Un día, tres elegantes damas fueron a ver a Antón Páulovich Chéjov, quien se encontraba en compañía de Máximo Gorki. Según el segundo, “llenaron la sala con el frufrú de sus faldas de seda y el aroma de sus intensos perfumes” y, a continuación, lo interrogaron sobre la guerra greco-turca de aquel momento (la de los Treinta Días, de 1897). No les preocupaba de verdad; fingieron preocuparse por ella, que es distinto; pero, en cualquier caso, él fue contestando a su manera: ¿Que cómo terminaría la guerra? “Probablemente, con la paz”. ¿Que quién vencería? “Creo que el más fuerte”. Y así, hasta que una le preguntó si prefería a los turcos o a los griegos. Entonces, “Chéjov la miró amablemente” y contestó con una sonrisa cordial: “A mí me gusta mucho la mermelada. ¿Y a usted?” (Recuerdos de Antón Chéjov).
El autor de Taganrog no se salió por peteneras ni faltó en absoluto al respeto de la dama en cuestión.
Consciente de que el interés de sus visitantes estaba lejos de una guerra “en la que no pensaban nunca” y, sabiendo de la condición humana lo que no está escrito –o más bien, lo que sólo autores como Miguel de Cervantes y él pueden escribir–, abrió una puerta al camino de sus inquietudes reales y departió sobre “el arte de la confitería” con las encantadas señoras. Huelga decir que, cuando estas se fueron, ya le habían prometido que le enviarían sus arropes, y también huelga decir que Gorki halagó a su amigo por lo bien que había manejado el asunto. Si quieren conocer el final de la historia, lean el texto citado (sus apuntes sobre Chéjov, Tolstói y Andréiev dicen bastante de todos) y busquen la respuesta al cumplido; tiene algo que ver con el idioma de cada cual, clave de tantas cosas.
Las tres damas de la anécdota que cuenta Gorki no estarían más interesadas hoy en el genocidio de Gaza que en la eterna trifulca por la soberanía de Creta; lo mencionarían, sin duda, u optarían por afrontar el encuentro desde la pobreza, el atraco a mano armada de la vivienda, la imparable desigualdad o, en agostos como este, el abandono del campo y los incendios manifiestamente prevenibles. Sin embargo, Chéjov no vio banalidad política en ellas. Fueran lo que fueran y tuvieran las opiniones que tuvieran, lo único que había en su actitud era la inocente pretensión de mostrarse refinadas en casa de un escritor al que consideraban refinado. Nada que mereciera sarcasmos de los que hacen sangre. Nada parecido, por ejemplo, a una señorona que le fue con el cuento de lo mucho que le aburría la vida, lo gris que le parecía el mundo y el tremendo dolor existencial que le causaba: “¡Es como una enfermedad!”, se quejó; y él, que no soportaba la falsedad, le dio irónicamente la razón y puso nombre a su dolencia: “morbus fraudulentus”.
Se podría afirmar que nuestras sociedades están atrapadas entre algunos de los principales enemigos de Antón Chéjov: el morbus fraudulentus de unos –que tiende a ser vulgar hipocresía– y el morbus privilegii de otros, la enfermedad del privilegio. Es lógico que su obra siga dando respuesta a una ingente cantidad de preguntas; como escribió una vez, “se puede mentir en el amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente o incluso a dios, pero en el arte no se puede mentir” (Sin trama y sin final) y, por ese misma afirmación, que se tomaba muy en serio, hará bien quien lo afronte desde la totalidad de sus Cuentos completos y su Teatro completo. Con una puntualización, válida para cualquier autor y época: en cuestión de traducciones, miren siempre quién traduce y quién edita; no porque haya profesionales buenos, malos y regulares, sino porque toda traducción es una versión personalísima, y no hay una igual a otra.
Volviendo a la actualidad, es obvio que la mayoría no se siente como los personajes de Los vagabundos de Gorki, aunque muchos y muchas compartan con ellos la desesperación y, para su desgracia, la pasividad; a fin de cuentas, somos hijos de la educación que nos han dado, y no suele incluir la costumbre de aprender y quizá, romper cadenas. En sus aspectos más disculpables, el irrealismo y el sálvese quien pueda de ese callejón civilizatorio sin salida tendría alguna idealización en Máximo Gorki y una mirada implacable en su amigo, lo cual explica que, desde mi punto de vista, Chéjov sea cada vez más subversivo en comparación. Nuestras sociedades no son las tres inocentes damas del principio y, por mucho que les guste fingirse profundas, tampoco están en la posición del gran León Tolstói, quien en cierta ocasión, mirando una lagartija que tomaba el sol –Gorki vuelve a ser testigo–, le preguntó si era feliz y añadió después, con sinceridad brutal: “Pues yo, no”.
Antes hablaba de respuestas, y acierta quien diga que la literatura es el mayor y más fiable arcón de esa mercadería, cuando están autores como los mencionados de por medio. Entre otras cosas, porque nunca dieron la espalda a sus orígenes: en el caso de Chéjov, los de un abuelo que ahorró ochocientos setenta y cinco rublos con el sudor de su frente para comprar su libertad y la de su familia en el infierno del zarismo. De no haber sido por él, Chéjov no habría existido, y la humanidad estaría hoy enormemente más huérfana de lo que está. Tirar del hilo que los hizo no desenrolla siempre la madeja, pero quita la venda de los ojos.