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Sin decir adiós, con esperanza

Paco Micalot.

Alfons Cervera

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Decía Max Aub que somos de donde cursamos el Bachillerato. Otros dicen que si encuentras un sitio donde te sientas a gusto, será ése el punto de partida hacia la vida en su vertiente más apoteósica. También, digo yo, uno encuentra su sitio más definitivo cuando lo habita gente como Paco, a quien llamaron Micalot en Vilamarxant, su pueblo del Camp de Túria. Y así lo seguirán llamando, aunque se haya ido a ninguna parte hace unos días, cuando estaba a punto de cumplir noventa años. Son muchos años, claro que sí. Pero esa certeza la relativizaba con su admirable sabiduría José Saramago: siempre se muere uno demasiado pronto. Tenga la edad que tenga. Noventa años no son nada, como si se tratara de una ampliación de aquellos veinte que cantaba Gardel en Volver, el tango memorable que él mismo compuso con su colega Alfredo Le Pera.

Cuando yo era un crío que no levantaba dos palmos del suelo, fui a vivir con mi familia a Vilamarxant. Alguna vez lo he contado en estas mismas páginas de eldiario.es. Como mis padres no podían quedarse quietos, nos fuimos después a Llíria, y unos diez o doce años más tarde regresamos a Vilamarxant. Las biografías son muchas veces un cruce de caminos sin señalizar. Habría de ser bastante después de ese último regreso cuando conocí a Paco. De eso hace ya más de cuarenta años. Y cada uno de los días de esos años no dejé de aprender algo a su lado. No fue fácil aquel tiempo de la transición política a la democracia. En ningún sitio. Quienes afirman que fue un tiempo de rosas, se quedan a la mitad del camino. La dictadura franquista estaba demasiado fresca todavía. Aún hoy creo que sigue gozando de demasiada frescura. Entonces empecé a conocerlo de verdad. Era un tipo, como muchos otros en el pueblo, que respiraba como podía un necesario aire de libertad, de aquella libertad que pensábamos cercana y tanto está costando todavía de conquistar con garantías de que no nos la arrebaten de las manos. Me vienen a la memoria muchos de aquellos nombres. Muchos de ellos ya no están, pero otros siguen en la brecha, como en aquellos días ya lejanos llenos de esperanza democrática. Hasta hace muy poco, ahí seguía Paco Micalot, como si no llevara a la espalda la friolera de una edad casi ya fuera de plazo.

Porque ésa era, para mí, su virtud principal: su aguante sin límites en la trinchera del compromiso. Nunca lo vi cansado. Siempre daba ánimos, aunque supiera que la esperanza en una sociedad mejor nos la estaban robando poco a poco, y con absoluta impunidad, quienes mandan de verdad en la política y en todo: los dueños del dinero. Miraba de reojo esa realidad obscena, decía alguna palabrota, pero acababa siempre con una media sonrisa de ánimo para que el nuestro no desapareciera del todo. Desde hacía un par de años, iba decayendo lentamente su salud de hierro. A veces estiraba la memoria porque se le estaba quedando demasiado quieta. Y eso lo cabreaba. Normal, cómo no se iba a cabrear por eso alguien como él, que tenía más historia dentro que la más exhaustiva enciclopedia de la vida. Se le iba acortando la memoria y a ratos cambiaba de sitio los recuerdos. La realidad se le iba convirtiendo en algo ajeno. La música en la banda del pueblo, las tertulias y partidas de truc en las tardes del Musical, las sesiones en la Associació Cultural 9 d’Octubre, que él ayudó a fundar tanto tiempo atrás, como un joven más entre tanta juventud comprometida. Pero yo nunca cambié esa realidad de ahora por la que vivimos juntos tantas veces en los tiempos difíciles. La esperanza en un mundo mejor que no nos avergonzara tenía obligatoriamente que seguir a nuestro lado. Eso le gustaba, la seguridad de que algún día acabaríamos ganando, si no la guerra entera, sí alguna de esas pequeñas batallas que dignifican a quienes nunca se cansaron de plantarles cara a los amos de la tierra.

Han sido más de cuarenta años de amistad que no se acaban en esta despedida. Para nada se acaban esos años. Hay gente a la que es imposible decir adiós. Por una razón muy sencilla: nunca esa gente se va a ir de nuestra memoria. Eso, al fin y al cabo, es lo que escribo hoy de uno de mis amigos más admirablemente inolvidables.

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