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Tiempo de canallas

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En los años cincuenta, en Estados Unidos, durante la caza de brujas de Joseph McCarthy, la mayoría de los que se negaban a declarar ante el comité de investigación presidido por él se acogían, inútilmente, o bien a la primera enmienda de la Constitución, que presuntamente les protegía contra la persecución ideológica, o bien a la quinta, que les permitía no autoincriminarse. Pero hubo al menos uno que no recurrió a esos subterfugios legales. Cuando le hicieron la famosa pregunta: «¿Es ahora o ha sido en el pasado miembro del Partido Comunista?», el guionista Ring Lardner Jr. dijo: «Podría contestar, pero si lo hiciera me odiaría cada mañana». Utilizó esa misma frase para titular sus memorias, y en ellas cuenta que mientras cumplía la condena que le impusieron por desacato, coincidió en la cárcel con el congresista que le había interrogado, un tal Parnell, a quien, mira por dónde, habían condenado por corrupción. Aquella respuesta de Lardner tiene un valor especialmente significativo que la sitúa por encima de la de los demás investigados, porque no apelaba a una autoridad externa que le permitía ejercer sus derechos, sino a su conciencia, que le impedía reconocer la legitimidad del tribunal que quería incriminarlo y a no delatar a quienes estaban siendo perseguidos por motivos ideológicos. Algo que otros muchos sí que hicieron «no para salvar sus principios, sino para salvar sus piscinas», como dicen que dijo Orson Welles, aunque lo más probable es que lo dijera Lillian Hellman, otra que se plantó ante aquel comité; se deduce fácilmente cuando uno lee Tiempo de canallas, que es como ella tituló sus recuerdos de aquella época. Cuando llegó el momento, a Lardner y a todos aquellos que fueron a parar a la lista negra los rehabilitaron, y fue precisamente entonces, cuando parecía que las cosas habían mejorado, cuando otro represaliado en aquel proceso, Dalton Trumbo, dijo a su biógrafo: «A veces, pienso en qué terrible situación estamos cuando un hombre puede ser considerado honorable simplemente porque no es un mierda». Es difícil sustraerse a la sensación de que este comentario es especialmente válido en los tiempos que corren. Así que, después de darle vueltas al tema de los disidentes éticos en un artículo anterior (el lector, si quiere, puede leerlo aquí), quizá para contrarrestar el optimismo que rezumaba, me dio por reflexionar sobre sus antítesis. Si aquellos, los denunciantes, los objetores, los rebeldes son los buenos, ¿quiénes son los malos? Si a unos los motiva su sentido ético, ¿qué mueve a los otros?, ¿cuál es la recompensa y el acicate de su maldad? Y como respuesta a esas preguntas, estos son algunos arquetipos que le vienen a uno a la mente.

En primer lugar, una clase de mamones que no tocan poder, pero quieren hacerlo o, por lo menos, gozar del plácet de los poderosos. Son los lameculos, los aduladores, los soplones, la milicia voluntaria del establishment. En este grupo destaca el pelota, el esclavo vocacional, aquel que se vacía de atributos para convertirse en espejo del poderoso. No reserva para sí mismo ni un ápice de dignidad, vive básicamente de salario mental, de terrones de azúcar y palmaditas en el hombro. Agazapado entre los miembros de esta subespecie está el falso mamón, el mamón estratégico que trabaja para sí mismo y chupa del prestigio de aquel que es objeto de sus falsos amores, su jefe, al que no dudará en poner la zancadilla y sustituirlo en cuanto se presente la ocasión; es la ambición personal disfrazada de lealtad. Por su parte, el confidente es un mamón especializado en la delación insidiosa, cauta, gradual y estratégica, un espécimen altamente tóxico que fomenta la paranoia entre sus iguales al tiempo que crea una sensación de deuda en el poderoso que empieza a depender de sus chivatazos. Este puede pagársela in aeternum o acabar cortándole el cuello en un momento de lucidez; el tipo trabaja sobre la cuerda floja de la ambición. Y, a la cola de este grupo, están los chivos expiatorios proactivos, unos mamones en los que se mezcla el miedo con el egocentrismo y, no pocas veces, el oportunismo. Son los que, para salvarse de algún peligro, empiezan a señalar a colegas, amigos y enemigos, yendo más allá de lo estrictamente necesario para salvar el pellejo y, ya puestos, pasarse al enemigo con armas y bagajes. Es difícil diferenciarlos de los mamones vocacionales y, desde luego, hacen más daño, porque a estos últimos se les ve venir de lejos, y a los mamones-sorpresa, no. En el ámbito político es fácil detectarlos en el trasvase de activos que se produce entre partidos, y en el del pensamiento, en los fichajes que hacen los medios, los lobbies y los think tanks.

Un segundo conjunto está formado por unos que tampoco son poder, pero están en su nómina, forman parte de su personal de tropa regular y no actúan tanto por ambición como por mantener un estatus que puede que no sea muy brillante, pero que les hace sentir seguros. Eso desarrolla en ellos un firme sentido del orden y de pertenencia; lo último que quieren es incomodar a los que mandan. Ahí reina un espécimen que recibe el nombre de lealista ciego, que vive la obediencia como la máxima virtud y es capaz de cometer la mayor de las bajezas, creyendo, además, que le ennoblece porque hace «lo debido». Para él, la legalidad está por encima de cualquier principio ético abstracto, ya sea el de la equidad, la imparcialidad o la interdependencia, aun en medio de los dilemas más extremos, obvios y comprometedores. La lealtad a la organización a la que pertenece, a una ideología, al partido o a la nación justifica cualquier inmoralidad. No tiene inconveniente en acatar órdenes manifiestamente criminales y le encanta perseguir whistleblowers, porque para él no son disidentes éticos, sino traidores. La máxima expresión de esta categoría de mamones son los sicarios administrativos, los burócratas cómplices. Ellos son los engranajes indispensables de cualquier maquinaria injusta o corrupta: el contable que maquilla las cuentas, el periodista que difunde la mentira, propaga la histeria o fomenta el maniqueísmo, el medio de comunicación que se convierte en instrumento de lobistas y secunda una estrategia política antisocial, el policía que amaña una investigación, el juez prevaricador que retuerce las leyes para favorecer a unos correligionarios que en teoría no debería tener, o el patriota de bandera dispuesto a justificar la razón de Estado y cualquier acción de los de su cuerda al margen de toda consideración moral.

Toda esta patulea no es que no tenga conciencia, sino que la externaliza, se la da a gestionar al moralista, al puritano, al censor, al guardián de las esencias, llámenlo como quieran, ese mamón de mamones que establece una fuerte simbiosis con todos los anteriores y se convierte en la piedra angular de cualquier sistema infame. Él es el mamporrero que los pone a punto, el mastín que los pastorea, el apóstol que los adoctrina, el sacerdote que les da aliento y confort espiritual. Su método consiste en secuestrar el lenguaje de la ética para vaciarlo de su auténtico sentido, que es la reflexión individual. Sustituye la conciencia por un código que establece lo que está bien y lo que está mal, y así despersonaliza tanto la culpa como la virtud y proporciona coartadas para cualquier desmán. Da explicaciones simples a problemas complejos, de modo que en política desaparece la necesidad de análisis elaborados: todo lo que sea atacar al «eje del mal» para defender «el mundo libre» está bien. Gracias a él, las corporaciones tienen a su disposición fórmulas como la del «capitalismo consciente» para seguir ganando dinero sin remordimientos, de manera virtuosa y, por supuesto, «sostenible». Y si se descubre que no es ni tan sostenible ni virtuosa porque las zapatillas que calzamos las ha cosido un niño en Bangladés, es fácil tomar alguno de los atajos que llevan a la indiferencia de los que él pone a nuestra disposición: «esa es la única manera de competir con el dumping de los malditos chinos comunistas», por ejemplo. Narrativas igualmente simplistas, como la de la defensa preventiva («los rusos nos quieren conquistar»), la del mal menor («hay que alargar la vida de las centrales nucleares si queremos garantizar la suficiencia energética») o la del daño colateral («los terroristas se esconden en los hospitales») nos permiten dormir tranquilos mientras nuestro televisor retransmite injusticias masivas y horrores sin fin, unos que parecen desencadenarse repentinamente, aunque la cosa venga de lejos, como una guerra o un genocidio, y otras que se desarrollan poco a poco, como la destrucción del tejido social de las ciudades, que se vende como progreso económico, o la precarización de generaciones enteras, meros desajustes del mercado laboral. Tiempo de canallas aquel en el que nos desvinculamos moralmente de lo que pasa y lo inaceptable se normaliza. Tiempo de canallas aquel en que, como dijo una vez Dalton Trumbo, alguien es considerado honorable simplemente porque no es un mierda.