En las últimas semanas se ha escuchado de manera recurrente una pregunta: “¿tú qué piensas de esto de los actos de conmemoración de la muerte de Franco?”. Y claro, visto el debate que ha suscitado el tema, habrá que ir por partes.
El 20N de 1975 es una efeméride que se ha recordado en España con dos sensibilidades muy distintas. La de los fascistas y nostálgicos de la dictadura y del Caudillo; y la de colectivos civiles y políticos muy diversos, que celebran la muerte del dictador como un hito para la sociedad española, a semejanza de lo que supuso, por ejemplo, la caída del muro de Berlín en Alemania.
No obstante, hacemos un mal favor a la ciudadanía si explicamos las cosas únicamente encapsulando años, datos y nombres, pues lo que se conmemora es un proceso y no únicamente una fecha o una muerte. El fallecimiento de Franco fue la chispa que aceleró algo que ya latía en las calles, en las fábricas, en las universidades y en algunas parroquias. Algo que los movimientos estudiantiles, proletarios y sindicales abanderaron desde la clandestinidad en la España del 600 y del aperturismo franquista. Ese algo que, después de 1975, la clase política rubricó en papel, institucionalizándolo. Porque si la muerte del hombre que encarnó a la patria y al Estado durante 36 años pone fin a la dictadura como período histórico, es la lucha antifranquista la que contribuye a la crisis del régimen, afectado ya por sus propias luchas internas entre los franquistas “continuistas” y los “aperturistas”.
En España, sin embargo, el debate público sobre todo lo que tiene que ver con el franquismo es foco de polémicas, y el consenso suele ser, como poco, utópico. Lamentablemente, estamos acostumbrados a que las narrativas sobre nuestro pasado más reciente sean utilizadas como arma arrojadiza para la confrontación, y las críticas a la conmemoración no han tardado en hacer acto de presencia. Como también lo ha hecho el nulo acervo democrático que destilan algunos y que se evidencia en las calificaciones que la iniciativa ha recibido: “aquelarre guerra-civilista”, “pantomima”, “cortina de humo”, “hacer oposición a un dictador muerto”…
Algunos de estos críticos exhortan que lo que habría que conmemorar son los 50 años de la constitución. Otros creen que hay que ensalzar la transición y no la muerte de Franco. Lo que, sin duda, denota un reduccionismo aberrante –a la vez que bien meditado–, pues es obvio que las cosas ni ocurren ni surgen por generación espontánea. Evidentemente, aunque a algunos les gustaría que 1978 fuera el “año 0”, el principio originario de todo, cual Big Ban engendrador, no se pueden explicar la constitución de 1978 y la democracia actual española –ni deberíamos– sin contextualizar el final de la dictadura y destacar la lucha antifranquista. Vender una imagen dicotómica y simple del final del régimen de Franco es muy poco riguroso y, desde luego, peligroso, porque difumina el duro, complejo y poco sosegado proceso de cerrar la dictadura.
El 20N no supuso que “España se levantara franquista y se acostara democrática” porque la libertad no se RE-instauró ipso facto ni mucho menos. Los datos son claros: en 1975 se entierra con honores de Estado al dictador en la cripta de Cuelgamuros, como él mismo había decretado. En 1976, las Cortes franquistas aprueban la Ley para la Reforma Política. Al año siguiente, España celebra elecciones democráticas y se consensúa la Ley 46/1977 de Amnistía, consumándose el definido como “pacto del silencio/olvido”. Con la aprobación de la constitución en 1978 y las elecciones de 1979, culmina el proceso y el mito fundacional de la democracia se gesta sobre una transición que se publicita como ejemplar. Pero lo cierto es que el paso de la dictadura a la democracia ni fue un camino tranquilo ni modélico, pues conceptos como la violencia política, el blanqueamiento del fascismo, las tentativas golpistas o el continuismo de la impunidad franquista no le son ajenos. Y porque algunas cosas costaron de cambiar…
Si ese 20N fue vivido con júbilo por quienes aquel día escucharon a Arias Navarro decir aquello de “Españoles, Franco ha muerto”, otros lloraron al muerto, lo velaron con honores y… siguen haciéndolo. Porque la muerte física del “chaparro” supone el cierre de la etapa histórica que conocemos como dictadura franquista, pero su fallecimiento no supuso el final del franquismo como ideología.
La muerte del otrora “galán del NODO” permitió desapolillar España e hizo volver a la vida a muchos miles de personas que, aun sorteando las purgas, la represión y el asesinato, habían sido condenadas por la dictadura a vivir negadas, represaliadas y estigmatizadas. Y eso es motivo de celebración, pero, desafortunadamente, muchas de esas familias continúan exigiendo al Estado español verdad, justicia y reparación aún 50 años después. Y, desafortunadamente, ante estos temas, las generaciones nacidas en democracia, con frecuencia, flotamos en la indiferencia, víctimas de una convivencia que se ha fundado durante décadas en la desmemoria.
Las cosas hay que entenderlas y explicarlas siempre en su contexto. La muerte del dictador lo que hizo fue abrir la posibilidad a un nuevo escenario, donde el proceso de RE-instauración de la democracia se intensificó y fructificó. Así que es de recibo explicar que la transición se engendró en la oposición político-social y el antifranquismo, que contribuyeron a la democracia y a la crisis del régimen de Franco mucho antes de la muerte del dictador.
Pero avanzando en el tiempo, lo cierto es que los más jóvenes perciben esa muerte con la equidistancia que da vivir en un presente y en un país donde ese pasado reciente resulta una España lejana y desconocida. En este escenario tienen su razón de ser las políticas públicas de memoria, que fomentan el conocimiento de nuestro pasado y la activación social de esas memorias a través de su presencia en el espacio público.
Sin embargo, la equidistancia y la desmemoria de las generaciones actuales se agravan ante el hecho de que a cualquiera que viva en la España de hoy, le puede resultar totalmente inverosímil y distópico cómo se vivía en la España de Franco (censura, cárcel, represión, fusilamientos, etc.). Por eso, más que nunca, hay que contarlo y explicarlo con relatos argumentados en la investigación científica y en la divulgación de calidad. Intuyo que ese es el objetivo de la conmemoración de la que hablamos.
A finales de 2024, el gobierno de España anunciaba el programa conmemorativo denominado “50 años de España en libertad”, que cuenta con un comisionado especial, un comité científico y una dilatada agenda a lo largo de 2025. Los actos se centran especialmente en llegar a toda la ciudadanía y siguen la línea trazada en países como Italia, Grecia, Portugal, Francia o Alemania en la conmemoración del fin de los regímenes totalitarios y fascistas. La web oficial indica que los objetivos de esta conmemoración son tres: “celebrar la gran transformación económica, social, cultural y política que ha vivido España en los últimos 50 años; homenajear a todas aquellas personas, colectivos e instituciones que lo han hecho posible; y transmitir a nuestros jóvenes el valor de la democracia en un momento en el que ésta da signos de retroceso en buena parte de Occidente”.
Lo cierto es que la democracia que disfrutamos no es algo regalado ni producto de una lógica causal de “muerto el dictador, vuelve la democracia”, sino que esta fue una conquista civil, social y política de la gente. Lo que debe servirnos para no olvidar que los derechos y las garantías de la convivencia democrática no vienen dados, sino que se ganan y se defienden. Así que, si actividades y programas estatales como estos sirven para reivindicarlo, bienvenidos sean.
Sin embargo, entendiendo este eje de acción de las políticas públicas de memoria, destinado a la ciudadanía en general, debemos incidir en que la celebración es aún parcial. En 2025 se conmemoran 50 años de España en libertad, pero sigue sin haber justicia para con las víctimas de la dictadura franquista: La ley de amnistía de 1977 sigue vigente y los crímenes del régimen de Franco no se reconocen como crímenes de lesa humanidad; la única causa judicial abierta en el mundo para juzgar los crímenes del franquismo se lleva a cabo en Argentina; la ley de memoria democrática española de 2022 no es aplicada por gobiernos autonómicos que se declaran abiertamente insumisos; esos mismos que dan la réplica con las memoricidas leyes de concordia, que pretenden cerrar el pasado sin asumirlo ni explicarlo y, peor aún, sin hacer justicia. Y como remate, el franquismo sociológico, los negacionistas y el neofascismo actual desde los parlamentos, los medios de comunicación, desde las aulas y las redes sociales proyectan mediática y exitosamente una imagen de la dictadura como “una etapa de progreso y de reconciliación nacional”.
Así que, si lo que se pretende, con una finalidad memorialista, didáctica y cívica, es explicar qué fue la dictadura en España a las generaciones que no la han vivido, y recordar que fue la sociedad la que luchó por los derechos y libertades democráticas que hoy disfrutamos, entonces habrá que seguir hablando y analizando críticamente el pasado. Porque hablar de “mirar constantemente al pasado” con un cariz peyorativo, como hacen algunos políticos conservadores y otros tantos vociferadores, es no haber entendido qué es la democracia y cómo la hemos construido. Porque, si como Estado y sociedad democrática hay algo que celebrar y reivindicar, debe ser precisamente la génesis y consolidación de esos procesos en plural.
Defender la democracia y las libertades exige hacer memoria y, por supuesto, también reclamar y hacer justicia. Ojalá que ni la luz de los fastos y las conmemoraciones, ni los ladridos de fondo, difuminen que aún queda mucho por reivindicar y por hacer en esta España de los 50 años en libertad.