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Escuchar

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En este país hay un ruido que nunca cesa. Un ruido constante de tertulianos y políticos tirándose las dos Españas a la cabeza. En una sociedad dominada por los medios de comunicación los ciudadanos tan solo escuchamos a quienes los propietarios de los medios desean que escuchemos para que así nos relaten lo que necesitan que escuchemos. Ministros, exministros, periodistas, diputadas, propagandistas, consejeros, alcaldes y por supuesto la reina del mambo, doña Isabel Díaz Ayuso, sentencian a diario en los medios de comunicación acerca de las cosas más dispares, ya se trate de la textura de las manzanas recogidas durante la última cosecha, de la próxima guerra que va a cercenar la memoria de nuestros hijos o del descarrilamiento de un tren de mercancías. No se detienen ante nada.

Lo mismo opinan con desparpajo de la influencia de la tos ferina en la literatura rusa del diecinueve, que salen contando chistes de gangosos en el podscat de algún youtuber o friendo un par de huevos con delantal en uno de esos programas que tratan, inútilmente, por lo general, de remediar el abrumador tedio de las sobremesas lluviosas. Hablan, hablan y hablan. La mayoría para llenarlo todo de nada, alimentando antiguos rencores, mintiendo, si eso favorece sus intereses económicos, y chapoteando en la superficie de sociedad desplazando, así, toneladas de fluido que no se corresponde en nada con la entidad de su trabajo.

Por otro lado, en este país también hay personas instaladas a una altura inferior a su talento, sumergidas en el anonimato: científicos, profesoras, camareros, cineastas, estudiantes, cirujanas y amas de casa que rara vez tienen la oportunidad de deslumbrarnos con su generosidad, su pensamiento, su rutinaria fortaleza vital o su dignidad. Personas desperdiciadas, mal remuneradas en su mayoría, que cumplen con las obligaciones propias de todo ciudadano decente sabiendo que, nunca, nadie les reconocerá el esfuerzo; mucho menos todos estos charlatanes que han hecho del ruido su caudalosa fuente de ingresos.

Por eso cuando una de estas personas, instalada a una altura inferior a su talento, sumergida en el anonimato, habla, lo propio es escuchar. Callarse y escuchar. Pero escuchar, prestar atención a quien tiene algo interesante que decir, no es una de las características más relevantes de este tiempo. En nuestro polvoriento país, además de gritar más de lo recomendable, hay cierta costumbre de hablar por hablar sin tener nada que decir. No es eso lo peor. Lo peor es que una vez dispuestos a escuchar, más por aburrimiento que por verdadero interés, la mayoría de los ciudadanos no escuchamos más que a los futbolistas, a las tonadilleras, a los influencers más iletrados, a los locutores con mayor capacidad lingüística para articular patrañas y a las furcias, ya desdentadas, que se lo han hecho con alcaldes, subsecretarios, ministros, diputados horteras o reyes sinvergüenzas...