Para muchos valencianos el tiempo se cuenta en meses transcurridos desde el pasado 29 de octubre. Los días de verano han llegado, el primero desde entonces, y el sol, como ha hecho siempre, cae con fuerza sobre las calles y las fachadas de los pueblos de l'Horta Sud. Recuerdo pensar toda mi vida que esta era una tierra que se secaba en verano, de bloques de edificios con la pintura comida por el sol, de calles sin árboles ni sombra donde poder refugiarse y en las que el agua vertida sobre los adoquines, por una fuente que gotea o unos niños que juegan con ella, apenas tarda unos minutos en evaporarse. Siempre he creído que esta era una tierra seca; pero ahora sé que el agua está ahí, latente, y puedo verla sobre las paredes desconchadas, las calles sin árboles y los adoquines que ahora quema el sol. Han pasado 9 meses desde entonces, todo un periodo de gestación, y me pregunto qué ha dado a luz todo este tiempo.
La respuesta es compleja y no la tengo, al menos completa. Tengo retales, ideas y alguna esperanza. No es una tarea fácil, soy muy consciente de ello, pero no logro quitarme la sensación de que algo que no se está haciendo, o no se está haciendo bien, puede terminar por convertirse en una oportunidad que dejamos pasar. Otra más.
Pocos meses después de que todo ocurriera tuve la oportunidad de entrevistar al catedrático Andrés Rodríguez-Pose, un destacado académico con experiencia en la reconstrucción de zonas golpeadas por catástrofes. Más concretamente, en cómo las políticas de reconstrucción deben ser diseñadas de manera inclusiva, teniendo en cuenta las necesidades específicas de las personas y asegurando que los procesos de recuperación contribuyan a un desarrollo más equilibrado y sostenible. Palabras bonitas que quedan bien en cualquier artículo junto a semejante currículum. Pero yo quería -necesitaba- respuestas. ¿Qué debíamos hacer ahora? La respuesta, muy resumida, me pareció entonces simple: escuchar a quienes viven en los pueblos que se han de reconstruir. No parecía pedir demasiado.
La querencia del sistema, ahora empiezo a intuir, es no hacerlo así. Rodríguez-Pose me expuso por aquel entonces el caso de L'Aquila, una ciudad italiana que sufrió en 2009 un devastador terremoto que se llevó por delante a 309 personas. Tras el desastre, la ciudad estuvo cerrada a cal y canto durante más de 4 años y todavía hoy, 16 años después, se sigue reconstruyendo. En aquella ocasión, me contó el académico, el Gobierno italiano -a cuyo frente se encontraba todo un 'uomo' como Silvio Berlusconi- quiso enmendarse haciendo un alarde de potencia estatal en la zona devastada. Llegaron los medios, los técnicos, los fondos: llegó la reconstrucción. Pero nadie preguntó, nadie se paró a escuchar o se tomó el tiempo necesario para comprender que, como en un organismo vivo, un pueblo en el que han tejido y tejen sus vidas miles de personas, la llegada de un agente exógeno, una reconstrucción mal definida, puede resultar en un rechazo.
Mucho se ha dicho y escrito ya acerca de la DANA. No quiero centrarme en ello, de aquellos que nada se espera poco cabe exigir, salvo que permitan -respondiendo por sus actos- cerrar la herida a las víctimas para que puedan continuar con sus vidas. Son de aquellos de los que esperábamos más de lo que quiero hablar.
Durante todo este tiempo y sobre el terreno resultan del todo incomprensibles ciertas ausencias, reales o percibidas. Pero en política, si lo que se hace no se percibe, equivale a no hacer, y se tiene la sensación de que tras un desastre como la DANA, que ha dado un vuelco a tantas vidas, habrían de surgir nuevas dinámicas que rigiesen aquello que, desde un punto de vista político, venimos a llamar el 'sistema'. Si ya nada es igual para miles de personas, no puede serlo tampoco para sus gobernantes, aquellos que los representan. Pasados 9 meses, sin embargo, somos demasiados quienes tenemos la sensación de que la DANA ha pasado a ser un mero trasfondo sobre el que continúan sucediéndose las dinámicas internas propias de los casales -con perdón de los falleros- en los que se han convertido los partidos políticos de los que se esperaba algo más. Se tiene la sensación de que se ha tenido miedo a ofrecer una alternativa de gobierno, o, peor aún, de que se han hecho cálculos partidistas con la mirada puesta lejos de la reconstrucción y de los afectados. Pocas ocasiones tan claras para demostrar que -todavía- se tiene un proyecto de país. Que se es un partido y no dos. Que se forma parte del Gobierno.
Con cada palabra temo sonar demasiado populista. Por suerte para mí, el vacío ha sido tan estruendoso, la falta de oposición tan clamorosa, que creo tener cierto margen. Escribo desde la zona cero y todavía con cierta esperanza: todavía podemos evitar repetir los errores del pasado. Estamos a tiempo, pero necesitamos de la valentía y la altura que no se ha tenido hasta ahora, la misma que llevan 9 meses demostrando miles de personas de las zonas afectadas.
Como en tantos otros, la riada instauró en mí el temor a construir una vida en mi pueblo, fuera de las murallas del cauce que protege València del agua, pero también me hizo sentir un extraño orgullo. Más allá de las semanas iniciales, durante estos 270 días he visto a mis vecinos luchar y organizarse, casi de cero y sin nada, para exigir justicia, reparación y un futuro mejor en el que no repitamos los errores que nos han llevado hasta aquí. Por muy cansados que estemos, el desaliento y el pesimismo es en ocasiones un privilegio que no nos podemos permitir, no cuando hay a nuestro alrededor tantas personas que no desfallecen. Nuestras reivindicaciones son justas y simples: ya no nos vale lo de siempre, nos ha salido demasiado caro.
El sol cae este verano quizá con más fuerza que nunca. Nos recuerda que somos hijos de una expansión urbanística descontrolada, de un desarrollo económico depredador. Pero no estamos condenados a mirar al cielo esperando la próxima, nuestra historia no tiene porqué acabar así. Tenemos una oportunidad, los medios, los fondos; nos falta la valentía, la voluntad y la altura de miras. Nos falta un proyecto de pueblo, de comarca y de país. Podemos crear tejido y vertebrar un territorio consciente de su clima, donde los edificios no estén quemados ni las calles sean trampas de asfalto. Pueblos que no mueran, aunque en las ramblas, a varios metros sobre las fachadas, quede la marca que dejó el agua, recordándonos que siempre ha estado ahí.