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Resignificar la seguridad: del miedo al futuro a la garantía del presente

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Vivimos en una época donde la palabra seguridad se ha vaciado de contenido o, peor aún, se ha reducido a una narrativa estrecha centrada exclusivamente en la protección frente al “otro”: la delincuencia, el extranjero, la disidencia. Pero, ¿y si resignificáramos la seguridad desde una óptica más humana, más amplia y más urgente?

“Herramientas y Narrativas climáticas para desarmar la guerra cultural en materia de transporte y movilidad sostenible” plantea un desafío crucial: construir una nueva hegemonía discursiva en torno a la movilidad sostenible y el cambio climático, centrada en el derecho a la ciudad y la seguridad en términos de salud pública. Este giro conceptual no solo es necesario, sino inevitable si queremos responder a la verdadera amenaza que enfrentamos: un colapso ambiental que ya está deteriorando nuestra calidad de vida.

Más de 30.000 muertes prematuras al año en España están relacionadas con la contaminación del aire. Esta tragedia no ocupa titulares con la frecuencia que merece, pero sus víctimas están entre nosotros: niños y niñas con problemas respiratorios, personas mayores que no pueden salir a caminar, trabajadores atrapados horas en desplazamientos insalubres. Y, sin embargo, seguimos atrapados en una lógica que prioriza la “libertad” de usar el coche frente al derecho colectivo a respirar aire limpio. Esa “libertad” —negativa, individualista, excluyente— está siendo exaltada a costa del bienestar colectivo. La libertad no puede seguir siendo el privilegio de contaminar sin consecuencias. Debe ser resignificada como la posibilidad de vivir en entornos seguros, accesibles, limpios y equitativos.

El cambio de narrativa que propone la investigación realizada por Konekta Comunicación, no se basa en imposiciones, sino en la construcción de sentido común. Propone hablar de escuelas libres de tráfico, de ciudades saludables y de igualdad de acceso a la movilidad. Se trata de devolverle contenido a conceptos vaciados: que seguridad signifique que nuestros hijos e hijas no respiren partículas contaminantes que ni vemos ni olemos ni podemos palpar, que las personas mayores puedan caminar sin miedo a ser atropelladas, que quienes viven en barrios periféricos no tarden el doble en llegar al hospital o al trabajo.

Es cierto que políticas como las Zonas de Bajas Emisiones (ZBE) han sido percibidas como punitivas o elitistas. Y ese es un llamado de atención legítimo: la sostenibilidad no puede imponerse desde arriba sin tener en cuenta la desigualdad. Pero el error no está en la política ambiental en sí, sino en la falta de una narrativa que la haga comprensible, cercana y justa. Lo que falta es pedagogía, participación y voluntad de traducir los beneficios comunes de manera tangible y cotidiana.

La bicicleta, en este sentido, es una oportunidad para resignificar no solo cómo nos movemos, sino cómo vivimos. Es una herramienta concreta para hablar de seguridad en términos reales: evitar enfermedades, reducir el estrés urbano, fortalecer comunidades. Y también es una forma accesible y democrática de ejercer el derecho a la ciudad.

Hoy, resignificar la seguridad no es un gesto semántico, es un acto político. Es declarar que no hay libertad sin aire limpio, que no hay equidad sin transporte público digno, que no hay futuro sin salud ambiental. La lucha contra la crisis climática no será ganada solo en cumbres internacionales, sino en las aceras, en los carriles bici, en las conversaciones cotidianas. Y para ello, necesitamos una nueva forma de contar esta historia.

Porque la verdadera seguridad, hoy, no es la que se mide en cámaras de vigilancia o número de policías, sino la que garantiza que unos progenitores puedan llevar a su hijo o hija al colegio sin temer por su salud. Es hora de desarmar viejas narrativas para construir otras que nos protejan de verdad.