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Crónica

Suede hace que un festival merezca la pena

Brett Anderson, cantante de Suede, juega con el pie de micro durante el concierto de Suede en el festival Tomavistas 2022

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Madrid en verano es esa tierra seca en la que no arraigan los macrofestivales. Ni Festimad ni Rock In Río ni Summercase lo consiguieron. Hasta el Festival de Benicàssim lo intentó con un fracaso de público denominado Saturday Night Fiber. Primavera Sound va a hacer un nuevo intento en 2023 en Arganda del Rey, en el mismo recinto que usó Rock In Rio, utilizando la fórmula del doblete Madrid-Barcelona que ya ensayó Summercase. Actualmente, hay dos citas que pelean por fertilizar la plaza: MadCool y Tomavistas, el primero con una ambición más multitudinaria que el segundo. Pero en la capital no hay costumbre de quedarse aquí para este tipo de eventos, y además no reciben tanto apoyo como otras iniciativas que las administraciones públicas de otras localizaciones defienden con uñas y dientes como parte de sus campañas de turismo. Más que apoyarse o incentivarse, en Madrid los macrofestivales se toleran, se permiten. Además, los conflictos por el ruido son heridas que se infectan con facilidad: o se traslada el evento a mitad de la nada, donde no llega el transporte, o se hace alrededor de la ciudad, donde siempre habrá viviendas cercanas.

Tomavistas, celebrado este fin de semana, tampoco ha sido una excepción en este conflicto. El festival necesitaba crecer y ampliar el horario para ubicar un cartel de mayor proyección que ediciones anteriores. A pesar de trasladarse del parque Tierno Galván a la Feria de Madrid, los vecinos de los barrios situados a dos kilómetros, como Hortaleza y Canillas, se quejaban por redes sociales del volumen de unos conciertos que no se prolongaban más allá de la 1:30 de la noche. En cambio, en el recinto, el sonido era francamente bajo para lo que se espera, y se necesita, de un espectáculo como este. Falta, en esta ciudad, un apoyo no solo institucional sino también ciudadano para defender que eventos, costosos y complejos, se integren en la vida de la ciudad; que no solo sean tolerados sino también apreciados.

La escena de las artes y también los gestores de la política cultural no deben ser ajenos a un debate actual sobre qué modelo empresarial pero también artístico necesita la escena musical: si el formato macrofestival —que no llegó a España hasta la segunda mitad de los años 90 pero que en 20 años se ha implantado generosamente— o la inversión y el cuidado del tejido musical micro, donde salas de conciertos y otro tipo de recintos más singulares permiten a los artistas y al público desarrollar sus carreras de una manera sostenida y sostenible.

Apostar solo por el macrofestival del buen tiempo, que precisa de grandes espónsores, altos ingresos de barras (con precios, por tanto, elevados), cierto impacto medioambiental, sobreesfuerzo logístico y una oferta que va más allá de la música, se parece demasiado al riesgo de jugárselo todo a una sola carta. Por otro lado, los festivales son eventos emocionantes y divertidos, donde se genera una energía colectiva y empática que rara vez se encuentra fuera de ahí. Además, es una vía habitual para que los grupos alcancen públicos diferentes, se den a conocer y se curtan en unas circunstancias que tecnológicamente pueden ser adversas. Para algunos músicos resulta una experiencia frustrante mientras que para otros supone el salto que necesitan dar.

Una organización cuidadosa

El festival Tomavistas está dedicado a una audiencia que en las últimas décadas se ha dado en llamar 'independiente', sin que a estas alturas esté muy claro qué significa eso. Dos monstruos del britpop como Brett Anderson (Suede) y Jarvis Cocker (Pulp, con su nuevo proyecto Jarv...Is) perfilaban este año el carácter de un cartel que necesariamente no puede ser multitudinario, pero que sí que da para una audiencia de unas respetables 7.000 o 9.000 personas, en un recinto cómodo, con zonas verdes para descansar, donde niños y niñas son bienvenidos y los conciertos apenas se solapan, lo cual es de agradecer, frente al modelo MadCool, donde todo sucede a la vez.

De las dos puestas en escena que tiene Suede ahora mismo —el repaso a su exitoso disco de hace 25 años, Coming Up— y otro formato que combina grandes éxitos con temas más actuales, pero no demasiados, a Tomavistas trajeron el segundo de ellos. Suede es un grupo que ha crecido en los festivales, que se conoce sus flaquezas y fortalezas. Hicieron un show apabullante, incansable, potente y electrizante que comienza con She, Trash y Animal Nitrate del tirón, reclamando un trono que nunca han perdido. Brett Anderson se tira al suelo, canta mirando desde ahí hacia el cielo, se sube a los monitores, palmea con su tradicional movimiento de caderas —el público chilla—, se desgañita, se arrastra a cuatro patas, como un gato tenso, por el borde del escenario. Hace una interpretación increíble de So Young. Alude a algún tema más nuevo como Sabotage. Culmina con Metal Mickey, Beautiful Ones y el bis con New Generation.

Tanto Anderson como Cocker, desmostraron ser todavía unos animales de escena, a pesar de la veteranía. Quien los ha visto actuar en los últimos 30 años reconoce que, lógicamente, tienen menos voz que en su juventud, pero siguen manteniendo el carisma que hizo de ellos los grandes personajes que fueron cuando el Reino Unido era el principal exportador del pop anglosajón y todo giraba en torno a un mismo mercado. Hoy la música ya no es tanto así y el sonido es mucho menos homogéneo. Hay muchos grupos españoles que podrían adscribirse a esa etiqueta 'indie', aunque sería anacrónico calificarles como tales, pero que visten el cartel del festival, le dan contemporaneidad y un público mucho más joven que el fan medio de Suede, como Carolina Durante, VVV [Trippin'You], La Plata, Putochinomaricón, Cariño, Confeti de Odio, Biznaga, La Trinidad, Kokoshca o Camellos. Estos últimos sufrieron, por cierto, la merma de su concierto por un episodio de lluvia, que se fue con la misma rapidez con la que vino, en la noche del sábado. El principal concierto damnificado fue el de Kings of Convenience, que se anuló por completo y cuyos miembros intentaron ofrecer un premio de consolación cantando en acústico desde el foso de los fotógrafos.

El festival tendría sus razones para parar las actuaciones durante la lluvia y no sería responsable afear a una organización el exceso de precaución, pero fue difícil de entender que la lluvia pudiera necesariamente paralizar la actividad de barras y escenarios, cuando otros muchos festivales no se han apagado a pesar del agua. El Tomavistas, aparentemente, no estaba preparado para seguir adelante ante una inclemencia, por otro lado inesperada en un Madrid de mayo con temperaturas de agosto. El grupo noruego Kings of Convenience ha comunicado que entendía la decisión pero que esperaba que hubiera una manera de que “al público le devuelvan el dinero” y que puedan volver a tocar a Madrid próximamente. La organización del festival no ha contestado al respecto. Otra crítica a la organización han sido las largas colas para pedir en las barras a primera hora de la tarde del jueves, algo que se resolvió el resto de días. No obstante, hay que reseñar que el festival había instalado grifos gratuitos de agua potable, donde no había colas, adelantándose un año a la obligatoriedad que marca el Ministerio de Transición Ecológica.

Un festival forja su identidad con el acondicionamiento del recinto, la personalidad de su cartel y la pervivencia en el tiempo. No es fácil, pero superar los inconvenientes cada edición, y en este caso incluso dos años de ausencia por la pandemia, además de reunir el apoyo del público y la ciudad en la que se ubica, es la única manera.

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