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Más allá de lo personal: por qué la terapia debe dejar de ofrecer soluciones individuales a problemas estructurales

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Si nos fijamos en los últimos años, el discurso del bienestar psicológico está en todas partes. Libros, podcasts, redes sociales y campañas de salud mental nos invitan a meditar, a practicar la gratitud, a aprender a gestionar nuestras emociones. Sin embargo, detrás de esta aparente democratización del cuidado emocional se esconde una trampa peligrosa: la tendencia a individualizar el malestar, a tratar como fallas o problemas personales lo que en realidad son consecuencias de sistemas sociales profundamente desiguales, como el nuestro.

La psicología con un enfoque más tradicional, ha tendido a enfocarse en el individuo: sus pensamientos, su historia familiar, sus patrones de conducta. Esta perspectiva, útil en muchos casos, se vuelve limitada e incluso, injusta cuando se aplica a sufrimientos cuyo origen es estructural. ¿De qué sirve enseñar técnicas de relajación a una mujer que sufre ansiedad por la doble jornada laboral y la desigual distribución del cuidado? ¿Qué sentido tiene trabajar los pensamientos ansiógenos y estresantes con un joven precarizado que vive con miedo a perder su empleo o su vivienda? En estos contextos, ofrecer soluciones individuales no solo es insuficiente e irresponsable, sino que puede transformarse en una forma de violencia simbólica: el mensaje implícito es que el problema está en la persona, no en el sistema.

La consecuencia de esta mirada es una especie de psicopatologización del sufrimiento social. La angustia, el agotamiento o la desesperanza se leen como síntomas clínicos desconectados del contexto político, económico y cultural. Así, la terapia corre el riesgo de convertirse en un instrumento de adaptación al sistema, en lugar de una herramienta para cuestionarlo. No se trata de negar el valor del trabajo terapéutico individual, sino de reconocer sus límites cuando el origen del dolor no reside dentro de la persona, sino fuera de ella.

Dejar de dar soluciones individuales a problemas estructurales implica, entonces, un cambio y restructura ética y política en la práctica clínica. Significa validar que el sufrimiento tiene causas colectivas y que la salud mental no puede desligarse de las condiciones materiales, ni del contexto socio-económico y político. Supone, además, que el rol de le terapeuta no es únicamente acompañar a la persona en su proceso interno, sino también ayudarle a comprender las oportunidades sociales que configuran su malestar, a desarrollar conciencia crítica y agencia y a buscar apoyo en lo colectivo.

Este cambio de mirada no resta responsabilidad personal, sino que amplía el horizonte del cuidado. Nos invita a pensar en la salud mental como un bien común,  que depende de políticas públicas, redes comunitarias y entornos más justos. Porque, al final, ningún ejercicio de respiración puede compensar la explotación laboral, ni ninguna afirmación positiva puede reemplazar el acceso digno a vivienda, educación o salud.

Por tanto, dejar de ofrecer soluciones individuales a problemas estructurales no es abandonar la psicoterapia, sino darle dimensión humana y transformadora. Una terapia que reconozca las raíces sociales del malestar no busca que las personas se adapten mejor al sistema, sino que puedan imaginar y construir formas de vida más dignas. Solo así la salud mental dejará de ser un privilegio individual  para quien puede pagarla y podrá convertirse, realmente, en un derecho colectivo.