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Sobre este blog

Elena Zudaire (Pamplona, 1976) es vitoriana de adopción desde hace 14 años. Licenciada en Periodismo ha ejercido en la radio y la prensa local y vasca. Hace cuatro años cambió su rumbo profesional hacia la gastronomía inaugurando la escuela de cocina 220º pero sigue vinculada a la comunicación con colaboraciones habituales como esta columna, una mirada con un punto ácido hacia una ciudad en constante cambio.

Transparencia

Elena Zudaire

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¿Les suena? Sí hombre, es la palabra de moda en la política estatal, foral y local. Y no porque a sus representantes les haya dado por vestir lencería fina, que yo ahí ni entro ni salgo, allá los gustos de cada cual. La transparencia es trending topic porque en este país tan moderno y tan democrático que tenemos nos hemos enterado últimamente de que eso de meter la mano en el cazo no entendía de derechas, de centros, ni de izquierdas; la corrupción, es lo que tiene, es sumamente democrática. El caso es que quienes quedan aparentemente ilesos entre esta ensaladilla de gürteles, EREs, tarjetas black y demás no tienen otro remedio que intentar transmitirnos calma y control mientras apagan el fuego que se propaga a su alrededor.  Y esa necesidad de ser transparentes se acrecienta más si cabe conforme se acercan las elecciones. Los últimos en dejar claro que todo está en orden y no hay nada que temer han sido los grupos junteros en la Diputación Foral de Álava, que hace unos días firmaron un acuerdo de trasparencia para que todos sepamos todo de todos.

Es curioso cómo hace unos años la palabra transparencia apenas fuera mencionada por cuatro hippies pisamierdas y politicuchos alternativos que miraban demasiado al norte. No había portales de transparencia, no sabíamos cuánto cobraba ningún alto cargo público, no sabíamos cuáles eran sus dietas, ni el dinero que percibían inmediatamente después de ser relevados del cargo, ni a dónde viajaban con nuestro sueldo. Algo sospechábamos sobre que, por ejemplo, el Senado era algo así como un retiro dorado, que el Estado y las comunidades se sacaban de la manga consejos consultivos donde uno puede llegar a cobrar… puf… no sé… un montón de pasta por algo tan ambiguo como “asesorar”, o que muchos miembros activos de la política conseguían milagrosamente al finalizar su mandato suntuosos puestos en consejos de administración de empresas, fundaciones por la ética política (toma jeroma) o bancos que luego pregonan su gran labor social como si fueran una reencarnación de Teresa de Calcuta.

En el ámbito local, algo nos llegaba sobre personas presuntamente sospechosas de transgredir las leyes cuyos casos, dependiendo de si eran simples curritos, concejales, directores de departamentos municipales (¿o presidentes de equipos deportivos?), se zanjaban de una manera más o menos sibilina.

Por aquel entonces pedir esa transparencia era algo tan horripilante y deshonroso como desconfiar de tu padre o de tu madre. ¿A qué venía esa necesidad de saber qué hacían con nuestro dinero los y las próceres de este país, territorio y ciudad? ¿Por qué teníamos que conocer a qué dedicaban sus dietas, a cuánto ascendía el sueldo que les pagábamos o a dónde les llevaba el coche oficial? ¡Qué fea esa falta de confianza, qué vergüenza! ¿Dónde iban a estar y qué estaban haciendo, hombres y mujeres de poca fe? Trabajando con el sudor de sus frentes, dirigiendo con mano diestra las procelosas vicisitudes del devenir político, luchando contra viento y marea por nuestros intereses, por nuestro bien e iluminándonos con su sapiencia infinita.

Quizá confiamos demasiado en nuestros representantes y, aunque muchos han resultado ser un fiasco, digo yo que habrá otros tantos que no lo fueron (no lo son) y desgraciadamente no se notó. Quizá nunca hubo transparencia política y, claro, enterarnos ahora de algunas cuantas cositas de sopetón es un palo. Quizá nosotros preferimos mirar para otro lado. Y cuando hemos empezado a ver lo que había (que no lo hemos visto todo, al tiempo) algunos iluminados proclaman que ser corruptos está en nuestra naturaleza, mientras otros se excusan con no sé qué de una manzana podrida en el cesto.

Quizá sea cierto que la clase política se haya convertido en una casta, como dicen algunos en su mensaje revolucionario, una casta a la que estamos tan habituados que hasta ellos mismos se comportan como tal cuando deben rendir cuentas ante un país esperanzado por un cambio. Ya no basta con reivindicarse como alma prístina; también hay que serlo.

Después de todo, quizá haya llegado el momento de una transparencia real, de conocer la realidad más o menos cruda, porque lo bueno de tener información es que las personas somos más libres y ya no podemos echarle la culpa a nada ni a nadie cuando tomamos una decisión o, dicho de otra manera, votamos (o no).

Pero es mejor no engañarse. No es que la clase política esté haciendo un ejercicio de transparencia para regenerarse por el bien de los ciudadanos, del Estado, del territorio. Lo que ha sucedido en realidad, lo triste detrás de todos estos gestos tan cristalinos es que han sido algunos jueces quienes han empezado a levantar las alfombras. Y era tal la cantidad de mierda que había debajo que, bueno, igual alguien pensó que había que escenificar algo de cara a la ciudadanía con el único motivo de seguir manteniendo el pellejo intacto. No nos están haciendo ningún favor extraordinario quienes firman acuerdos forales sobre transparencia o quienes gestionan portales municipales cristalinos. No nos están ofreciendo nada a lo que no tengamos derecho, no están haciendo ningún esfuerzo.  No nos regalan nada que no merezcamos como ciudadanos. No vaya a ser que, a las puertas de unas elecciones, este tipo de acciones se tomen como un gesto benevolente hacia la ciudadanía, cuando lo que persiguen es ese puñado de votos que en las encuestas se fugan para otro lado.

Sea como sea, será bueno saber qué hacen todos y cada uno de los representantes (hayan gobernado o no) con nuestro dinero, porque somos nosotros quienes también pagamos su sueldo, no lo olviden aunque alguno lo haga. Y tampoco se ilusionen porque, pese a todo, en este cuento de hadas, probablemente habrá quienes encuentren la rendija por la que colarse.

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Elena Zudaire (Pamplona, 1976) es vitoriana de adopción desde hace 14 años. Licenciada en Periodismo ha ejercido en la radio y la prensa local y vasca. Hace cuatro años cambió su rumbo profesional hacia la gastronomía inaugurando la escuela de cocina 220º pero sigue vinculada a la comunicación con colaboraciones habituales como esta columna, una mirada con un punto ácido hacia una ciudad en constante cambio.

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