El pasado 28 de abril, millones de personas en distintos puntos del país vivieron un apagón masivo. Sin previo aviso, la electricidad desapareció durante horas y, con ella, todo lo que sustenta la vida cotidiana: internet, refrigeración, semáforos, hospitales en funcionamiento normal. En redes sociales, sin embargo, no tardaron en aparecer publicaciones que lo describían como un momento “mágico”, una pausa “necesaria” o un reencuentro con lo esencial. Pero esa narrativa es peligrosa y profundamente injusta. Romantizar un colapso de esta magnitud borra las verdaderas consecuencias humanas de un fallo estructural.
Es cierto que, al igual que ocurrió con la crisis del Coronavirus, muchas personas aprovecharon las horas sin luz, para poder hacer otras actividades que no estuvieran relacionadas con las pantallas. Leyeron, jugaron a juegos de mesa, dibujaron, o escribieron y eso es algo que tampoco debemos pasar por alto, teniendo en cuenta que el ritmo vital, nos impide, normalmente, poder pararnos a disfrutar de esas actividades con calma y sin estímulos distractores.
Pero esos momentos de calma voluntaria no representan la experiencia de toda la sociead. Para muchas personas, el apagón fue una fuente inmediata de ansiedad, miedo e incertidumbre.
Pacientes electro-dependientes, personas mayores solas, bebés muy pequeños, trabajadores y trabajadoras remotos que perdieron ingresos, pequeños comercios que tuvieron que desechar productos perecederos: para ellos, no hubo nada mágico. Las velas no fueron símbolo de intimidad, sino de urgencia. La oscuridad supuso una amenaza.
En la parte emocional, el apagón hizo mella menos visible pero significativa. El corte repentino de nuestra rutina durante unas horas, la desconexión total y la sensación de vulnerabilidad generaron picos de estrés en muchas personas. La interrupción del suministro eléctrico fue también una interrupción del sentido de seguridad. Una seguridad que siempre damos por sentada.
Quienes sufren problemas de ansiedad, por ejemplo, experimentaron episodios agravados al no saber cuándo volvería la luz o si podrían dormir tranquilamente durante la noche. Para otras personas, revivió traumas pasados, como apagones prolongados en momentos de crisis o catástrofes naturales, como ocurrió aquí, en Valencia, con las victimas de la Dana del 29 de octubre. El silencio de los electrodomésticos y la oscuridad absoluta no son, para todos, una experiencia estética y entrañable
Los apagones no son oportunidades disfrazadas. Son síntomas. Y cuando los síntomas se ignoran o se maquillan, las causas se perpetúan. Debemos, por tanto, mirar este evento con ojos críticos y exigir respuestas. Porque no hay nada poético en que una sociedad entera quede a oscuras sin explicación clara y sin garantías de que no volverá a ocurrir.
Revalorizar la conexión humana está bien. Pero que eso no nos nuble la vista: el apagón del 28 de abril no fue una pausa necesaria ni voluntaria, fue una alerta impuesta que nos obligó a parar y ser conscientes del momento social y vital en el que nos encontramos.