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Caníbales y mujeres fatales de la salud mental: ir al psicólogo en los 'thrillers' de los 90 era un peligro

Hannibal Lecter, quizá el psiquiatra más infame del cine

Ignasi Franch

La década de los noventa fue seguramente la edad de oro del thriller psicológico, en contacto a menudo estrecho con otras tendencias del momento. Hay que considerar las mutaciones y actualizaciones del cine negro clásico identificadas bajo la también bastante abstracta clasificación del neo-noir -como Sangre fácil o La muerte golpea dos veces-.

Pero también fueron los tiempos del efímero auge del thriller erótico dentro del Hollywood comercial. Su breve ciclo de éxito decadencia podría situarse entre los estrenos de Instinto básico y Jade, con mención para la ridiculización recibida por una Showgirls menos orientada al suspense pero que contribuyó al descrédito de lo -presuntamente- erótico en la gran pantalla.

Es difícil concretar qué puede ser el thriller psicológico. Puede tratarse de un cine de terror de la mente porque se fundamenta en que el protagonista de la narración tiene las capacidades perceptivas alteradas o bajo cuestión -La escalera de Jacob, que trata de las alucinaciones de un antiguo soldado, sería un ejemplo de ello-, o porque la historia abunda en las conductas más terribles del ser humano mediante figuras como el asesino en serie. Y puede ser también, sencillamente, una historia de suspense donde un psicólogo juega un papel esencial.

Y esa fue una de las modas fílmicas de unos noventa que ahora, dicen, comenzamos a añorar mientras no terminamos de escapar de un inacabable ciclo -o bucle- de nostalgia ochentera. En el thriller con psicólogo, lo mejor que podía hacer un personaje era mantenerse alejado de las consultas de profesionales de la salud mental. A veces, el peligro era el mismo terapeuta; en otras ocasiones, era este el acosado. En ambos casos, les rondaban los problemas -y los crímenes-.

Y en el principio estuvo Hannibal

Si se habla de thriller con psicólogo de los noventa, El silencio de los corderos es una referencia obligada. Supuso un éxito comercial y crítico que se acabó de certificar con la recepción de los cinco principales premios Oscar: película, dirección, guión y actores protagonistas. Su premisa era la investigación de unos asesinatos por parte de una joven agente federal que, para resolver los crímenes, se ponía en contacto con un brillante -y caníbal- doctor.

El realizador Jonathan Demme -Philadelphia- y su equipo no se limitaron a facturar una buena intriga replegada y autolimitada en las convenciones del género, centrada en la trama y embellecida mediante una calculada narrativa visual, sino que cuidaron el retrato de personajes con relaciones más o menos complejas. E incluso intentaron separarse de una cierta inercia de identificación del travestismo o la transexualidad con la violencia, a través de una frase de la heroína encarnada por la actriz Jodie Foster.

A pesar de las múltiples virtudes del filme, el carismático antagonista secundario que era Hannibal Lecter se llevó una buena parte de la gloria. Conservador astuto, el doctor Lecter podía encarnar el miedo a la manipulación y la violación de confianza en el espacio teóricamente seguro de la terapia psicológica. A la vez, se desenvolvía como villano de acción, capaz de escapar de la custodia policial dejando varios cadáveres por el camino.

Hannibal, el personaje, quizá se ha impuesto en la memoria colectiva a El silencio de los corderos, la película, a pesar de que el personaje ya habia sido llevado al cine con menos fortuna. Lecter volveria a la gran pantalla en tres largometrajes más (y una serie de televisión). Y su éxito contribuyó a establecer un arquetipo, el del psicópata de inteligencia privilegiada, que se alejaba de representaciones menos fascinadas como las vistas en M, el vampiro de Düsseldorf, Psicosis, El fotógrafo del pánico o La matanza de Texas.

Psicólogas (más o menos) fatales

El personaje de Catherine Tramell, coprotagonista de Instinto básico, es otro ejemplo de psicóloga brillante e inquietante aunque no ejerciese como terapeuta: se trataba de una escritora que gozaba de un lujoso tren de vida derivado de una herencia por muertes convenientes. Era, además, amiga de amistades peligrosas y se rodeaba de personas que habían matado. Después de que su amante muera asesinado, Tramell es interrogada por la policía. El detective encargado del caso sabe que puede estar arriesgando su vida al establecer vínculos con la investigada, pero asume el riesgo. Es un hombre atraído irremisiblemente por la mujer fatal que causa la perdición de quienes la rodean.

Dirigido por Paul Verhoeven, Instinto básico fue un neo-noir estéticamente cuidado -desde la música de Jerry Goldsmith a la fotografía de Jan de Bont- que ilustraba maliciosamente uno de los sensacionalistas guiones que firmaba en esa época Joe Eszterhas -Acosada, Jade-. Después de que la película dispare sospechas a diestro y siniestro, su desenlace dejaba abiertos escenarios de sospecha e incertidumbre.

Si Tramell remitía a la mujer fatal más destructiva, Linda Fiorentino -femme fatale a su vez en La última seducción- ofrecía una toma diferente del arquetipo en Jade. La actriz interpretaba a la doctora Katrina Gavin, una coach de éxito que se ve involucrada en una trama que incluye la materialización de fantasías sexuales libérrimas, el consumo de drogas y el chantaje.

Un William Friedkin -El exorcista, French connection- lejos de sus tiempos de gloria dirigía un thriller sensacionalista que, sin necesidad de imágenes demasiado explícitas, puede servir de recordatorio de lo timorato que es el Hollywood actual en lo que se refiere a las sexualidades. Aún así, sus responsables optaron por un desenlace que combinaba la escapatoria moralista -y el castigo de la pecadora- con una nota oscura: la mujer liberada se había liberado en exceso pero el matrimonio no es precisamente su salvación.

Cuando los psicólogos no tejen la trama

Los terapeutas fílmicos de la época no siempre eran malvados ni brillantes. En El color de la noche, una intriga supuestamente erótica protagonizada por Bruce Willis y Jane Marsh, el intérprete de La jungla de cristal interpretaba a un psicólogo desestabilizado por haber contemplado (y, en cierta medida, impulsado) el suicidio de una paciente. Iniciada entre referencias a la hitchcockiana Vértigo, la película trataba de las sospechas despertadas en el seno de una terapia de grupo cuyos participantes sufren elevados índices de mortalidad, comenzando por el terapeuta que dirigía originalmente las sesiones.

La muerte del colega y amigo del protagonista facilita que este siga usando la mansión y la agenda de clientes de este, además de trabar relación -sexual- con una enigmática joven, mientras intenta discernir cuál de los integrantes del grupo mató a su colega.

En este caso, las escenas sexuales fueron el principal reclamo de una intriga poco memorable -si dejamos al margen la excepcionalmente hortera musicacion de sus momentos más lúbricos- que apenas destaca por alejarse del tenebrismo de otros thrillers -como la posterior Seven-. Sus autores se detienen en los espacios de lujo y Sol de Los Angeles, priorizando la erótica de los cuerpos y el dinero por encima de la exploración inquietante de las zonas oscuras de la psique.

Por otra parte, Análisis final, una película de suspense construida alrededor de dos estrellas del momento como Richard Gere y Kim Bassinger, escrutó el legado de Hitchcock de una manera algo más sugerente. A pesar de todo, hay algo que desentona en ese intento técnicamente respetable de actualizar algunas tendencias del Hollywood clásico mediante una apuesta por el glamur del star system.

Su historia nos presentaba de nuevo a un psicólogo superado por los acontecimientos. Un bienintencionado terapeuta se enamora de la hermana -casada con un mafioso- de una paciente, y prepara su defensa en clave médica cuando esta mata a su marido maltratador.

En la ficción, adscribible al neo-noir, el psicólogo ejerce de tonto útil de una justicia presuntamente blanda. El resultado podría servir de propaganda para clamar contra el buenismo -ese enemigo inconcreto constantemente denunciado por las derechas y sus parientes ultras- y para borrar de un plumazo los atenuantes psicológicos en la comisión de delitos: incluso el mejor especialista, cegado por las buenas intenciones -o por los intereses románticos-, ofrece un diagnóstico equivocado que puede salvar a un asesino de la cárcel.

El mismo Gere implicado en causas humanitarias repetiría poco después un papel similar -esta vez como abogado- en una obra con connotaciones parecidas: Las dos caras de la verdad.

Copycat sería un ejemplo de narración de acoso a una psiquiatra que, a su vez, sufre un transtorno mental, y de asesinos en serie que imitan a asesinos en serie. Una doctora interpretada por Sigourney Weaver padece agorafobia después de que atenten contra su vida, pero vuelve a involucrarse en el mundo de los crímenes seriados después de que una investigación la afecte.

Aunque más allá de pequeñas peculiaridades como contar con una heroína muy vulnerable y algo antipática, o de redoblar el protagonismo femenino de El silencio de los corderos con una pareja de investigadoras, esta propuesta de Jon Amiel no hizo mucho más que abundar en la moda del cine de psicópatas propulsada por el filme de Demme.

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