibió en 2020 5.536 peticiones de asilo en Honduras y resolvió favorablemente 688 (no necesariamente del mismo año). En 5.180 ocasiones dijo que no a los demandantes, seis veces más que en 2019. Pese a la pandemia, 2.521 salvadoreños pidieron asilo en España el pasado año, durante el cual se emitieron 3.927 resoluciones desfavorables (casi el doble que en 2019) frente a solo 41 derechos de asilo concedidos. También 518 personas de Guatemala solicitaron protección mientras se le negaba el derecho a 420 compatriotas. 

Los países golpeados por las maras son, tras Venezuela y Colombia, los que más demandas de asilo acumulan. Si desde 2019 el Gobierno concede un derecho especial a protección internacional por razones humanitarias a los ciudadanos venezolanos, que llegó a 40.726 personas el pasado año, para los colombianos corre una suerte opuesta: con 37.907 denegaciones, lideran de lejos esta estadística por encima de hondureños y salvadoreños. En total, España aprobó 4.360 estatutos de refugiado en 2020 y 1.398 protecciones subsidiarias, mientras que dijo a 68.435 ciudadanos de diversos países que no aceptaban su solicitud de refugio. La tasa de reconocimiento, de un 5,01%, es de las más bajas de Europa. 

Preguntado específicamente acerca de los países golpeados por las maras y por si se les considera estados que ofrecen protección suficiente a sus ciudadanos, el Ministerio del Interior prefiere no entrar en detalles y aclara que “en protección internacional no hay espacio para la discrecionalidad”. “Cualquier expediente de protección internacional se analiza de forma individual, uno a uno, se concede cuando se cumplen los requisitos y se deniega cuando no se cumplen. De hecho, son muy escasas las veces en las que una resolución de la Oficina de Asilo y Refugio es rectificada en un proceso contencioso-administrativo”. 

Las resoluciones del Ministerio de Interior a las que ha tenido acceso elDiario.es, en cambio, sí que entran en consideraciones sociopolíticas sobre la situación en sus países. “Las declaraciones gubernamentales parecen indicar que el estado salvadoreño está cada vez más cerca del establecimiento de una estrategia de seguridad coordinada”, asegura una resolución de 2017 que cita artículos e informes sobre la situación del país de diferentes medios de comunicación, algunos de ellos mucho más críticos que sus conclusiones. No obstante, la resolución pone en tela de juicio la versión del solicitante de asilo, que “realizó una serie de afirmaciones, que pueden reflejar la realidad pero que también pueden no ser ciertas”. 

La denuncia presentada en su país, por una parte, “parece ser tan solo un medio de dotar de verosimilitud por vía de constancia documental a unos hechos que no se acreditan por otros medios”, mientras que por la otra, “el hecho de que los solicitantes hayan presentado una denuncia ante la policía denota confianza en la actuación policial en cuanto a la prevención de nuevas acciones delictivas”, lo cual iría en contra de “considerar suficientemente acreditada una situación de aquietamiento, pasividad, desidia o impotencia de las autoridades de su país”. Los solicitantes, observa, no figuran como activistas y “el estado salvadoreño no presenta disfuncionalidad alguna para proveer de protección a sus ciudadanos en los ámbitos policial, judicial y legislativo”. 

Aunque esta resolución es anónima y elDiario.es no ha podido contrastarla con el solicitante de asilo, fuentes de la Comisión Catalana de Atención al Refugiado (CCAR) y otros demandantes de asilo coinciden en que es la tónica general: cuestionar la veracidad de los hechos y afirmar que los estados salvadoreño y hondureño son eficaces. Este último punto es crucial, ya que cuando no se trata de personas perseguidas directamente por el Estado, y de acuerdo a la convención de Ginebra sobre el Estatuto de Refugiados de 1951 (el asilo es un derecho humano reconocido en 1954), se debe demostrar que el país de procedencia no concede suficiente protección. 

En los últimos años, los homicidios cometidos por las maras han bajado considerablemente. Honduras sigue siendo el tercer país con mayor índice de homicidios (3.496 en total, 37,6 por cada 100.000 habitantes) y El Salvador el octavo, con una tasa de 19,7 por cada 100.000 y 1.322 homicidios, un 45% menos que el año anterior. La mayoría de demandantes de asilo llegaron, en cualquier caso, antes de que se conocieran estas cifras y relatan amenazas de todo tipo. 

El periodista salvadoreño especializado en pandillas Carlos Martínez da la razón a las víctimas y cuestiona las resoluciones de Interior. “La mayoría son bulos fruto de la propaganda”, critica en entrevista telefónica, y asegura que no existe en El Salvador un programa serio de protección de testigos o de seguimiento de personas desaparecidas. Las maras, afirma, dominan prácticamente todo el territorio y el tejido social del país. “El Gobierno habla de un plan de control territorial tan secreto que nadie lo conoce. La forma en que desde 'El Faro' demostramos a través de documentos oficiales la reducción de homicidios es un acuerdo mafioso entre la Mara Salvatrucha y las dos facciones del Barrio 18 con el Gobierno”, asevera. “La innegable reducción de homicidios durante los dos años de Nayib Bukele como presidente no suponen una debilidad en las estructuras de las pandillas: su capacidad de matar es la misma. Seguramente estén controlando mejor el ímpetu, la tontería de los jóvenes pandilleros que matan porque esa chica no me hizo caso o porque me negaste el agua cuando te la pedí. Es una violencia menos febril, pero si no pagas o desobedeces, te van a matar igual. También se ha dejado de exigir a los jóvenes, como pasaba en los años 2000, que asesinen para entrar en una pandilla. Se trata de las pandillas entendiendo la importancia política de administrar la violencia”, reflexiona. 

“He seguido bastantes casos de huida a países vecinos en los que la migración interna no era una opción y existen oenegés organizando estas salidas sin apoyo del Estado”, añade. Los solicitantes de asilo entrevistados comparten que en sus países no había opción de huir de las pandillas, así como el miedo a denunciar por si algún policía corrupto les delataba en estados donde se han demostrado lazos institucionales con las maras en todos sus niveles. 

Pagar para sobrevivir

En el caso de Ana, la solicitante anónima salvadoreña a cuya hija las maras violaron y mataron en 2003, cambiar de ciudad dos veces no fue solución. Pero el calvario después de sus migraciones en el país siguió en España, primero con su familia partida en diferentes albergues de acogida y, dos años después, con la denegación de asilo que le ha arrebatado también el derecho a trabajar. Intenta ganarse la vida vendiendo pupusas caseras –una especie de arepa salvadoreña– entre la comunidad, y ahora ha conseguido algunas horas cuidando a un anciano.  

Cuenta Ana que en 2003 las maras apenas habían llegado a su comunidad y que consiguió dar con su hija, después de días desaparecida, a base de ir ella misma preguntando a los jefes de las pandillas. “¿Una chica bonita y no les haces caso? Para ellos es una falta de respeto. Salió una mañana a hacer su curso de verano y ya no regresó. La encontré pasados ocho días”, rememora marcada aún por una herida imborrable que la llevó a una profunda depresión. “Apenas tenía 17 años, la violaron entre 20 y después la mataron. Eran menores de edad”, añade. 

Después de vivir un año en absoluto estado de shock, frecuentando el cementerio de madrugada, Ana se mudó a otra ciudad con familiares. Poco después, empezaron a llegar las maras de la facción rival a la que mató a su hija. “Al principio llegaron tranquilos, se ganan a la comunidad…”. Pasaron los años y “las balaceras”, como les llaman a los tiroteos, fueron creciendo. El jefe de las pandillas era vecino y una vez se les coló en casa por la ventana para huir de la Policía, que va alternando el cobro de sobornos con operaciones para detener a pandilleros cuando estos no pagan, según su relato.  

El infierno definitivo llegó a casa de Ana, de nuevo, en 2016. “Mi marido bebía mucho y se quedó sin empleo. Así que lo pusieron a trabajar para la pandilla. No te puedes negar. Tenía que guardar un parking donde había armas y también el libreto con todos los nombres de la colonia y la gente que debía dinero. Llegó un momento que pensó que iría a la cárcel, le caerían muchos años, y huyó. ”Nos dejó solas, a mí y a mis hijos, aún hoy se lo recuerdo. Vinieron los mareros, me apuntaron a punta de pistola, preguntando dónde estaba. Cada día nos controlaban y nos pedían el teléfono para intentar hablar con él. Me salvó haberle dado el dinero que mi marido había dejado en un bote, pero nuestra vida corría peligro, tanto si volvía como si no“. 

Ana consiguió que la Policía le ayudase a fugarse del barrio (no sin antes advertir de sus contactos en instancias superiores del Estado), para irse a la otra punta del país y desde allí tomar un avión a París, dejando atrás un buen empleo en una multinacional que le permitió gracias a los ahorros pagar siete vuelos para toda la familia. Pero en la escala en España, decidió bajar sin que nadie le pidiera la documentación que acreditara que era turista o tenía papeles. Llegó con su marido, al que había reencontrado en el camino de fuga, y con sus dos hijos, su hija y dos nietos. Enseguida rellenó los papeles para el asilo, que al cabo de seis meses dan derecho a trabajo mientras se resuelve el expediente. Pero dos años después, Ana y sus familiares recibieron en febrero la negativa con argumentos similares a los comentados antes. 

En El Salvador solo se puede vivir mínimamente si te vas a un pueblo recóndito y vives como un ermitaño

“La sensación general de los solicitantes es que se les cuestiona, se les trata como a mentirosos y eso, para según qué experiencias, agudiza los traumas: además de haber pasado por esas experiencias, se cuestiona tu veracidad”, alude Estela Pareja, directora de la Comisión Catalana de Ayuda al Refugiado. “Creemos que esta visión restrictiva del derecho de asilo tiene que revertirse, no ser una herramienta más de las políticas de control de los flujos migratorios sino ser verdaderamente políticas de derechos humanos, que den respuesta a la situación de las personas que se han visto obligadas a huir de sus países en la búsqueda de protección”, añade. Fuentes que trabajan con refugiados alertan de que aceptar el asilo de países como El Salvador u Honduras podría suponer un “conflicto diplomático con estos países”. 

Pero, a poco que se hable con los migrantes de estos países, solicitantes de asilo o no, coinciden en que “en Honduras no se puede vivir”. En este caso lo dice Luisa, hondureña de nombre ficticio que sufrió por la vida de su hijo, taxista, en dos ocasiones, al que crio como a sus dos hijas sin la presencia de su marido, que la abandonó en 2007. En una, porque al entrar en el barrio con un coche de flota diferente al habitual, los mareros lo persiguieron para saber quién era hasta que una vecina les dijo que era vecino. Y en otra, porque a un compañero taxista que trabajaba con él lo mataron una mañana porque el jefe (que era el mismo que el de su hijo) no había pagado la renta de extorsión a la que obligan. “Se durmió y no fue a trabajar, si no lo habrían matado a él”, cuenta Luisa, que acabó de decidirse a marcharse cuando los mareros “secuestraron a niñas de 10, de 11 y de 12 años y las violaron antes de devolverlas a la familia”. “Yo entré en pánico por mi hija, que es muy bonita, y cuando se iba acercando la noche quedaba pegada a la angustia, a la desesperación”, cuenta Luisa con un hilo de voz y con problemas auditivos que, explica, empezaron justo el día, en 2017, que decidió volar a España. Aunque también le han denegado recientemente el asilo, al menos lo tiene bien encarado para conseguir el arraigo. 

Rodrigo, que llevaba dos años de trabajo gracias al permiso provisional como demandante de asilo, también recibió una negativa en febrero. “Dicen que no has presentado las pruebas suficientes y que el país tiene planes de reinserción y te invitan a irte de España”, resume el joven, que gracias a la empresa donde lleva trabajando desde 2019 conseguirá seguramente el permiso de trabajo por la vía del arraigo. “Monté un taller propio en San Salvador, al principio las maras me pedían 150 dólares al mes de renta y después 700, yo no podía llegar a tanto”, cuenta. “Un día iba caminando a casa, me adelantó un vehículo, bajaron tres personas con pistola en mano, me metieron en el coche, me pusieron el arma en la cabeza y me dijeron que me dejaban ir si hacía el pago. Conseguí pagar, pero decidí abandonar el país”, relata Rodrigo, que cree que, en El Salvador, “solo se puede vivir mínimamente si te vas a un pueblo recóndito y vives como un ermitaño”.

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