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Esclavos por horas o cómo vive la clase obrera estadounidense

Protesta de trabajadores de una cadena de comida rápida en Chicago por el aumento del salario mínimo hasta 15 dólares por hora. Foto: Kamil Krzaczynski / Efe.

Lucía Lijtmaer

Hay gente que se levanta por la mañana, acude a trabajar en un medio de transporte más o menos adecuado y, tras una jornada más o menos larga y más o menos tediosa, regresa a casa sabiendo que ha realizado un trabajo que le aportará un sueldo más o menos digno al final de mes. Del otro lado están todos los demás.

Esta brecha es la que, entre 1998 y 1999, la afamada periodista estadounidense Barbara Ehrenreich decidió indagar. Ehrenreich se preguntó cómo sería la vida de aquellos que trabajan por el salario mínimo por hora en Estados Unidos. Si el cálculo inicial para que una persona pueda pagar un apartamento de una habitación en Estados Unidos es que tiene que ganar a partir de 8,89 dólares la hora, ¿cómo vive alguien que gana cinco o seis? ¿Y qué hay de las familias monoparentales? ¿Y aquellos que enferman? ¿Viven o sobreviven?

Para responder a estas preguntas, Ehrenreich decidió emplearse como camarera, empleada doméstica y dependienta en diferentes puntos del país. La única condición que se puso a sí misma fue no poner en peligro su vida, y empezó un periplo que le llevaría por Florida, Maine y Minnesota, donde trabajaba de día y noche, y escribía sobre lo que le pasaba cuando podía.

El resultado fue Por cuatro duros: cómo no apañárselas en Estados Unidos, una exhaustiva crónica en primera persona -en la tradición de otros libros de investigación como Cabeza de turco de Günter Wallraff- que ahora recupera la editorial Capitan Swing. Su impacto en Estados Unidos fue incalculable, ya que destapó algo de lo que la mayoría de norteamericanos no tenían conocimiento: el trabajo de salario mínimo implica una esclavitud de cuerpo, mente y futuro.

El trabajador de la miseria estadounidense es un siervo común -alcanza al 30% de la población cuando la autora realizó el libro-, al que se le niegan los derechos más básicos y que, a medida que avanza su periplo como asalariado, debe renunciar a cualquier idea de movilidad social, puesto que jamás la alcanzará. El mito del estadounidense que puede llegar a todo lo que se proponga queda destrozado en una obra que, entre otras cosas, ratifica:

No eres nadie. Cuando trabajas en una tarea considerada poco cualificada -aunque esto sea más que discutible, por el nivel de atención, esfuerzo y destreza que requieren todos estos trabajos- no tienes una identidad reconocible. Si eres camarera eres “cariño”, “rubia” o “nena”. Como dependienta, eres simplemente el nexo al que quejarse, y como empleada del hogar, la máquina de la que disponer.

La movilidad se reduce y los costes aumentan. Trabajar por poco dinero implica, necesariamente, buscar un lugar donde vivir que se ajuste al precio que puedes pagar. En consecuencia, la cronista se ve obligada inmediatamente a optar por un apartamento de una habitación, una caravana en un párking o, si no puede pagar el depósito de las dos primeras opciones, una habitación en un motel. Para poder permitirse una de estas tres cosas, deben estar situadas a 45 minutos o más en coche de su lugar de trabajo.

La pobreza es un pez que se muerde la cola en el sistema. Teniendo en cuenta el coste de la gasolina y de la vivienda, el 80% del salario que gane irá destinado a pagar estos gastos.

La falta de tiempo y espacio implica que no se puede ahorrar en cocinar y comprar comida nutritiva y barata. Si no tienes seguro médico, además, por el tipo de trabajo que realizas acabas teniendo problemas de salud que cuestan dinero.

La salud se resiente. La obra ahonda en esta espiral desesperante, que se perpetúa. Si no ganas suficiente dinero con un trabajo -y se evidencia que nadie lo gana cobrando 120 dólares por semana-, debes tener dos. Y al tener dos, surge la fatiga, los problemas de articulaciones, de respiración, sedentarismo, obesidad...

La falta de conocimiento es clave. Este punto también desquicia a la cronista, y con ella al lector. ¿Por qué algunos de sus compañeros no buscan un trabajo mejor pagado, pudiendo obtenerlo? ¿Por qué la gente no se organiza y se queja cuando no les dejan más de cinco minutos para comer? ¿Por qué no optan por una comida algo más nutritiva si cuesta lo mismo que la que comen? Sencillamente, porque no saben. Es simple y aterrador. No lo saben. Y de eso se aprovechan los jefes que les contratan, los encargados que les obligan a trabajar sin una pausa y las compañías que les venden los productos que consumen, y eso incluye las hipotecas basura.

Se fomenta la delación. En el trabajo de remuneración mínima, Ehrenreich aprende que el compañerismo se confunde con rebelión de corte marxista. Para muestra, los cuestionarios que le presentan a cualquiera que se presente a ser dependiente en una tienda, o camarero en un bar. “¿Delatarías a un compañero si ves que hace algo inadecuado?”. “¿Qué opinas de aquellos que consumen sustancias ilegales?”. El control de la fuerza de trabajo implica al cuerpo y a la mente a través de la más que común exigencia de tests de personalidad, muestras de orina y cuestionarios, cuanto menos dudosos.

  • Los derechos básicos no existen. A los trabajadores de Wallmart les encierran para que no puedan salir cuando acaban su turno si se decide que tienen que hacer horas extras que no les pagan. Esta imagen resume una ínfima parte de la conclusión más evidente del libro. Si no hay poder público dispuesto a garantizar una mínima protección al ciudadano, no queda nada. Ni el derecho a la salud, ni al trabajo digno, ni a la vivienda adecuada, ni a la información, ni a la protesta.

Por cuatro duros: cómo no apañárselas en Estados Unidos es de lectura obligada en muchas universidades estadounidenses, con las consabidas quejas de grupos de estudiantes conservadores y legisladores municipales. Ahora ya sabemos por qué.

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