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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

El Monasterio de Santa Catalina en el Sinaí, blindado por el Ejército egipcio

El monasterio de Santa Catalina en el Sinaí.

Ana Garralda

Sinaí —

Dos horas en coche por un camino polvoriento desde la ciudad costera de Dahab, con obras de asfaltado en distintos tramos, es lo que espera a quien visite estos días el imponente Monasterio de Santa Catalina, construido en el siglo VI, el templo cristiano habitado de forma ininterrumpida más antiguo y conocido por albergar las reliquias de una mártir cristiana que da nombre al monasterio.

“La mayoría de la carretera no está ni asfaltada. Ahora con las elecciones en El Cairo se han puesto a hacer algo, pero esto está muy abandonado”, cuenta Salama El-Fahd, un taxista beduino residente en la ciudad costera de Nuweiba. 

A ambos lados del camino que conduce al monasterio, donde la tradición cristiana marca el lugar en el que Moisés “vio la zarza que ardía sin consumirse”, extensas llanuras desérticas se intercalan con macizos rocosos de color ocre en una cadencia interminable solo interrumpida por el ruido de las pavimentadoras de asfalto, los contados topógrafos gubernamentales que trabajan la vía y los frecuentes controles militares.

“Vamos a Jabal Musa” (nombre árabe que significa monte de Moisés), dice Salama a uno de los militares apostados en el primero de los cinco controles militares en el camino hasta llegar a Santa Catalina. “De España”, añade el conductor ante la mirada desconfiada del militar hacia el interior del vehículo. “Adelante”, responde.

Desde que en abril del año pasado, mientras se celebraba la Semana Santa, un grupo de hombres armados abriera fuego contra el control policial en el camino de entrada al monasterio, matando a un agente e hiriendo a otros cuatro, el aparato militar egipcio ha incrementado el número de sus efectivos en la zona por temor a que nuevos ataques menoscabasen la ya menguada industria turística del país. A la izquierda del camino de tierra que da acceso a Santa Catalina es posible distinguir a dos soldados que se encuentran apostados frente a una ametralladora montada en un todoterreno militar. 

“Desde el año pasado hay más seguridad, pero esto es también fruto de las elecciones”, cuenta Suleimán el Heneny, un beduino miembro de la tribu Jebeliya cuyos miembros son los únicos locales a los que dejan entrar los monjes greco-ortodoxos, que regentan el monasterio desde su fundación.

“Llevamos aquí 1.400 años. Les ayudamos y protegemos, por eso tenemos ese privilegio”, explica orgulloso mientras señala las estructuras colgantes, a modo de puertas, por las que hasta el siglo XX los religiosos entraban y salían del monasterio subidos en cestas manejadas por un sistema de poleas. 

Un monasterio que incluye una mezquita

Los Jebeliya actuales son los descendientes de los cientos de soldados romanos que fueron traídos al Sinaí por el emperador Justiniano, máxima figura del Imperio bizantino, para proteger el monasterio junto a hombres llegados de Macedonia, Grecia o Anatolia. “Con la llegada del islam nos convertimos, pero nuestra relación con los monjes quedó intacta”, añade El Heneny. “Para protegerse, ellos construyeron una mezquita en el interior y, según un documento, Mahoma les ofreció su protección cuando huyó aquí de sus enemigos”, añade.

A diferencia de otras tribus de beduinos del desierto, los Jebeliya (Jebel significa montaña en árabe) viven en los laberínticos valles de los macizos montañosos del Sinaí, cultivan verduras y acostumbran a mudarse desde las altitudes más altas a las más bajas durante el invierno.

“Desde hace unos años ya no nos permiten movernos con libertad”, lamenta Suleimán. “Ahora con las elecciones ni podemos salir de las montañas. Espero que esto se acabe pronto”. 

Al comienzo de su anterior mandato en 2014, Abdel Fatá al Sisi, como ya hicieron sus predecesores, prometió millones de libras egipcias para revitalizar en dos años la península del Sinaí, sobre todo el norte, tradicionalmente la zona más pobre del país, sin las infraestructuras más básicas y siempre despreciada por la Administración central del Cairo.

Como ya hizo Mubarak, Sisi prometió a las tribus beduinas, que componen la mayoría de la población de la península, un pedazo del pastel de la industria turística del Sinaí, por la que muchos de ellos fueron expulsados en los años 90 para construir complejos hoteleros.

Deportados de sus tierras, sin opciones de alistarse en el Ejército, prohibido para ellos, u obtener la ciudadanía egipcia –lo que les condena a no disponer de servicios como escuelas, hospitales o infraestructuras–, muchos beduinos acabaron ejerciendo de traficantes a sueldo de las mafias que operan en la Península.

“Antes de la partición de nuestra tierra (con la creación de Israel y, por tanto, la desconexión con sus parientes de las tribus del desierto del Néguev), nosotros nos gobernábamos por códigos de honor, justicia, hospitalidad”, explica Suleimán el Heneny. “Somos un pueblo libre, pero el Gobierno nos quiere controlar porque saben que somos los únicos que conocen las rutas y cada esquina del Sinaí”, explica el beduino. 

La natural independencia de estas tribus, su desconfianza hacia cualquier forma de autoridad y la reconversión de algunos de sus miembros en traficantes en épocas de mayor necesidad, ha generado un recelo recíproco por parte de el Gobierno para quien beduino es sinónimo de mafioso, espía o terrorista. “Pagamos justos por pecadores y nos llaman terroristas de ISIS, pero te aseguro que la cooperación entre el Ejército y los beduinos es constante”, añade El Heneny. 

La amenaza yihadista

El Heneny se refiere a los entre 600 y 1.000 integrantes  de los grupos armados del Sinaí, entre los que se encuentran Al Qaeda y, desde 2014, la rama local de ISIS, Ansar Beit al-Maqdis, que ha conseguido poner en jaque a las fuerzas de seguridad egipcias, logrando derribar helicópteros y hasta un avión ruso de la empresa Metrojet con 224 turistas a bordo. “El norte está lleno de mafias, sobre todo extranjeras, pero aquí en el sur las cosas están ahora mucho más tranquilas”, señala. 

La relevancia del ataque del pasado mes de abril casi a las puertas del Monasterio de Santa Catalina recae no tanto en su magnitud como en la fecha elegida. Sucedió justo una semana después de que dos terroristas suicidas se inmolaran en iglesias coptas de Tanta (localidad situada en el delta del Nilo) y Alejandría, asesinando a 48 personas. El doble atentado llevó al presidente Sisi a decretar el estado de emergencia en todo el país.

Años antes, en febrero de 2014 un autobús de turistas surcoreanos que acababan de visitar Santa Catalina fue atacado con explosivos y armas automáticas, provocando tres muertos y numerosos heridos. El ataque fue reivindicado por Ansar Beit Al Maqdis, que acababa de jurar fidelidad al ISIS.

Antes, en febrero de 2012 tuvo lugar el secuestro de dos mujeres estadounidenses y su guía local en el monasterio por otra célula yihadista formada por beduinos del Sinaí. Dado que entonces el Estado Islámico todavía no existía la autoría fue reivindicada por Al Qaeda.

Esta violencia desencadenó el comienzo en 2015 de la llamada operación Derecho del Mártir por parte del gobierno egipcio. Durante sus cinco ediciones (la última en febrero), en las que ha ido adoptado distintos nombres, portavoces del Ejército han asegurado haber matado a cientos de insurgentes. El Gobierno, en cambio, es reticente a mencionar los más de 2.000 militares y policías fallecidos en emboscadas de grupos como Al Qaeda o Ansar Beit al Maqdis. 

Para los habitantes del Sinaí, nada cambiará hasta que Sisi cambie la política represiva que alcanzó su clímax en la época de Mubarak: primero seguridad en el Sinaí y, después, su desarrollo. “Si no hay formas de ganarse la vida, esto empeorará y visitar el monasterio será imposible, como ya sucedió años atrás”, afirma el beduino quien confía en que, una vez terminadas las elecciones, los miembros de su clan puedan volver a moverse con libertad.

Si no se produjeran nuevos ataques, es posible que turistas de todo el mundo continúen visitando Santa Catalina, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 2002, y ascendiendo, junto a guías beduinos como Suleimán, los 2.641 metros de la montaña, la más alta del país, y desde la que es posible observar el Monte Sinaí. Él lo hará en sandalias, “y sin mucho esfuerzo, porque cuando estás ahí arriba, no hay mejor vida con la que un hombre pueda soñar”.

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