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Vuelve el cine del hacer cine

Alec Baldwin y James Toback: Seducidos y Abandonados

Raúl Minchinela

Ya no se hace cine como el de antes. O al menos eso es lo que Alec Baldwin y James Toback intentan mostrar en Seducidos y abandonados, una cinta de no ficción que documenta sus intentos de financiación para un largometraje dramático. Su propuesta es una película titulada El último Tango en TikritEl último Tango en Tikrit, una actualización de aquel clásico donde Marlon Brando se lubricaba por via láctea. Baldwin interpretaría al protagonista, Neve Campbell sería su compañera, y el escenario sería Iraq en plena guerra. Dos personajes dañados por el conflicto bélico que intentan exorcizar sus fantasmas abandonándose al sexo y encomendándose a él como último asidero para la reconstrucción. La odisea personal con tintas intelectuales y mucho desnudo por exigencias del guión que tanto lucía en las marquesinas en los setenta. Un largometraje de los que ya no se hacen.

Seducidos y abandonados les acompaña por las calles de Cannes, por el mercado del festival, por las cubiertas de los yates. Por reunión tras reunión con productor tras productor. Uno tras otro, todos juzgan que el proyecto es inviable y que Baldwin ya no tiene capital como actor. Los rechazos se alternan con conversaciones donde invitan a directores de renombre: Martin Scorsese, Bernardo Bertolucci, Roman Polanski y un Francis Ford Coppola que recuerda que El Padrino se financió de carambola. “Es una época terrible”, cuenta Baldwin en las entrevistas promocionales, “la gente que decide qué películas se hacen son personas a las que no les interesa el cine. Tienen más miedo al riesgo que nunca. Antes tenían miedo al riesgo, pero sabían que había riesgo. Ahora tienes a gente que lo que quiere es negocio cinematográfico sin riesgo, que es algo que no existe”. Es la época de los remakes de Tron y las versiones de Spiderman. La era de las películas cuyos personajes conocemos antes de entrar en la sala.

Y Robert Altman creó el molde

Este documental formulado como lamento pertenece a una larga tradición cinematográfica: las películas sobre lo difícil que es hacer películas conforman una categoría fílmica propia. La que goza de mayor prestigio es El juego de Hollywood, una cinta sobre un productor que, harto de recibir amenazas de muerte de un guionista al que prometió llamar pero nunca llamó, termina matándolo él antes. Este largo de Robert Altman es el patrón oro del Hollywood auto-consciente, porque tiene un reparto de impresión con actores interpretándose a sí mismos, y porque atestigua el recorrido de Altman batiéndose el cobre durante décadas con ejecutivos que solo veían números.

Curiosamente, las costumbres que El Juego de Hollywood pretendía erradicar denunciándolas con sarcasmo se han acentuado hoy en los despachos. Un ejemplo es el pitch: toda propuesta se debe contar en veinticinco palabras o menos, y a ser posible refiriéndola a otras películas. Es como La Guerra de las Galaxias mezclado con Matrix más El Robobo de la jojoya. Otro: que las películas nacen entregadas a los mismos actores. En la cinta de Altman todos los papeles masculinos son para Bruce Willis y todos los papeles femeninos son para Julia Roberts. Pueden trasponerlo hoy a Mario Casas y las películas producidas por Antena 3 Media. La última: el talento es prescindible, lo esencial es la fórmula. Esta fe la pueden detectar fácilmente en las personas que, describiendo un largometraje, hablan del “tercer acto”.

Resistirse a la fórmula para terminar rendido es el hilo central de Adaptation: El ladrón de Orquídeas. Una película que narra el intento de un guionista ficticio en adaptar al cine un libro que trata sobre una mujer que escribe una crónica sobre un botánico rebelde. El escritor quiere guardar las sutilezas del texto original y sobre todo se niega a aplicar a su película la receta de añadir coches en fuga y pistolas en mano. Pero todos sus intentos de contar la historia mediante la evolución de las flores, la historia de los recolectores o la clasificación taxonómica de las plantas teminan en callejones narrativos sin salida. El guionista que pretendía evitar el sexo, las drogas y las persecuciones termina viviendo una escena final donde aparecen, fatalmente, las tres cosas.

Ceder a regañadientes ante el peso de la industria

Un argumento recurrente que prodiga retratos para todo el espectro, desde el firmacheques hasta el juntaletras. Desde el productor fracasado que mostraba Blake Edwards en S.O.B. ( Sois hOnrados Bandidos)Sois hOnrados Bandidos, que intenta una última salvación confeccionando un musical de porno blando y dos rombos, hasta el guionista que protagoniza Barton Fink, que ve cómo Hollywood se convierte en su infierno particular. Hay películas que incluso gritan su disconformidad desde los créditos: busquen las películas de Alan Smithee, que es el seudónimo común con el que han firmado los directores que renunciaban de la autoría de la cinta tal y como se comercializaba. El nombre estuvo en uso desde 1968 hasta 2000, cuando la comedia Arde Hollywood Arde reveló el detalle. Eric Idle, ex de los Monty Python, interpretaba allí a un director de cine llamado Alan Smithee que descubría con horror que no podía desmarcarse de su película porque el único seudónimo que le permitían coincidía con su nombre de verdad.

El lamento de Baldwin se une a una larga estirpe que dibuja dos bandos en la relación con el cine. A un lado el amor, al otro el dinero. Aquí los apasionados, y allí quienes subastan los anillos de compromiso para sacarle unos duros a la relación perdida. Los mercaderes de la ficción que calculan que tal personaje o tal actor no tiene “capital de acción” hacen una contabilidad de los sentimientos y un balance de las pasiones que refrena al artista de la locura y lo devuelve al redil de lo rentable. El corazón enfrentado al vil metal, el romántico encarado al práctico, lo infinito opuesto a lo numerario.

En realidad, la frecuencia con la que el cine cuenta lo difícil que es hacer cine tiene un motivo más mordaz. Los testimonios de impotencia ante la maquinaria imparable cimentan otro mito del cine. Los autores que cuentan que no pueden completar sus proyectos alimentan una quimera cinematográfica: que hay otro cine, otro mejor que el que tenemos y que está a la vuelta de la esquina. El canto de frustración promete que la joya existe, que aún queda esperanza. “El cine que no puede ser” seguirá apareciendo en las pantallas, porque promete un arte que florecerá en cuanto les dejen. No se vayan todavía, aún hay más, en cuanto alguien tenga suelto.

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