Durante las pasadas fallas, viendo a unos niños tirar petardos en un solar bajo la muy pedagógica mirada de sus progenitores, me acordé de repente de aquella vez que tiré una granada, no de las de comer, sino de las otras, en el campamento de reclutas de Cerro Muriano, donde lo del miliciano de Capa. Tiramos una todos los de la compañía, uno tras otro, vigilados por un sargento de instrucción visiblemente acojonado porque no se fiaba un pelo de que aquella recua de palurdos supiera contar hasta cinco, que era, creo, el tiempo que había que esperar para lanzar la bomba después de quitarle el seguro. Me acordaba de eso y también de cuando disparé un cañón varias veces. Fue en Sevilla, delante de un niño de corta edad, el hijo del capitán, que su padre traía a las maniobras, subía a la caja del camión y obligaba a vernos trajinar los obuses y escuchar las andanadas. Imagino que se habrá convertido en un hombre de provecho, tal vez un poco sordo, pero de provecho. Recibió parecida pedagogía a la impartida por los papás falleros, pero con pirotecnia de la buena. Como la que practicábamos en el campo de tiro, con el cetme que nos enseñaban a montar y desmontar con los ojos cerrados, aquel fusil que nos acompañaba con el cargador lleno de balas en la soledad de las garitas con olor a meados.
¡Ah!, la mili, cuántos recuerdos. Desde una de una de esas garitas, de madrugada, muerto de sueño y de frío, vi cómo un gato seducía a una gata hasta que ella consentía y consumaban sobre el perfil de una tapia. Les costó cerrar el trato, entre espantosos maullidos, las dos horas que duró mi guardia. Y desde otra garita, una vez oí un tiro en medio de la noche. Al día siguiente unos decían que a un soldado se le había disparado el fusil, y otros, que se lo había disparado; matices. Más clara quedó la cosa cuando otro desgraciado se cortó las venas en el calabozo del cuartel, en pleno día. Corría el año de gracia de 1977, y a casi dos de su muerte, el cadáver del Caudillo todavía estaba caliente. Hay muertos que tardan mucho en enfriarse. Siempre he pensado que si la mili solo la hubiera vivido un hombre —y digo hombre porque en aquella época el arte de la guerra era privilegio exclusivo de los tíos—, el relato de sus peripecias habría sido un best-seller. Era un tema de conversación recurrente, como lo es cualquier suceso traumático, pero todos sabíamos que, pese a su intensidad, aquellas vivencias carecían de esa excepcionalidad que se supone —equivocadamente— que ha de caracterizar la materia literaria; eran tan universales que nadie pensaba que pudieran interesar a alguien. Eso nos parecía a todos, excepto a Muñoz Molina, que convirtió su mili en una novela porque, seguramente, creyó que tenía algo sugestivo que decir sobre unas peripecias compartidas por el noventa por ciento de la población masculina de la época. Desafortunadamente, no era así.
En algunos países están reimplantando el servicio militar obligatorio, y según las encuestas la cosa no es tan impopular como algunos imaginábamos que sería. No en balde se ha hecho todo lo posible durante los últimos años para transmitir una imagen positiva de las fuerzas armadas, que parece que solo se dediquen a tareas humanitarias y a celebrar la Navidad bajo una carpa allá donde Cristo perdió el mechero. Muchos arguyen que la mili obligatoria, entre otros efectos positivos, contribuye a la cohesión social, refuerza la identidad nacional, proporciona educación cívica y fortalece el carácter al entrar en contacto con la disciplina y la autoridad… No sé yo. He de confesar que en los días tontos tengo sentimientos ambivalentes. Por un lado, me alegro de que la mili dejara de existir, pero por otro lamento que nada la sustituyera en su cometido regulador del principio de realidad. A generaciones enteras nos ayudó a sobrevivir en la medida en que nos hizo conocer de primera mano los mecanismos básicos del poder y el escaso valor que tiene la vida humana, y más concretamente la propia, en determinadas circunstancias. El servicio militar era como un juego de rol en plan chungo, un gran experimento conductual con resultados no muy diferentes al realizado en la cárcel de Standford y otros similares. El mismo fulano con el que habías compartido solidariamente bocata e incertidumbres en el viaje hacia el campamento, vestidos todavía de paisano, poco después era capaz de comportarse contigo como un verdugo gracias a una mísera divisa de instructor o de cabo, símbolos de una autoridad que no todos eran capaces de administrar con mesura. Y ver cómo de repente te conviertes en un juguete en manos de un chusquero de pocas luces y vida amarga, a quien el Estado ha dotado de plenos poderes sobre tu destino, desarrolla mucho el instinto de conservación.
La mili obligatoria actuaba en muchos de nosotros de vacuna antibelicista, y una de las cosas que más dudas me genera es que el ardor guerrero no parece haber menguado con su desaparición, sino todo lo contrario. Por lo menos, el belicismo de pegolete. No hace mucho, coincidiendo con las noticias de la muerte por ahogamiento de dos soldados —en Cerro Muriano, precisamente—, en muchos pueblos se celebraba la fiesta de los quintos. Las levas desaparecieron hace más de veinte años, pero la tradición continúa, y los que llegan a la edad en que antes habrían sido reclutados se disfrazan de soldados y festejan quién sabe qué. Nunca ha habido mucho que celebrar, y cuando la cosa iba en serio muchos hacíamos lo que podíamos para tratar de escaquearnos. Por un lado, estaban los héroes, los desertores y los insumisos, y por otro, los demás. Yo cometí el error de declarar una úlcera de estómago y me pasé dos meses en un hospital de Córdoba, contando los días embutido en un pijama sudado, junto a un centenar más de internos, durmiendo en una enorme sala abovedada que los murciélagos recorrían de un lado a otro cada anochecer, cazando mosquitos; puro Dostoievski. Naturalmente, cuando llegó el momento el tribunal médico militar me dio una patada en el culo y me mandó de vuelta al campamento de reclutas. Tenía que haber hecho como un amigo mayor que yo, que fingió tener epilepsia. Sabía cómo hacerlo. El día de las pruebas hizo saltar la aguja del encefalógrafo rechinando los dientes y se cagó encima allí mismo. Lo enviaron a casa, feliz y contento, y no más sucio de lo que yo estaba días más tarde de mi salida del hospital, llenando la cantimplora en las letrinas —que era el único lugar donde algunos días, por alguna misteriosa razón, había agua corriente en Cerro Muriano—, para a continuación irme a cantar La Madelon por las lomas cordobesas… O tempora!, o mores! Que, con un poco de suerte, igual vuelven.
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