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Opinión - Salvar el Mediterráneo y a sus gentes. Por Neus Tomàs

Camilo Sánchez

27 de marzo de 2021 21:58 h

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Fue durante una madrugada en temporada de sequía cuando la canoa de acrílico de Álvaro Molina tuvo la mala suerte de deslizarse como un esquí sobre la cabeza de un hipopótamo. De una trompada el animal catapultó al pescador de 56 años a las aguas turbias del río Magdalena.

Ya sentado en la orilla, con la adrenalina aún en su cuerpo, el hombre, conocido en la región como “Don Sacra”, pensó en lo cerca que estuvo de la muerte. En enero se publicó un estudio en la revista Biological Conservation firmado por un grupo de científicos colombianos, donde se recomienda “erradicar” a los hipopótamos que deambulan a lo largo de un tramo de 160 kilómetros del río Magdalena, acaso la cuenca hidrográfica más importante de Colombia.

Desde que Pablo Escobar comprara para su Hacienda Nápoles, hoy convertida en parque temático, cuatro ejemplares a un zoológico en San Diego, en 1981, los animales no han dejado de reproducirse hasta llegar a casi un centenar. Tras la muerte del capo, en 1993, algunos ejemplares se escaparon de la finca convirtiéndose en la comunidad más numerosa fuera de África. En 2019 ya se había publicado otro trabajo científico donde se dejaban claros los riesgos potenciales de una especie introducida para el ecosistema nativo. Pero las autoridades gubernamentales han mirado de reojo el asunto, delegando el problema en entidades locales con poco margen de acción.

El debate revive cada cierto tiempo. En el cruce de argumentos políticos, académicos y de corte animalista, sin embargo, son pocos los que se han encargado de darle peso a la voz de las poblaciones ribereñas que conviven codo con codo con unas criaturas que alcanzan velocidades de hasta 30 kilómetros por hora y que anualmente se cobran la vida de unas 500 personas en África.

En el Valle del Magdalena, en el corazón del país y a 200 kilómetros al sur de Medellín, solo ha habido, de momento, un herido grave. Su nombre es Luis Enrique Díaz, un pescador de 45 años que rehúye a las entrevistas. Mientras faenaba en una finca de la zona, una hembra lo embistió dejándole una fractura en la pierna y una afectación grave en los pulmones y las costillas. Casos como el suyo, o el de Don Sacra, son cada vez más frecuentes y respaldan el empeño de diversos ambientalistas que apuntan hacia la esterilización de los hipopótamos como medida de control más eficaz. La evidencia y el peligro, sin embargo, no convencen a todo el mundo.

En algunos puntos de la cuenca, donde la vegetación aún es exuberante y las temperaturas pueden subir hasta los 40 grados, los lugareños se han convertido en operadores turísticos. Por unos 10 euros por persona ofrecen planes para el “avistamiento de hipopótamos”. La amalgama entre historia, narco, exotismo y animales salvajes se ha convertido en un modo de subsistencia para cientos de personas, y un gancho inmejorable para los cazadores de selfis.

Adopta un hipopótamo

El mito cuenta que los narcos utilizaban los excrementos de los hipopótamos como camuflaje a prueba de cualquier sistema de registro. Una tesis difícil de sustentar. Isabel Romero, que era una veinteañera a finales de los 80, recuerda haber visto “muchas veces” al “patrón del mal”. “En diciembre llegaba a mi pueblo, Puerto Triunfo, con un camión lleno de juguetes. Cocinas y muñecas para las niñas, y puras armas de juguete para los niños”, dice la joven entre risas.

-¿Qué le viene a la cabeza cuando piensa en esos tiempos?

-Abundancia. Hablar de esos tiempos es hablar de empleo, de comida en abundancia, de sustento asegurado.

Isabel Romero tiene hoy 59 años y desde hace unos cinco dirige tours de hasta veinte personas. Antes de finalizar la llamada con este diario lanza una advertencia: “¡Pero nada de matar a los hipopótamos! ¡Por nada del mundo!”. En su discurso se repiten fórmulas como “los hipopótamos son un ‘gana, gana’ para las dos partes” o “cuando el animal hombre…”. 

El biólogo Germán Jiménez trabaja en una investigación que incluye 1.000 entrevistas con pobladores de la ribera. A pesar de que aún no ha sido publicada, el académico ha adelantado algunos resultados. “Encontramos dos visiones marcadas. Quienes viven cerca de la Hacienda Nápoles, la mayoría beneficiados por el turismo, dicen vivir sin problemas, sin miedo. Por el contrario, a medida que avanzamos hacia el norte, encontramos comunidades de pescadores que son conscientes del peligro y manifiestan vivir con zozobra”, dice.

El negocio de los operadores turísticos cuenta con el respaldo de grupos animalistas, como es el caso de Animal Balance. Una organización con sede en Portland, Oregón, que ha sumado esfuerzos para moldear la opinión de algunos. Hoy en su página web se encuentra una campaña para recaudar donaciones a partir de los 40 dólares (unos 33 euros), con la promesa de “adoptar un hipopótamo colombiano”.

“Un hecho preocupante”, dice el paleontólogo Jorge Moreno, “porque se han dedicado a promover imprecisiones”. Afirman que toda la población del Magdalena Medio vive pacíficamente y en armonía con los animales. Se han “dedicado a vender camisetas para lucrarse con la excusa de salvar a los hipopótamos, sin hacer nada, sin trabajar sobre el terreno”, asegura Moreno.

El legado de Escobar

Hoy en los alrededores de la Hacienda Nápoles se encuentran letreros donde se lee “No al fusil sanitario para los hipopótamos”. Otra leyenda rural que el biólogo Germán Jiménez achaca no solo a la desinformación, sino además a razones sociológicas. Explica que parte de la población ha desarrollado “dependencia emocional” hacia estos animales. 

Su hipótesis gira sobre la idea de que Escobar dejó “sembrada una cultura” marcada por “el reto al poder, al desafío, al peligro”. Quizás un reflejo roto de más de 40 años de convivencia a la sombra de la ilegalidad y de la violencia. Basta anotar que fue en esta zona donde, en la segunda mitad de los 80, los primeros escuadrones paramilitares fueron conformados.

Nolberto Ángulo, pescador de 50 años, recuerda aquellos tiempos duros, cuando encontrar “cadáveres atrancados entre las piedras” no era una rareza. Hoy los resoplidos hondos de los hipopótamos no dejan que esa etapa de la historia se aleje. “Uno de noche carga su linterna”, explica vía telefónica, “pero como ellos van sumergidos, si uno no alcanza a verles los ojos, es un peligro gigante. Más de un compañero se ha llevado un susto, por eso las faenas de pesca nocturna, que son las mejores, están casi suspendidas”.

Otros ribereños como Flor Cifuentes o Dolly Taborda, cuentan que en una zona próxima llamada Las Angelitas, los hipopótamos pasan a pocos metros de una pequeña escuela. Los niños han aprendido a diferenciar a los ejemplares macho de las hembras. Los primeros tienen un tono de piel más rosáceo, mientras que las segundas se distinguen por un matiz que oscila hacia el café.

¿Y ahora qué sigue? Los operadores turísticos luchan por más estudios científicos y diálogo. Quienes fatigan las orillas del río en busca de pescado para vivir, una pronta intervención “antes de que suceda una tragedia”. Habla Octavio Jiménez, un técnico agrícola de 51 años que se además se pregunta si ya no será muy tarde. 

Las autoridades en Bogotá, entretanto, no descansan ante lo que algún académico ha calificado de “bomba ecológica”. El debate sigue el mismo curso de hace 12 años, cuando soldados del ejército y voluntarios de una multinacional alemana se prestaron para acabar con un ejemplar que, según las autoridades ambientales, representaba un peligro para los lugareños.

La fiera de una tonelada y media fue bautizada como Pepe y despertó una ola de solidaridad inusitada en un país sacudido por matanzas de líderes sociales y otras tragedias cotidianas. Por eso el biólogo Jorge Moreno se conformaría con entender la razón por la cual en las ciudades despierta más empatía un puñado de animales exóticos que el bienestar de miles de ribereños. Se trata, quizás, de una metáfora amarga para un país donde los fantasmas del narco aún son capaces de alzar la voz.

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