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Antes de David Foster Wallace estaba John McPhee

Arthur Ashe, por Walter Kelleher (1968) Esta foto es parte de la colección de la National Portrait Gallery

Marta Peirano

El motto de John McPhee, para muchos el mejor escritor vivo de no ficción en lengua inglesa, parece ser el mismo que gritaba Ezra Pound cuando le preguntaban cuál era la clave de la buena escritura: precisión, precisión, precisión. Uno de los mejores ejemplos es el clásico Los niveles del juego, recién publicado por la novísima editorial Dioptrías.

A John McPhee le gusta escribir de deportes; todo el mundo sabe que William Shawn le invitó a formar parte del mítico New Yorker después de un perfil de 17.000 palabras del jugador de baloncesto Bill Bradley, en 1965. Pero no es el único que llama su atención: ha escrito sobre coleccionistas de arte, zoólogos y sobre magnates del petróleo; sobre bosques centenarios, barcos pesqueros y sobre geología.

Su Anales del tiempo antiguo, cuatro tomos de investigación sobre los orígenes geológicos de norteamérica, es uno de los más bellos libros jamás escritos. Y ganó el Pulitzer en 1999, pero lo podía haber ganado antes o después con cualquier otra cosa. Así de bueno es John McPhee,

Los niveles del juego es un libro sobre tenis, un deporte que -como el ajedrez y el boxeo, pero a diferencia de todos los demás- ha motivado algunos de los grandes ensayos contemporáneos. El más famoso de los cuales es el que David Foster Wallace escribió para el New York Times en 2006: Federer como experiencia religiosa, traducido al castellano aquí. DFW describió el tenis como “un billar con bolas que no se quedan quietas. Un ajedrez a la carrera”.

Para McPhee, como el resto de sus temas, es la oportunidad de abrir una brecha en el tiempo y en el espacio y contar las capas de sedimentos que cuentan su historia. En ese sentido, el libro que tratamos también es ejemplar.

Dos hombres pelean un set, y McPhee describe sus voleas y valora sus intenciones. El detalle es interesante y lleno de agilidad. “Graebner inhala lo que deben ser siete litros de aire y, despacio, exhala solo seis”. Precisión, precisión, precisión. Lo que está implícito es su contexto: el partido es la larga y reñida seminifinal del Open de EEUU entre Arthur Ashe -negro, pobre y progresista- contra Clark Graebner -blanco, acomodado y republicano- el verano que mataron a Martin Luther King.

En el tenis, la nobleza del juego revela el carácter de los jugadores. Ante una dejada pobre pero efectiva, el uno protesta: “Ha sido asqueroso. Hago yo dos golpes magníficos y él va y hace esa mierda”. Frente a un tiro fulminante que revienta el suelo a sus pies, el otro reflexiona: “Esa es la diferencia entre un nivel de juego y otro: Tienes que jugar con autoridad”. Uno juega “a tumba abierta”, el otro es “constante, preciso y conservador”.

Los niveles es un ensayo sobre su carácter, pero no solo. Los jugadores tienen 25 años y llegan jugando juntos -y compitiendo el uno contra el otro- desde los 14. McPhee interrumpe la retransmisión de la partida para contener el mundo que ha hecho que esa relación sea posible.

El bien o el mal no está en las estrellas

La partida es el núcleo de fuerza sobre el que gravita todo: padres, parejas, entrenadores, su formación, su origen y, como consecuencia, el significado de su enfrentamiento. Si el carácter también es el destino para los deportistas de élite, las estrellas que pesan sobre ellos son la ambición de representar valores y la imposibilidad de ganar y no hacerlo; la ambición como sacrificio y la ambición como la única huida hacia adelante.

La carga de lo personal y de los sacrificios ajenos. “Detrás de todo tenista hay otro tenista” explica McPhee. En el caso clásico del blanco -el tenis es deporte de ricos- es un padre con posibles; en el de otro, más atípico, un negro venido a más que apadrina jóvenes promesas para abrir un espacio en el mundo del tenis para jugadores de color. Todo lo que brilla en una tarde de tenis en Forest Hills, New York, el verano de 1968.

Precisión, precisión y precisión, pero no solo. McPhee no tiene tiempo para la serendipia, uno de los trucos característicos de Joan Didion y de su maestro, Hemingway. La nobleza de McPhee, que nunca haría una jugada asquerosa, está en el análisis profundo, agilizado por su curiosidad infinita y un fino poder de observación que, generosamente, hace pasar por el del lector, dejando que saque sus propias conclusiones.

Es la misma generosidad con la que analiza, destripa y comparte su propio método en una serie que esperamos se convierta en un libro y lo publique Dioptrías. El método que formado ya a muchos de los grandes escritores que han pasado por su clase, como su actual jefe David Remnick. Cuando le preguntaron al último director del New Yorker lo que Princeton significaba para él, dijo “I have two words: John McPhee”.

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