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Un joven estudiante japonés en el nacimiento del arte abstracto español

El artista Mitsuo Miura en una de las salas de la exposición, durante la inauguración en Salamanca

José María Sadia

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“Mucha gente escucha música instrumental, puramente abstracta y la acepta con tranquilidad; sin embargo, cuando se trata de arte abstracto, la gente comienza a dudar y la experiencia se vuelve más complicada”. Si se aplicase la lógica del artista Mitsuo Miura (Iwate, Japón; 1946), quizá la pintura o la escultura abstractas estarían situadas en un lugar mucho más cercano a la sociedad de hoy. “Cualquier artista abstracto no lo es tanto, solo se trata de diferentes interpretaciones de una realidad”, razona. Pero nunca se ha percibido así. La abstracción en el arte continúa generando recelos en el mundo actual, como advierte el creador hispanojaponés. Aunque quizá alguno menos que cuando un joven Miura, de tan solo 19 años, cambió su Japón natal por la España de finales de los 60, segunda etapa de la dictadura franquista en la que comenzaban a respirarse vientos de cambio.

Rememora el artista —que estos meses celebra la exposición Casi 1.000 m2 para dos paisajes en el museo DA2 de Salamanca— la fascinación que le causó el descubrimiento de las pinturas clásicas del Museo del Prado, cuando asistió a una exposición sobre la pinacoteca madrileña en Tokio, siendo solo un adolescente. De ahí que, en su etapa de estudiante, Miura no dudara en viajar a Barcelona y después a Madrid para conocer en persona los cuadros de Velázquez, Goya o El Greco. Sin embargo, más allá del Prado, experimentó la frialdad de un país cerrado, autárquico, también en lo cultural. Aunque Miura reconoce que en esos primeros años únicamente estaba centrado en comprender la vida española, sí pudo certificar desde el principio que “el arte contemporáneo era muy escaso en aquella España”, en particular, en las corrientes abstractas que ya comenzaban a inquietar su mente.

“Ya había algún artista español que vivía en Francia y la relación entre la Barcelona de entonces y los creadores franceses era muy fuerte”, apunta. Pero poco más. Al menos, por el momento. Como en tantas otras ocasiones importantes, ocurrió por casualidad que, mientras visitaba una galería, Miura conoció a un personaje que sería capital en la promoción del arte abstracto español y en el bautismo de algunos de los mejores creadores de esta corriente en el siglo XX. Se trataba de un artista de origen filipino, de mente clara y probada erudición. Fernando Zóbel en persona le invitó a conocer el primer museo sobre el arte abstracto español, que acababa de inaugurar en Cuenca, en el verano de 1966. Aquella experiencia le abriría, de par en par, las puertas de un mundo artístico que, quizá de manera inconsciente, llevaba tiempo persiguiendo.

El descubrimiento de Cuenca

Unos años atrás, el propio Zóbel había descubierto en una minúscula galería de arte, emplazada en el centro de Madrid, que en España no solo se cultivaba el universo abstracto, sino que existían creadores de enorme talento. De aquella forma tan peculiar conoció pinturas y esculturas de artistas como Luis Feito, Antonio Saura, Eduardo Chillida o Antoni Tapiès. Y el impacto fue tal que en su cabeza comenzó a tejerse el proyecto de crear una colección personal que compartiría con el mundo a través de un futuro museo. A principios de la década de los 60 comenzó a buscar un sitio “cerca de Madrid, pero sin ser Madrid”, tal y como dejó escrito en sus propias notas, que ensayó en la vecina Toledo y acabó encontrando un poco más allá, en la ciudad de Cuenca.

El pintor conquense Gustavo Torner le había hablado de un edificio gótico del siglo XV que miraba al río Huécar, y que estaba siendo reformado por el Ayuntamiento, sin haberle asignado aún una función concreta. En una sola visita, Zóbel se convenció de que las hoy célebres Casas Colgadas de Cuenca serían el lugar ideal para mostrar la incipiente colección de arte abstracto que ya tenía en su poder. Un rápido acuerdo con el Ayuntamiento hizo posible la cesión del espacio, que cristalizó en exposición el 1 de julio de 1966. Abría las puertas el Museo de Arte Abstracto Español, un lugar hecho por y para artistas, al margen de la constreñida cultura oficial marcada por el régimen.

“La historia del museo camina en paralelo al quehacer artístico de una generación de pintores que dirigieron sus pasos hacia la abstracción en un contexto social, político y cultural adverso, escasamente receptivo a cualquier atisbo vanguardista”, ha escrito al respecto la profesora Ángeles Villalba Salvador, en una publicación impulsada por la Fundación Juan March, titular del museo desde los años ochenta. En aquella gris España del segundo franquismo, “el museo fue un logro muy relevante, porque supuso el reconocimiento de unos artistas ignorados por su propio país y, de modo especialmente significativo, por la forma de mostrarlos al público”, abunda la historiadora.

Un “turista” en la España de Franco

La España de finales de los sesenta, que intentaba desperezarse tras décadas de dictadura, era la misma que descubría un joven estudiante de arte japonés: “En aquella época, yo no me enteraba mucho; me comportaba como un turista que intentaba acostumbrarse a vivir fuera de su entorno, no me implicaba en las cuestiones políticas o sociales”. Reconoce Mitsuo Miura que el carácter de los españoles —“la gente era correcta, amable conmigo”— le ayudó a tolerar aspectos tan diferentes como las costumbres, la alimentación o la vida diaria. “Estaba obligado a cambiar, a esforzarme, si quería vivir como ellos”, asume.

Cuando recibió la invitación de Zóbel en aquel casual encuentro, Miura ya sabía de la apertura del museo de Cuenca a través de las revistas. “Era el anuncio del comienzo del arte abstracto en España, marcó una tendencia y lo sigue haciendo; creo que todavía hoy existen muy pocos museos especializados en el arte abstracto en este país”, subraya. “Yo comencé a acudir allí los fines de semana y durante el verano, y eso me dio la oportunidad de conocer a los creadores que se habían establecido en Cuenca, donde además había una residencia con ocho o 10 artistas”, rememora. Y así fue como Miura accedió a los talleres de personajes capitales en el siglo XX, como Antonio Saura. También entró en contacto con Juana Mordó, “una de las galeristas más poderosas del momento”, figura plenamente implicada en la difusión de las tendencias contemporáneas, desde la posguerra hasta la década de los 80.

Pero también estaba la reivindicación política. El propio Saura creaba en la clandestinidad una serie de dibujos —41 en total— en los que denunciaba las consecuencias de la Guerra Civil y la dictadura. Una mordaz crítica gráfica que cobró protagonismo en 2020 a través de la exposición Mentira y sueño de Franco, celebrada en el Círculo de Bellas Artes. “Era consciente de que había artistas sociales, muy implicados en la cuestión política, pero asistí a aquella lucha desde la distancia”, admite Mitsuo Miura. “En mi caso, venía del ambiente académico y estaba estudiando el abecedario del arte; en cambio, ellos ya tenían un trabajo muy personal y su propia galería”, apunta el creador, dejando claro cuál era su interés primordial en la etapa de Cuenca: “Logré identificar la profesionalidad de aquella generación, cómo planteaba el arte, cuál era su forma de vivir”.

Del Madrid urbano a la playa de los Genoveses

Ahora el museo Domus Artium 2002 (DA2) de Salamanca expone el trabajo y la evolución de Miura durante toda su vida, en la muestra Casi 1.000 m2 para dos paisajes, que se puede observar hasta el 17 de septiembre. El visitante asistirá con sorpresa al poder de abstracción de los dos pilares de la obra del nipón, adaptada a las instalaciones de la antigua prisión de Salamanca: el paisaje natural, el paisaje urbano. El primero pudo respirarlo junto a su familia en un reducto a salvo —todavía hoy, de momento— del poder colonizador del ser humano. En la playa de los Genoveses (cabo de Gata, Almería), “disfrutábamos mucho, un poco alejados de la vida cotidiana”, recuerda Miura, que ha plasmado “la tranquilidad y el bienestar” de aquellos momentos en multitud de sus obras.

En cuanto al entorno urbano, presente en una obra vitalista y repleta de colores, Miura fue un testigo excepcional del crecimiento de las ciudades en el tránsito de la dictadura a la modernidad. “El cambio fue tremendo, el paso de un régimen a otro, el comienzo del capitalismo”, precisa. “Me llamó mucho la atención la evolución de ciudades como Madrid, Barcelona o Valencia”, reconoce. A tal punto que muchas de las instalaciones, pinturas, dibujos, grabados y fotografías que componen la exposición —celebrada meses atrás en el Museo Centro de Arte Dos de Mayo de Madrid— sintetizan el vitalismo urbano, sus enérgicos tonos, su incesante movimiento.

Entretanto, el Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca, donde empezó todo hace medio siglo, anuncia la proyección del documental Zóbel: Memoria de un instante, que recorre los más de 140 cuadernos dibujados por el incansable Fernando Zóbel. Se trata de un nuevo homenaje al fundador del espacio en aquella difícil España, muy lejos ya de la década de los 60 en la que un joven Miura tomaba apuntes sobre la irrupción de las primeras tendencias abstractas en nuestro país y que marcaría, asimismo, su particular mirada del mundo.

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