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En el pretil

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Aparentemente, el mundo se mueve, que no necesariamente «avanza», gracias a las ideas que desafían la norma. Son a la cultura como las mutaciones a la biología. Pero una idea, por muy brillante que sea, será escuchada (no digo «triunfará») solo si encuentra suficientes seguidores que se sienten claramente beneficiados por ella a corto plazo. Si no es así, si su rentabilidad no se percibe como algo inmediato, será rechazada, será bloqueada, siguiendo con el símil biológico, por unos eficientes neutrófilos y macrófagos que velan por el buen funcionamiento del sistema. En el pasado eran instituciones, élites culturales y líderes de opinión; ahora, básicamente, algoritmos. La inteligencia se ha ido convirtiendo así en una convención, en un simulacro, en algo mucho menos dinámico y transformador de lo que parece. En el contexto de una sociedad basada en la producción, el consumo estandarizado y una masificación creciente, la inteligencia no estrictamente utilitarista solo ha podido prosperar y tener la posibilidad de expandirse dentro de pequeños grupos de individuos capaces de unir fuerzas y expandir su influencia. Es como surgieron los movimientos artísticos, sociales y políticos que caracterizaron el siglo XX. Según dicen, también lo propiciaba la Universidad hasta que llegó el Plan Bolonia. Pero a estas alturas, ese tipo de fenómenos colectivos se han vuelto inviables. El poder ha dado con la fórmula perfecta: grandes masas constituidas por especímenes perfectamente aislados y socialmente estériles, no importa cuánto potencial alberguen por separado. Este será usado a demanda, no al dictado de su propia iniciativa. El derroche es ingente. La inteligencia que se recluye en el individuo aislado sirve de bien poco, nace y muere sin que nadie lo advierta. Ese es uno de los triunfos más tristes del capitalismo. Andan por el mundo muchos genios encerrados en su botella que morirán allí dentro porque no hay quien la frote. Desde luego, no la frotarán otros genios recluidos en su frasco particular.

Si a alguien esto no le ha pillado por sorpresa es a ese personaje voluntariosamente antipático llamado librepensador. Él ha estado siempre, por definición, en tierra de nadie, incluso entre los suyos. Todos los espíritus independientes se sienten hijos de un padre y una madre diferentes, si acaso reconocen tenerlos, y se esfuerzan por hacerlo saber. En eso reside su carácter incómodo. Nadie se fía de ellos y nunca los verás ejerciendo un cargo público o dentro de una organización política. Ni dios ni amo ni tampoco correligionarios. Si alguien me secunda, piensan, es porque no me ha entendido. Los librepensadores no firman manifiestos conjuntos, no tienen capillitas ni posibilidad de acceder a una, entre otras cosas porque eso sería una paradoja. Su existencia misma es a veces difícil de constatar. Son un lujo de tiempos propicios para el intelecto ocioso, pero sumamente contraproducentes en los momentos álgidos de las luchas sociales. En medio de una batalla crucial por la supervivencia de los valores cívicos más elementales, que es en lo que estamos ahora, no puede uno venir aquí a hacer sus piruetas literarias como si asistiera al salón de Madame d’Épinay justo antes de que estallara la Revolución Francesa, o como si estuviera de palique en la acogedora Bodeguilla de la Moncloa, disfrutando de la autocomplaciente y algo obscena placidez de la España de los ochenta y noventa. En momentos como los actuales, lo que cotiza es el espíritu autocrítico, no el espíritu crítico. La diferencia es grande. La autocrítica se hace para afinar la estrategia con la que queremos alcanzar un objetivo bien establecido, para optimizar los mensajes y propinar golpes contundentes y efectivos a un enemigo bien identificado, mientras que la crítica indiscriminada no tiene otra finalidad que la de sacar a la luz los hallazgos de la razón desbridada, no se sabe muy bien si por imperativo moral o por puro placer, una extravagancia de gente exquisita que no pocas veces, sin querer, pero sin que a los implicados les importe demasiado, acaba haciéndole el juego a la reacción. La autocrítica pertenece al ámbito de los intelectuales orgánicos, o cuanto menos, comprometidos, esos que, bien sea porque creen firmemente en unas ideas o porque aspiran a un empleo fijo, ponen todo su talento al servicio de un proyecto económico, social o político, mientras que la crítica indiferenciada es más bien cosa de diletantes, de unos tipos muy poco realistas que no han sabido renunciar a ser ángeles y que, por eso, se ven impelidos a soltar cualquier cosa que les parezca cierta y tocar los cojones a quien sea en el momento más inoportuno, sin importarles si se los tocan a moros o a cristianos.

La autonomía intelectual no conviene a ningún plan que se pretenda serio, consista este en reafirmar el statu quo o en destruirlo, parar una revolución o hacerla. Solo la ortodoxia garantiza el éxito, tanto en un caso como en el otro. Por eso, ahora mismo, antes de decidir si sus películas son dignas de ser vistas, a los cineastas se les exige que salgan del armario, sexual e ideológico; a los autores literarios se les reprocha no dejar clara su postura frente a temas que se pretenden sellados, ya sea el carácter sagrado de la patria, de cualquier patria, o el derecho a la eutanasia; y al columnista se le reprocha hacer artículos demasiado espesos o no tocar en el de esta semana cierto tema candente, aunque lo haya tocado en los cinco anteriores. La oleada de esperanza humanista que se levantó después de la Segunda Guerra Mundial hace tiempo que se hizo pedazos contra las escolleras de un capitalismo desatado e imparable que se ha acabado apoderando de las palabras, y para recuperarlas, para rescatarlas del prostíbulo donde las han puesto a vender falso amor, parece que la estrategia pasa por militarizarlas. Estamos en guerra y hacen falta soldados y munición letal, no rapsodas de verbo inflamado, así que a divagar a la vía. En lo que respecta a la prensa, uno no vacila en suscribir la consigna. El día en que desaparezca el último periodista abiertamente progresista, razonablemente independiente, con voluntad de exponer públicamente los hechos de una manera veraz, clara y esclarecedora, dispuesto a informar y, cada vez más, a desmentir, estaremos jodidos. Más de lo que lo estamos ya, porque el problema no es tanto ese como el de que la masa estupidizada y vulnerable de la que formamos parte parece no saber qué hacer con esa herramienta llamada verdad, aunque hay episodios, como el que ha culminado con el derribo de Mazón, que parecen decir lo contrario. Ojalá sea algo más que una excepción o un espejismo. Pero, más allá de ese ámbito, parece que no cabe esperar nada que no sea un choque frontal, cada vez más ruidoso, entre mentiras que se repiten para convertirlas en verdades y obviedades que van perdiendo fuerza a medida que se repiten una y otra vez. Hasta que llegue un día en que los garrotazos verbales se corporeicen, y entonces habrá que pasar forzosamente a otra cosa. Puede que entonces nos demos cuenta de que aquello no eran discusiones, ni había intención de que las hubiera; simplemente unos ponían el cebo, o eran directamente el cebo, y otros picaban.

El dilema es si se puede hacer algo diferente en los tiempos que corren. De lo que no hay duda es de que escribir sin uniforme, divisa ni propósito, sin filtros y sin frenos, es un desatino que tarde o temprano te lleva al abismo. Y hacerlo con el freno puesto, una agonía. No son pocos los pensadores, de los que se pretenden autónomos, que se disuelven en su mediocridad porque su necesidad de transgredir está muy por encima de sus energías y de su capacidad para hacerlo. Muchos se convierten en bufones en su afán por seguir epatando a un público que hace ya tiempo que se ha percatado de que son inofensivos. Otros, incapaces de soportar la pasividad perruna de sus congéneres, caen en un nihilismo despechado y acaban mandando a la mierda a su menguante número de seguidores, lo que no es sino una declaración de derrota por su parte. La perspectiva es lamentable en todos los casos. No hay futuro para ellos, ni siquiera entre las páginas de The Objective, que se está convirtiendo para tantos en la balsa de la Medusa. Su única posibilidad es la de hacer mutis por el foro e intentar que la rendición parezca decorosa. No cuesta nada imaginarse a cualquiera de ellos sobre el pretil del puente, a la manera de James Stewart en ¡Qué bello es vivir!, como un suicida indeciso, horrorizado ante la perspectiva de perder el contacto con unos lectores de los que apenas tiene constancia, pero en los que necesita creer para creer que todavía existe un nosotros, dando vueltas a la eventualidad de dejarlo correr y pensando si hacerlo a la francesa y que nos den, o con un elaborado lamento, un epitafio autocompasivo que, como sospecha y teme descubrir, a nadie importará un pito. Si no aparece Clarence, el ángel de Capra, ahí le pillará el año nuevo, si no se tira antes.