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ISIS, mucho más que un grupo terrorista

Fragmento de un vídeo del ISIS.

elDiario.es

Capítulo 3

Para llevar a cabo su trastornada ensoñación, Dáesh ha puesto en pie un entramado que va mucho más allá del habitual para un mero grupo terrorista.

Un objetivo maximalista

Lo que para el resto del mundo puede resultar un puro delirio, para Al Bagdadi y los suyos se plantea como un esfuerzo decidido para lograr la instauración de un califato a escala mundial regido por la ley islámica en su particular interpretación. Un objetivo maximalista en el que, como resulta natural dado su común origen, coincide con el que Al Qaeda lleva propugnando desde su creación.

Ambas organizaciones parten de la idea de que, desde la perspectiva del islam rigorista y salafista que defienden, ninguno de los gobiernos de la región es legítimo. Ambas se sienten legitimadas, por el contrario, para sentar cátedra a la hora de definir cuál es la vía correcta de interpretar la ley islámica y de vivir con arreglo a sus normas.

Desde su visionaria plataforma de iluminados, entienden que el islam ha sido prostituido por lecturas incorrectas a lo largo de la historia (lo que incluye no solo a la minoría chií, sino, en realidad, a todo aquel que no comulgue con sus ideas), lo que exige un drástico golpe de timón para volver al camino correcto (obviamente, el que ellos califiquen como tal). Un camino al que, dados los obstáculos locales e internacionales existentes, solo se puede regresar a través de la violencia contra quienes se opongan a sus designios.

Consideran asimismo que, desde la llegada a la independencia de estos territorios, todos los gobiernos de la región han estado en manos equivocadas, tanto por haberse desviado de la estricta observancia de la ley islámica como por haberse asociado con infieles occidentales interesados únicamente en explotar las riquezas locales en su exclusivo beneficio. De ahí se deriva una estrategia, que incluye pero no se agota en las acciones violentas, que cabría estructurar en tres direcciones simultáneas. La primera, en la que Al Qaeda está mucho más centrada actualmente, nos retrotrae al tan manoseado lema de “conquistar mentes y corazones”.

Se trata de convencer a todo musulmán de las bondades de una vida regulada por la aplicación literal de la ley islámica en todos sus aspectos. Ante el fracaso de otras fórmulas ensayadas por unos gobiernos igualmente fracasados, que han llevado a la generalidad de esos pueblos a la marginación y al subdesarrollo, la única vía que les permitirá directamente recuperar el esplendor del que gozaron hace siglos quienes habitaron esas tierras solo puede ser la vuelta al islam en su versión salafista.

Por eso, y por intentar ampliar su base de apoyo y reducir en lo posible la enemistad occidental, Al Qaeda se afana hoy por presentarse como más moderada que Dáesh, criticando el empleo indiscriminado que Dáesh hace de la violencia contra los chiíes, el ataque a mezquitas y lugares santos, el uso de población civil como escudos humanos, los castigos corporales a quienes no cumplan las normas… como si ella misma no hubiese practicado tantas veces en el pasado los mismos procedimientos que ahora deplora. A su manera, cuando se empeña en instaurar un Estado propio, Dáesh sirve igualmente a ese planteamiento.

Por un lado, trata de mostrar, tanto con el ejemplo como mediante la imposición forzosa, cómo se puede plasmar esa idea en la práctica, tanto para quienes ya habitan los territorios que controlan como para los de cualquier otra procedencia. Por otro, ofrece a todos ellos la posibilidad de participar en la creación y consolidación de un proyecto en el que cada uno (y no olvidemos que su discurso se dirige principalmente a los que se sienten excluidos y a los menos favorecidos) se puede convertir en protagonista esencial de la historia. La segunda pata de esa estrategia global se concreta en el acoso y derribo de los gobiernos locales.

Aunque Arabia Saudí constituya el foco principal de atención –basta con recordar que en su territorio se ubican los dos principales lugares santos del islam, Medina y la Meca–, en la práctica cualquiera de los 22 estados árabes y el resto de los más de 30 de identidad musulmana le sirven como un paso adelante en persecución del objetivo último. De manera secuencial, se sobreentiende que cada casilla del tablero mundial que caiga en sus manos –sea un Estado nacional o una parte del mismo– sirve como un emirato nuclear (provincial), a partir del cual se pueda ir expandiendo el control territorial hasta la creación final de un califato, inicialmente en el mundo musulmán, pero idealmente con intención de incluir en él a la totalidad del planeta.

Cabe recordar en este punto que, aunque las condiciones de frustración y desesperación ciudadana en muchos países del Magreb, Oriente Próximo y Oriente Medio podrían hacer pensar que habría muchos dispuestos de partida a alinearse con los yihadistas, Al Qaeda ha cosechado un rotundo fracaso en sus casi treinta años de existencia. En efecto, no ha logrado echar abajo a ningún Gobierno ni movilizar a su favor a las masas descontentas con sus vidas y sus gobernantes.

Por el contrario, como nos enseña la experiencia acumulada en las movilizaciones que arrancaron hace ya siete años en Túnez y tuvieron continuidad en otros países árabes, ni Al Qaeda ni Dáesh han conseguido capitalizar ese descontento en su favor.

Y si hoy hay cuatro dictadores menos en el mundo árabe (aunque en alguno, como en Egipto, sus herederos vuelvan por el mismo camino), esa buena noticia no cabe achacársela a ningún grupo yihadista, sino fundamentalmente a unas poblaciones movilizadas pacíficamente, hartas de soportar a unos indeseables.

Eso es probablemente, junto a la ilimitada autoestima de sus dirigentes, lo que llevó a Al Bagdadi a aprovechar el vacío de poder y el descontrol en buena parte de Siria e Irak para proclamar un fantasmagórico “Estado islámico”, consciente de que las masas no estaban ni mucho menos convencidas de que el camino que él les proponía fuera el más atractivo.

Y es que ni el conjunto de los alrededor de 1.600 millones de musulmanes que hay en el mundo parecen inclinarse por las opciones yihadistas para salir del túnel en el que muchos están metidos ni la práctica totalidad de los gobiernos arabomusulmanes, a pesar de su debilidad estructural, han dejado de contar con medios suficientes para resistir el envite del yihadismo.

Es en este empeño en el que Dáesh muestra comparativamente más interés que Al Qaeda, quizás únicamente como resultado del irrefrenable fanatismo del primero y de su intento de aprovechar su “momento de gloria” y de las amargas lecciones aprendidas por el segundo, cuando apostó abiertamente por esa misma opción (especialmente en Afganistán durante la segunda mitad de la última década del pasado siglo, en alianza con el régimen talibán).

El tercer pilar de esta estrategia tiene al llamado enemigo lejano –es decir, Occidente, con Estados Unidos en posición destacada– como prioridad absoluta. Fue también aquí Al Qaeda quien señaló el camino a seguir el 11 de septiembre de 2001, con los trágicos atentados de Nueva York y Washington.

Más allá de dar un golpe tan espectacular en pleno territorio continental estadounidense, lo que pretendió, y consiguió, Bin Laden fue atraer a su enemigo a una desventura militarista en varios países de Oriente Medio que todavía continúa en la actualidad. Para Al Qaeda, estaba claro que nunca sería posible derribar a los gobiernos locales y aplicar sus ideas en la práctica si antes no conseguía romper el vínculo que las potencias occidentales mantenían con esos regímenes y desbaratar el control que ejercían de facto sobre el terreno.

Necesitaba crear una situación que hiciera insostenible su permanencia en las zonas que ansiaba dominar y, para ello, nada mejor que golpear directamente en suelo occidental. De este modo, procuraba mostrar, por un lado, que ni Estados Unidos ni ningún otro país occidental eran invulnerables. Por otro, pretendía empantanar a esos países en una larga y muy costosa batalla en territorio arabomusulmán, presentando a las intervenciones militares occidentales como un nuevo ejercicio neocolonial y a sí mismo como el único defensor capaz de la población local suní, lo que entendía que le supondría automáticamente mayores simpatías populares en la zona.

Y, además, buscaba golpear violentamente, tanto en territorio occidental como contra las fuerzas desplegadas en esos países, de tal modo que así se terminara por activar la movilización ciudadana occidental, demandando a sus gobiernos la retirada de esos escenarios. Aunque Dáesh también ha golpeado al enemigo lejano, su motivación es en buena medida distinta. En su primera etapa expansiva necesitaba dejar claro que no era menos que Al Qaeda en cuanto al nivel de sus ambiciones y capacidades.

Además, de ese modo pronto logró hacerse más atractivo para reclutar a potenciales yihadistas de toda procedencia, frente a una Al Qaeda que parecía haber entrado en una etapa de cierto acomodo y falta de impulso tras la pérdida de su carismático líder. Más recientemente, cuando ha ido sufriendo crecientes reveses tanto en su pseudocalifato principal como en otros territorios temporalmente bajo su dominio (como Sirte, en Libia), los ataques en territorio occidental tratan básicamente de mostrar que no está al borde de la derrota definitiva y que, por el contrario, sigue siendo capaz de actuar a escala global.

Visto así, se viene abajo de inmediato uno de los clásicos argumentos que se repiten incesantemente en boca de muchos gobernantes y medios de comunicación occidentales, según el cual Dáesh busca destruir nuestros valores y principios y nuestro modo de vida. No. Lo que buscan es, como vemos, mucho más prosaico.

Un objetivo de esa envergadura demanda una estructura polifacética que permita actuar en diferentes campos simultáneamente, adaptándose día a día a las cambiantes circunstancias del entorno. Conviene advertir desde el principio que la falta de información fiable sobre lo que realmente ocurre en su seno, por un lado, y la necesidad de esquematizar de algún modo una entidad tan inasible, por otro, llevan con frecuencia a presentar a Dáesh empleando organigramas que se asemejan a lo que conocemos del mundo empresarial o de la Administración pública. Y al hacerlo así se puede perder de vista que, a semejanza de Al Qaeda, Dáesh es más un movimiento que una organización y mucho más una red interconectada de individuos y grupos diversos que una entidad jerárquica.

Como movimiento, pretende interesar a todos los que, como su máximo líder, asumen que para ser un buen musulmán no basta con profesar la fe islámica, sino que es necesario contribuir activamente a la destrucción de cualquier otra creencia para imponer la propia. Despreciando los postulados clásicos del Estado nación, Dáesh opta fundamentalmente por manejar claves religiosas con las que se pueden sentir identificados individuos radicalizados tanto originarios de países de adscripción musulmana como de cualquier otro donde, por la razón que sea, se sientan excluidos.

De esa manera, busca sumar a su causa tanto a quienes deciden trasladarse físicamente hasta los escenarios donde concentra preferentemente su atención –presentando esa decisión como un acto que lleva aparejado formar parte de un modelo idealizado de convivencia entre correligionarios llamados a salvar el mundo– como a quienes constituyen otros grupos asociados a Dáesh en diferentes países o incluso a los que, sin moverse de sus localidades de residencia habitual, se sienten llamados a formar parte de lo que, como analizaremos más adelante, se denomina “resistencia sin liderazgo”.

Como organización, ha ido evolucionando al hilo de sus avances sobre el terreno. Si nos remontamos a su primera etapa en Irak, apenas iba más allá de ser una franquicia local de Al Qaeda, organizada en células (khatibas) locales y centrada casi en exclusiva en su acción de combate y en su afán por controlar manu militari las localidades que iban cayendo bajo su control. De ahí, ya desde 2006 con su transformación en Estado Islámico de Irak, fue ampliando su agenda y su apetito para sumar a su perfil combatiente una imagen de actor político, anunciando incluso la conformación de supuestos gabinetes ministeriales, aunque en realidad nunca pasaron de ser simples nombres en un papel, sin posibilidad ninguna de ejercer tareas gubernamentales propiamente dichas.

No fue, por tanto, hasta la autoproclamación de Al Bagdadi como califa Ibrahim (29 de junio de 2014) cuando se produjo un ambicioso salto cualitativo que le llevó a crear una estructura en la que, como ya ocurriera previamente con Al Qaeda, cabe distinguir al menos tres niveles; un núcleo central, localizado en parte de Siria e Irak; un creciente conjunto de grupos asociados, o franquicias, dispersos por diferentes países y continentes, y un indefinido sustrato de individuos y grupúsculos que se sienten inspirados por su ideología violenta y que le sirven para multiplicar exponencialmente su imagen y sus efectos letales en decenas de países.

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